A
Dança de Natasha, do historiador inglês Orlando Figes, é um livro
extraordinário e maravilhosamente narrado, escreve Ramón González Férris
em artigo publicado por El Confidencial:
Los
jóvenes privilegiados que, debido a su mala conciencia, se vuelven
radicales en su compromiso con el pueblo —un pueblo al que, en realidad,
apenas conocen— no son un fenómeno nuevo. Veamos, por ejemplo, Rusia.
1874. Miles de jóvenes abandonan San Petersburgo y Moscú y se dirigen a
las aldeas con la intención de crear una sociedad basada en la hermandad
entre los hombres. Sienten cierta culpa: muchos han sido criados por
siervos, por niñeras y sirvientes que eran propiedad de sus familias, y
quieren expiar el pecado con ánimo misionero. Creen que el mejor punto
de partida son las comunidades de campesinos. Piensan que la gente del
campo vive en una especie de socialismo espontáneo, y que se sumará de
manera natural al empeño de los estudiantes de democratizar Rusia y
sacarla del atraso y la oscuridad. Se hacen llamar populistas
('narodniki') y sirvientes del pueblo ('narod'). Pero la realidad es que
nunca han visto a un campesino, y la imagen que tienen de él es
puramente sentimental, más un personaje estereotipado que un individuo
que piensa.
Estos jóvenes populistas surgieron en un momento peculiar de la historia rusa, cuenta Orlando Figes en su monumental, brillante y muy recomendable libro 'El baile de Natasha. Una historia cultural de Rusia' ,
recién publicado por la editorial Taurus. Durante décadas, la sociedad
rusa había estado dividida entre occidentalistas y eslavófilos. Los
primeros, casi siempre aristócratas, hablaban sobre todo en francés,
detestaban la estructura feudal de su sociedad, querían un modelo
político liberal y, en definitiva, convertir Rusia en un país europeo
como los demás. Sus rivales, en cambio, creían que para gobernar Rusia
era necesaria una autoridad centralizada y poderosa, que la singularidad
religiosa rusa era clave para su identidad y que la estructura de
clases y la relación entre aristócratas y siervos contenían la sabiduría
de lo antiguo y divino; de hecho, consideraban que solo Rusia podía
redimir a una Europa que había renunciado al cristianismo para
entregarse a la industria y el consumo.
Pero
en la década de 1860, sigue Figes, ambas líneas ideológicas se habían
reconciliado un tanto. Aparentemente, ya todo el mundo pensaba que, por
un lado, las reformas liberales a la manera europea eran inevitables, y
que, al mismo tiempo, no había que “separarse muy abruptamente de [las]
tradiciones históricas específicas” de Rusia. La clave era conseguir que
los campesinos —pobres, analfabetos, hambrientos— pasaran a formar
parte de la sociedad en general y participaran en la discusión política
como ciudadanos. El populismo, dice Figes, era una suma de estas ideas
políticas y de la fascinación romántica por la cultura popular y el
folclore que surgió en la época. Y se traducía en cierta forma de
paternalismo, “una suerte de simpatía por el pueblo y su causa que
inducía a los hombres de alta cuna” a apoyar a los jóvenes en su empeño.
Como pueden imaginar, salió mal: los campesinos recelaron de los
estudiantes y sus modales urbanos y refinados, escuchaban con humildad
sus discursos políticos, pero no los entendían, y en muchos casos los
mismos campesinos a los que los intelectuales habían ido a salvar
acabaron acudiendo a la policía para denunciarlos por actividades
revolucionarias.
Este
es uno de los episodios que narra Figes en esta monumental historia que
no solo dice mucho de la Rusia del pasado —el libro abarca desde la
creación de San Petersburgo, en 1703, hasta los años de la Unión Soviética—,
sino también la Rusia actual y su política, cuyos parámetros
ideológicos a veces nos cuesta tanto entender. Está llena de contrastes:
el primero, por supuesto, la contraposición entre San Petersburgo como
ciudad ilustrada y de arquitectura plenamente occidental, y Moscú, la
encarnación de los viejos valores rusos y su estética. Y todo son
paradojas: en 1812, muchos de los occidentalistas que en casa hablaban
francés y bebían champán tuvieron que luchar a muerte contra su ídolo, Napoleón,
que quiso invadir Rusia y acabó derrotado. Ahí se inició el proceso de
“nacionalización” de esa aristocracia, que poco a poco fue abandonando
lo francés y abrazando —con torpeza, como los jóvenes estudiantes— lo
ruso, empezando por la vestimenta, las canciones e incluso la comida.
Tolstói encarnó muchas de las paradojas de la historia rusa. En su
inmensa propiedad agrícola, “idealizaba a los campesinos y le encantaba
estar a su lado, pero durante muchos años no se animó a romper con las
convenciones de la sociedad y a convertirse él mismo en uno de ellos”.
Se vestía de campesino para salir a pasear, pero cuando tenía que ir a
Moscú se ponía trajes hechos a medida; de día trabajaba en el campo,
pero por la noche le servían la cena camareros de guante blanco. En
cierto sentido, dice Figes, Tolstói solo “jugaba” a ser campesino.
Menos juguetonas eran las condenas a trabajos forzados en Siberia
para quienes disintieran abierta y peligrosamente de la línea política
impuesta por el mandatario, fuera este el zar o, más tarde, Lenin y
Stalin. Pero incluso en esas condiciones brutales de trabajo y soledad
la redención era posible: “algunos escritores rusos veían el sufrimiento
de los convictos como una forma de redención espiritual. El viaje a
Siberia se convertía en un viaje a Dios”, dice Figes. Porque la búsqueda
de Dios era también un rasgo singular y paradójico de la Rusia de la
época. Dostoievski, por ejemplo, criticaba a la Iglesia oficial —que
encarnaba una religión nacional sometida al poder del Estado— y creía en
una especie de hermandad cristiana que fuera más allá de los
monasterios y “uniera a todos los rusos en una comunidad de creyentes
viva”. Dostoievski, quien mejor ha retratado a los nihilistas, aspiraba a
una especie de teocracia místico-social.
'El
baile de Natasha' es un libro extraordinario y maravillosamente narrado
que describe —de forma inevitablemente resumida y esquemática— un país
que aún hoy, cuando en las noticias aparecen a diario las ambiciones
nacionalistas de su Gobierno, su autoritarismo antioccidental o los
estrechos vínculos entre religión y política, nos resulta difícil de
entender. Es una lección de divulgación y de historia de las ideas, y un
recordatorio del inmenso poder que la cultura siempre ha ejercido sobre
la política. Pero también un retrato de todos nosotros: ¿quién no ha
sido un joven con mala conciencia que quiso hacer la revolución sin
entenderla?
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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