Alberto Benegas Lynch (h), prolífico articulista, escreve sobre José
Ingenieros (1877-1925), filósofo e médico argentino. Boa reflexão, se
pensamos sobre esta América Latina sempre propensa ao autoritarismo e à
mediocridade:
Vuelvo sobre el tema de la mediocridad desde otros ángulos. Es como
escribe Enrique Santos Dicépolo en Cambalache en donde resulta que al
mediocre le da lo mismo “el burro que el gran profesor”. Un antídoto
para la mediocridad es la buena lectura que puede resumirse en el
subtítulo de uno de los libros de Fernando Savater: “Sobre el gozo de
leer y el riesgo de pensar”.
Y aquí irrumpe en escena José Ingenieros (1877-1925) escritor,
filósofo y médico egresado de la Universidad de Buenos Aires con
estudios en Paris, Ginebra y Heidelberg. Premiado en 1903 por la
Academia Nacional de Medicina por su libro Simulación de la locura. En
1908 trabajó en la cátedra de Neurología a cargo de José María Ramos
Mejía en la Facultad de Medicina de la UBA y también se hizo cargo de la
cátedra de Psicología Experimental en la Facultad de Filosofía y Letras
de la misma universidad donde diez años más tarde fue designado
Vicedecano.
En 1909 fue electo presidente de la Sociedad Médica Argentina.
Colaboró en periódicos de inclinación anarquista y fue fundador y
escritor asiduo en diversas revistas y medios periodísticos como La
Vanguardia establecida por Juan B. Justo y Nicolás Repetto de donde tomó
partes de un así denominado socialismo que luego derivó en el
socialismo democrático al estilo de Américo Gholdi, posición intelectual
de quienes se oponían a la banca central y sustentaban el libre
comercio entre las naciones y el patrón oro, aunque en materia laboral
suscribían varios aspectos de raigambre marxista, a pesar de contener en
muchos de sus miembros características eminentemente respetuosas para
con las autonomías individuales en un contexto de libertad.
En todo caso en esta nota periodística quiero centrar la atención en
una obra de Ingenieros que ha concitado la atención de no pocas mentes
inquietas. Se trata de El hombre mediocre que fueron originalmente sus
clases en la antes mencionada cátedra en la Facultad de Filosofía y
Letras durante el ciclo lectivo de 1910, luego publicadas en forma de
libro.
Cabe destacar la notable maestría con que el autor administra su
prosa imbuida no solo de una muy pulida gramática sino de un formidable
ingenio y capacidad descriptiva.
Comienzo por algo que Ingenieros toca al pasar pero que constituye un
hallazgo de grandes proporciones del que derivan consecuencias de
importancia para la comprensión del individualismo metodológico. Hay
veces que uno da por sentado como verdad un error manifiesto y recién
uno se percata de la equivocación cuando se desnuda el tema.
Bien, el asunto estriba en que José Ingenieros sostiene que es un
error garrafal aludir al “sentido común” ya que se trata en verdad del
“buen sentido” siempre personalísimo ya que no es comunitario el tan
cacareado sentido común puesto que se trata de un antropomorfismo, es
decir, se trata de un colectivo como si fuera una persona, lo cual
conduce a confusiones varias. Es de la misma estirpe que cuando se
parlotea que “el pueblo demanda”, “la nación piensa” o “las
instituciones dicen” y yerros equivalentes. No hay tal cosa, son
metáforas peligrosas porque conducen a la liquidación de la persona en
aras del grupo. Es en rigor la expropiación del hombre que es engullido
por lo colectivo. En el mejor de los casos pueden ser abreviaciones que
de tanto repetirlas se toman literalmente. Es cierto que puede haber una
acepción más benévola del sentido común en cuanto a que apunta a lo que
es común a muchas individualidades, pero de todos modos vale la
advertencia para no caer en zonceras antropomórficas tipo “Estados
Unidos reprobó la conducta de África” y tropelías similares.
Ingenieros define la mediocridad en varios pasajes de su obra como
“el hábito de renunciar a pensar”, “llaman hereje a quienes buscan una
verdad” (sin comprender que como señaló Shakespeare “El hereje no es el
que arde en la hoguera, sino el que la enciende”), “sus ojos no saben
distinguir la luz de la sombra”, “la originalidad les produce
escalofríos”, “pronuncia palabras insubsanciales”, “el esclavo o el
siervo siguen existiendo por temperamento o por falta de carácter. No
son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela ajena”, “incapaces de
elevarse de la condición de animales de rebaño”, “rechazan la
aristocracia del mérito”, “creen que el buen humor compromete la
respetuosidad” y “su pasión es la envidia”
A título personal, analizaremos brevemente las dos últimas
referencias en sendas por la que ya hemos transitado con anterioridad
pero que se hace necesario reiterar en vista de lo apuntado por
Ingenieros. En primer lugar, la importancia del humor. Debemos tener muy
presente que nos encontramos ubicados en un universo en el que existen
millones de galaxias con altísimas probabilidades de vida inteligente en
otros mundos y concientes de nuestra inmensa ignorancia de casi todo.
Estas son poderosas razones para no tomarnos demasiado en serio.
El sentido del humor no significa para nada frivolidad, es decir
aquel que se toma todo con superficialidad y descarta y desestima los
temas graves. Tampoco el sentido del humor alude a lo hiriente y
agresivo, ni las referencias a temas que no son susceptibles de risa.
Platón sostenía en La República que “los guardianes del Estado”
debían controlar que la gente no se ría puesto que eso derivaría en
desorden (lo mismo sostuvo Calvino). De esta tradición proceden las
prohibiciones de mofas a los gobernantes autoritarios en funciones. Nada
más contundente para gobernantes que se burlen de ellos.
La seriedad cuando se está frente a temas serios es una cosa y la
solemnidad pomposa es otra. Es curiosa la psicología junto a la
fisiología: nadie explicó la razón de llorar cuando nos duele el alma y
reír cuando estamos alegres ¿por qué no al revés? Del mismo modo
Aristóteles se pregunta por qué no nos reímos cuando nos hacemos
cosquillas a nosotros mismos. En realidad la risa es propiamente humana,
lo de la hiena es un simulacro, igual que el amor (por eso aquello de
“hacer el amor” para asimilarlo a las relaciones sexuales es limitar lo
sublime del amor que va más allá de lo puramente físico y es
característico de lo humano).
Debido a que nos equivocamos con frecuencia, es sano reírse de uno
mismo. En reuniones sociales es de interés probar el sentido del humor
contando errores garrafales que uno comete y se observará dos tipos de
personas: los que siguen la gracia y agregan casos propios y los que les
parece un desatino la patinada que uno cuenta. Hay que estar prevenido y
alerta respecto a este último grupo de supuestos infalibles, un signo
de mediocridad.
En segundo lugar, la envidia. La manía de la guillotina horizontal
básicamente procede de la envidia además de conceptos errados. De allí
surge el inaudito dicho por el que “nadie tiene derecho a lo superfluo
mientras alguien carezca de lo necesario”, como si nadie pudiera comer
langosta antes que todo el planeta tuviera pan sin comprender que el
lujo es el estímulo para que los eficientes expandan su producción
haciendo que lo superfluo hoy resulte en un bien de consumo masivo
mañana. Las tasas de capitalización que resultan de ganancias
incrementadas es lo que hace posible salarios e ingresos mayores en
términos reales. Que nadie pueda contar con una computadora antes que
todos dispongan de papel y lápiz es tan descabellado como suponer que
nadie pueda tocar la guitarra antes que todos tengan zapatos.
La envidia es en realidad un complejo de inferioridad y de gran
inseguridad. La persona envidiosa sabe que carece de las cualidades que
posee el envidiado y cuando más cerca se encuentra mayor es la dosis de
envidia. No es frecuente que en nuestros días se envidie la capacidad
oratoria de Cicerón, sin embargo es un lugar común que se envidie al
vecino o al pariente.
Como bien ha consignado el célebre H. L. Menken en el contexto de los
envidiosos: “la injusticia es relativamente más aceptada, lo difícil de
absorber es la justicia”, es decir los talentos y dones del envidiado.
Por supuesto que debe distinguirse el espíritu de emulación a lo
bueno y noble de lo que es la envidia. Aristóteles hacía esta importante
distinción. Lo primero empuja la vara y apunta a la excelencia,
mientras que lo segundo hunde en el pantano.
He contado antes la historia pero es pertinente reiterarla. Cuando el
destacado empresario Goar Mestre se exilió de Cuba luego que todos sus
bienes fueron confiscados por la tiranía castrista, en casa de mi padre
una vez nos mostró un diario editado en Miami por cubanos en el exilio.
En ese periódico se leía que un fulano declaraba que “la revolución
arruinó mi vida y la de mi familia, pero por lo menos le sacaron todo al
millonario Mestre”. Este es el espíritu maligno de la envidia, aunque
el titular la pase mal se satisface con la destrucción de personas
exitosas.
En lo que posiblemente sea el tratado sobre la envidia más suculento
escrito por Helmult Shoeck, este autor concluye sobre lo que es en
verdad un espíritu de demolición: “La mayoría de las conquistas
científicas por la cuales el hombre de hoy se distingue de los
primitivos por su desarrollo cultural y por sus sociedades
diferenciadas, en una palabra, la historia de la civilización, es el
resultado de innumerables derrotas de la envidia, es decir, de los
envidiosos”.
Aparecen muchas formas de disfrazar la envidia. Tal vez la más común
sea la necesidad de liberarse de responsabilidad y endosar la culpa de
la situación desfavorable del envidioso sobre las espaldas del
envidiado, sugiriendo aquí y allá que lo desventajoso del envidioso se
debe a un mal comportamiento del envidiado o de circunstancias que lo
colocan en ventaja de modo inaceptable al sentido de ecuanimidad. Sin
duda que en este mismo contexto una errada aplicación de lo que en la
teoría de los juegos se denomina la suma cero juega un rol
importantísimo en la psicología de la envidia.
Así se sostiene en el terreno crematístico que lo que uno no posee es
porque el otro lo tiene, como si la riqueza fuera una torta que hay que
repartir sin percatarse que en procesos abiertos de lo que se trata es
de multiplicar las tortas. Y en el campo de los talentos y las
apariencias físicas siempre el envidioso encuentra excusas y
subterfugios para victimizarse porque no puede competir con éxito. La
competencia lo inhibe, se oculta en diversos disfraces para eludirla y
pretende actuar en base a privilegios alegando “competencia limpia”.
Por último y volviendo directamente a Ingenieros, contrasta con
énfasis el mediocre con el idealista el cual considera que muestra “un
gesto del espíritu hacia alguna perfección” y en línea con la manía de
emprenderla contra la teoría, afirma que “los ideales, por ser visiones
anticipadas de lo venidero, influyen sobre la conducta y son el
instrumento natural de todo progreso humano”, es “la anticipación de la
imaginación a la experiencia”, es “el contraste entre el servilismo y la
dignidad”, son los que “clavan las pupilas en las constelaciones
lejanas y de apariencia inaccesible”, son “los que no se dejan
domesticar” y hablan claro y fuerte sin rebusques y poses alambicadas.
En resumen, nos dice el autor aludiendo a la mediocridad de quienes
profesan especial fobia por el trabajo teórico de lo cual depende toda
práctica que no proceda a los tumbos: “Sin ideales sería inconcebible el
progreso. El culto del hombre práctico está limitado a las
contingencias del presente”. (Instituto Independiente).
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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