Da guerra à negritude, Mailer escreveu sobre todos os temas relevanes da segunda metade do século XX norte-americano. Há cem anos de seu nascimento, este perfil resgata sua peronalidade contraidtória, sem deixar de lado as virtudes literárias que o converteram em um dos mais penetrantes cronistas da sociedade norte-americana. Christopher Domíngez Michael para Letras Libres:
Es más meritorio descubrir
el misterio en la luz que en la sombra.
Arthur Cravan, “¡Zas!”
Entre
los grandes asuntos de la segunda mitad del llamado “siglo americano”
no hubo prácticamente ninguno que no fuese “invención” de Norman Mailer
en el sentido dado por la academia al acto, al parecer obra de la
voluntad, de fabricar un hecho histórico o social. No creo que los
escritores (o hasta los profesores) inventen la realidad. Pero es cierto
que sin la compulsiva mitificación de Mailer (1923-2007) casi ninguna
de las obsesiones de su tiempo, los años sesenta, sería leída,
recordada, festejada o lamentada, sin haber pasado por la fuerza de su
prosa, por su inteligencia de narrador y por su oficio de demiurgo.
Mailer,
desde luego, venía de antes. Los desnudos y los muertos (1948), su gran
novela sobre la Guerra del Pacífico, lo colocó por encima de todos los
narradores norteamericanos. A diferencia de Ernest Hemingway, su “Papá”
según él mismo y a quien nominó para presidente de Estados Unidos en una
aparente broma a mediados de 1956, Mailer no provenía de los cenáculos
de la vanguardia ni había sido ordenado caballero por Gertrude Stein,
según puntualiza su tocayo Norman Podhoretz, amigo de los “malos
tiempos”.
Tampoco
se hizo a sí mismo, en el sentido callejero que tanto prestigio acarrea
en Estados Unidos, ejerciendo todos los oficios –aunque ya famoso tuvo
como excitantes hobbies el box, la dirección cinematográfica o la
pretensión de ser alcalde de Nueva York–, sino, muchacho judío de
Brooklyn muy apegado a su madre, fue a la Universidad de Harvard y, al
mismo tiempo que debutó como novelista, lo hizo como agitador político
al servicio de la candidatura presidencial de Henry A. Wallace,
personaje tenido por una marioneta al servicio de los soviéticos en
plena Guerra Fría.
Para
fortuna de Mailer, el traductor de Los desnudos y los muertos resultó
ser Jean Malaquais (1908-1998), escritor francés de origen judeo-polaco
que escapó tanto de la Wehrmacht como del trotskismo para exiliarse en
Venezuela, México (donde Octavio Paz lo trató) y Estados Unidos.
Malaquais,
secretario (y mala conciencia proletaria) de André Gide, limó en Mailer
la rusticidad de su estalinismo, le enseñó a descifrar ciertos arcanos
ideológicos que con frecuencia son incomprensibles para los gringos (y
en Los ejércitos de la noche se nota que Mailer aprendió la lección) y
lo colocó en el campo literario (dirían el profesor Pierre Bourdieu y su
gente) de la Nueva Izquierda, de la cual fue ícono hasta que se topó
con las feministas, como queda testimonio en El prisionero del sexo
(1971).
Asunto
por asunto, insisto, Mailer es crucial, desde el impacto de la negritud
en la intelectualidad radical (“El negro blanco”, 1957) a la saga de
los Kennedy como escoliasta del presidente y su hermano Robert,
asesinados, hasta como denostador de Jackie. Los ejércitos de la noche.
La historia como una novela. La novela como historia (1968) es la
canción de gesta del movimiento contra la guerra de Vietnam y, releído
en este primer centenario del nacimiento del autor, queda como una de
las grandes crónicas del siglo XX gracias, sobre todo, a la elocuente
creación de un personaje insólito, el propio Norman Mailer, quien es
presentado, famosamente, en tercera persona.
Con
mayor o menor tino hizo suyas las vidas de su admirado Mohamed Alí (El
combate, 1975), de Marilyn Monroe (Marilyn. A biography, 1973), de Pablo
Picasso (Portrait of Picasso as a young man. An interpretive biography,
1995), del victimario de JFK (Oswald. Un misterio americano, 1995), de
los asesinos seriales y la pena de muerte (La canción del verdugo,
1979), de los astronautas del Apolo XI (Un fuego en la luna, 1971) o de
la cia (El fantasma de Harlot, 1991). Ni Jesucristo (El Evangelio según
el hijo, 1997) ni Hitler (El castillo en el bosque, 2007) escaparon a su
megalomanía: le dedicó una novela a cada uno. También escribió sobre el
grafiti, sobre los antiguos egipcios y dejó una antología comentada de
su adorado Henry Miller: Genio y lujuria (1976). Vitalista e intelectual
al mismo tiempo, fue lúcido y alcohólico, desencantado y frívolo,
inventivo y valiente, desvergonzado y, a veces, en medio de seis
matrimonios y nueve hijos, más un número considerable de aventuras
sentimentales, hasta se permitió la humildad. El tópico de que su gran
creación fue él mismo es, desde luego, correcto. Su “autobombo”, como lo
llamó su archirrival Gore Vidal, fue una marca patentada por la época.
Mailer
nunca fue comunista (su necia admiración por Fidel Castro se debía al
machismo) y desde la Nueva Izquierda, en cuyas filas presumía su
peculiar conservadurismo, se hizo amigo –más por bonhomía que por
arrojo– de su némesis, William F. Buckley Jr. (1925-2008), quien
ocupaba, en la derecha, un sitio similar al de Mailer en el radicalismo.
Se olisquearon y se cayeron muy bien. Sabían que en sus vidas paralelas
cabía “América” casi entera y ello los llenaba de orgullo;
protagonizaron debates televisivos que hicieron historia, a menudo
peleas arregladas, y los Buckley recibían a Mailer y a su esposa en
turno (no les era fácil estar al día). Cariñosamente y en honor al
narcisismo de su amigo, Buckley –periodista fundador de National Review,
padrino de Joan Didion e imitador fracasado de John le Carré al final
de sus días– no le autografiaba sus libros sino le ponía “Hi” a Mailer
en el índice onomástico. Sabía que el autor de ¿Por qué estamos en
Vietnam? (1967) –novela sobre una cacería en Alaska donde la guerra solo
aparece como metáfora– lo primero que hacía al recibir una novedad era
buscarse allí.
Con
Buckley and Mailer, Kevin M. Schultz escribió unas vidas paralelas muy
dignas, divertidas e instructivas, tomando distancia de los remotos años
sesenta y resaltando que ambos íconos estaban muy estrechamente
ligados, por el plasma generacional, desde luego, y por una idea común
de la grandeza de Estados Unidos. Murieron viejos y enfermos pero, sobre
todo, pasados de moda, como era de temerse. Ambos, cuando debatieron
por primera vez en septiembre de 1962 en el Medinah Temple de Chicago,
atacaban desde la derecha y desde la izquierda lo que llamaban “el
establecimiento liberal”, un arreglo basado en las reglas y no en los
derechos, según uno y otro.
Sus
diferencias, naturalmente, fueron de calado. Buckley, partidario de la
segregación racial, trató sin éxito de desmarcarse del racismo biológico
para argüir que la falta de madurez cívica de los después llamados
afroamericanos les impedía compartir –al menos durante un período de
“reeducación”– derechos con los blancos. Como es natural, Buckley fue
rebatido con la aplastante obviedad de que la causante de esa supuesta
inmadurez era la discriminación. Curiosamente, con mayor empaque, Hannah
Arendt, en sus “Reflexiones sobre Little Rock” (1959), había alertado
sobre los riesgos de exponer a los niños negros a las batallas de la
segregación racial. Y a sus temores de judía sobreviviente se sumaba su
polémica duda de si el gobierno podía interferir en las decisiones
educativas de los padres.
Ese lado conservador de Arendt agradó a Buckley y disgustó a Mailer.
Mailer,
en 1957 y en Dissent, con “El negro blanco” tampoco obtuvo el respaldo
unánime de los negros. Su amigo el novelista James Baldwin lo acusó de
hacer una lectura fantástica, hipererotizada y romanticoide de lo que
era ser negro y habiendo leído, estos días, el famoso ensayo de Mailer,
yo no puedo sino confirmar que se trata –como el propio autor acabó por
admitirlo– de una más de las figuras que los “existencialismos” van
oponiendo, desde Dostoievski (más que Hemingway, el verdadero inspirador
de Mailer y de otros miles de escritores de aquella centuria), a la
buena conciencia de la sociedad burguesa. Del “hombre del subsuelo” al
hípster de Mailer, cuando hasta JFK podía pasar por un hip en la Casa
Blanca, se trata de un mito de rebeldía cíclicamente asimilable al mundo
que rechaza, sean sus autores Charles Baudelaire o Ernst Jünger. “El
negro blanco”, en todo caso, prueba que Mailer, como lo dicen sus buenos
lectores, fue un cazador de mitos trascendentales a través del
erotismo. Su obsesión, más que la libertad política o la crítica social,
fue la energía sexual, el escritor a la Walt Whitman que el historiador
Arthur M. Schlesinger Jr. retrató: Mailer, la profecía cumplida,
también, del vizconde de Tocqueville.
Solo
la guerra de Vietnam, convertida en 1967 en un grave asunto interno de
Estados Unidos, enemistó del todo y, por un rato, al par de
hermanos-enemigos. Para Buckley, la guerra era un combate entre el Bien y
el Mal donde la república imperial ponía la cara y los héroes por
salvar al mundo libre del comunismo, soviético o chino. A Mailer, aunque
maldecía el napalm y oraba con el Jesús en la boca (fue, en un cierto
sentido, el más cristiano de los escritores judíos de su generación) por
las mujeres y los niños inocentes masacrados por el ejército
norteamericano, en el fondo los vietnamitas le importaban poco. Como a
los maoístas franceses fanatizados por una Revolución Cultural china de
la que sabían poca cosa, para Mailer la guerra de Vietnam era un ajuste
de cuentas moral entre Estados Unidos y su destino manifiesto, una
segunda guerra de Secesión y Los ejércitos de la noche –libro que
Buckley también aplaudió– parte de la base de que el comunismo se
autodestruirá. Incluso, cuando el 21 de octubre de 1967 algunas banderas
del Vietcong salen a relucir, Mailer, el poeta Robert Lowell y el
crítico Dwight Macdonald, quienes marchan a la cabeza, retroceden
compungidos.
Contra
aquella guerra –Mailer era lo suficientemente iconoclasta como para
decirlo tras un arresto de veinticuatro horas por cruzar unos metros de
más en dirección del Pentágono y donde la mayor incomodidad sufrida fue
la cruda que se traía el cronista– se probaba la calidad de la
democracia norteamericana. El escritor la veía en peligro gracias a la
idea –en él más propia de La decadencia de Occidente, de Oswald
Spengler, que de la Teoría Crítica– de que el empoderamiento del
totalitarismo era un fenómeno global probablemente inevitable. A
diferencia de otros intelectuales de la Nueva Izquierda, en Mailer no es
tan ostensible esa deslealtad, tan propia de los años sesenta, frente a
las instituciones democráticas que hace pensar que, entre él y Buckley,
el menos equivocado acaso era el presidente Lyndon B. Johnson. En uno
de sus últimos libros (¿Por qué estamos en guerra?, 2003), el viejo
Mailer vuelve a la carretera y lo hace con casi los mismos argumentos de
1967, ahora repetidos contra George W. Bush y la segunda guerra de
Irak. El pacifismo en Mailer, un veterano que había combatido bajo las
órdenes del general MacArthur en Luzón, era más un esteticismo que un
humanismo.
¿Por
qué sigue importando tanto Los ejércitos de la noche? Políticamente, es
de aquellos libros que se alejan de la parroquia pues la minucia con
que Mailer describe las contradicciones en el interior de los pacifistas
(la vieja y Nueva Izquierda, los hippies y los radicales, las
confesiones religiosas comprometidas, el Black Power) es conocimiento
histórico perdurable y panorámico, escrito por un novelista que traía a
la política en el bolsillo y se concebía a sí mismo, a la vez, como una
nueva estrella de cine, aunque eso solo duró lo que Mailer duró.
La
prosa es hipnótica gracias a la preclara división de Los ejércitos de
la noche en dos puntos de vista, jamesianos en su totalidad: “la
historia como una novela” es un autorretrato del hombre representativo a
través de la psique bajo la introspección, mientras que “la novela como
historia” es algo más que novela contemporánea. Es una reflexión sobre
la crisis de una nación que habría complacido lo mismo a Ralph Waldo
Emerson que a Henry Adams.
A
Mailer le daba celos A sangre fría (1966), de Truman Capote. En el
glamuroso baile de máscaras organizado por Capote en el Hotel Plaza en
noviembre de ese año, Mailer dio la nota al retar a golpes a McGeorge
Bundy, consejero de seguridad nacional del presidente Johnson, pero de
aquella velada acabó por sacar el premio al señor peor trajeado, según
la prensa especializada. Tras Los ejércitos de la noche,en fin, quedó
claro que tanto la novela sin ficción como el nuevo periodismo le
quedaban chicos para vestirlo.
Como
le había ocurrido a H. L. Mencken contra F. D. Roosevelt treinta años
atrás, el impulso político de Mailer venía de la crítica literaria y
pasaba del mundo de los lectores al de los votantes y los militantes,
ubicuo y omnipresente en las convenciones de 1964 y de 1968 de los
partidos Republicano y Demócrata (Miami y el sitio de Chicago, 1968),
pasando de Partisan Review, Dissent y The Village Voice a Esquire,
Harper’s y Playboy, de los intelectuales de Nueva York al gran público.
Había encarado a los escritores de su generación sin miedo y con una
rudeza que terminaba por ser la del camarada. Si era capaz de compartir
barbacoas con Buckley, con amigos de la izquierda, como Mary McCarthy,
era a la vez virulento y franco, preocupado por qué clase de realismo
debían ejercer los novelistas de Estados Unidos, todos ellos herederos
del Kurtz conradiano gritando “¡El horror, el horror!”.
La
consigna valía también para los dramaturgos –cuando en el teatro aún
dominaba el texto dramático–, para los cuentistas –despreciaba el género
por facilón y se atrevía a decirlo– y para los críticos como Podhoretz,
Irving Howe, Alfred Kazin o su admirado Macdonald, en ensayos como “Up
the family tree” o “The playwright as critic”. En
“Some children of the goddess” se compara –como descendiente de
Dostoievski– con sus colegas más próximos: William Styron (un clásico
revivido, seguidor de Nathaniel Hawthorne, quien “cuando no es peligroso
es patético”), James Jones (su favorito), William Burroughs (“Debe ser
el más grande escritor de grafitis que jamás ha existido”), Baldwin
(“Comete todas las pifias de las que es capaz un novelista y aún así es
grande”) y Joseph Heller (soporta mal la comparación entre Catch-22 y
Los desnudos y los muertos); de John Updike aborrece su estilo pietista,
característico, dice, de los que después serían llamados talleres de
escritura creativa, y usa al joven Philip Roth en su contra. Mailer
practica una suerte de close reading virtuosa y comprometida como cuando
le reprocha, frase por frase, a J. D. Salinger que hibernase como un
oso. Lo invita a abandonar los dormitorios colegiales donde solo se
habla de su Guardián entre el centeno y lo reta a regresar a la ciudad,
donde el juego es rudo. Salinger, afirma, se mantiene en un silencio
propio del performance para no perder su dominio sobre el Joven, como lo
llamaría Witold Gombrowicz, otro clásico de aquella década. Así como
Bob Kennedy, según Mailer, es un papa de Avignon que mira vacante la
sede en Washington, Salinger resulta ser un “líder en el exilio”
angustiado al saber que, cuando su público madure, lo dejarán solo.
Tan
pronto como en 1960, Vidal afirmó que el sexo, para Mailer, era un
verdadero callejón sin salida. Es “el único acto verdaderamente
existencial para él” y aunque “el sexo es y no hay nada que hacer al
respecto, el sexo no construye carreteras, no escribe novelas y, desde
luego, no otorga significado a nada que no sea él mismo”. Como el propio
Mailer lo repitió una y otra vez, él, sobre todo, era un discípulo de
D. H. Lawrence (y de Miller, en varios sentidos de la palabra, su
vulgarizador). Habitante orgulloso de una “erotósfera”, Mailer
escasamente fue más allá del Sigmund Freud radicalizado por Norman O.
Brown y, si puede ser leído en clave trascendentalista (cierta flojera
mental hace que todo escritor norteamericano sea sujeto de serlo), el
autor de Un sueño americano (1965), novela que aspiraba a ser juzgada
por obscenidad como las de su admirado Burroughs, padecía de horror por
Tánatos. Quien había tenido el desparpajo de hacer pública su reticencia
ante la homosexualidad en los años cincuenta y de cuestionarse los
prejuicios que maltrataban a sus personajes homosexuales, fue perdiendo
fuelle en la medida en que la revolución sexual se imponía.
Además,
la famosa gresca del 20 de noviembre de 1960 lo baldó para siempre como
un agresor de mujeres. Esa madrugada, tras una borrachera de órdago,
Mailer apuñaló a su segunda esposa –Adele Morales– con una navaja de
bolsillo y estuvo a punto de matarla. Sesenta años después, resulta poco
comprensible que ella, hospitalizada, se haya negado a presentar cargos
y que su familia, junto a casi todos sus amigos, haya cerrado filas en
torno a Mailer, quien le rogó a Podhoretz que, entre el manicomio y la
cárcel, se evitase para él el reblandecimiento mental propio de las
instituciones psiquiátricas, que resultaría muy nocivo para su
creatividad literaria. Prefería la cárcel y a sus canallas, dijo, donde
se encontraría muy a gusto, vivaqueando como en la Segunda Guerra
Mundial. Eso fue a contarle a Ezra Pound en Rapallo en 1969 so pretexto
de entregarle su libro de poemas (Deaths for the ladies and other
disasters). Si hemos de creerle a Olga Rudge, el tío Ez sonrió con
simpatía.
Mailer
solo fue recluido unas semanas en el hospital Bellevue, donde hizo
amistades de toda la vida entre los pacientes con antecedentes penales. A
alguno de ellos lo contrató más tarde como guardaespaldas para su
corte, que llegó a incluir boxeadores y toreros. Podhoretz, en
Ex-friends, argumenta, como conclusión del episodio, que su amigo nunca
fue un enfermo mental, si acaso un bebedor excesivo, y Mailer, asegura,
jamás se arrepintió verdaderamente de la agresión, quizá vista por
Mailer mismo como propia de su forcejeo dostoievskiano con el Mal.
Siempre confundió, agrega Podhoretz, la criminalidad con la creatividad.
Sí, digo yo, eso es frecuente entre los endemoniados. En 1960,
finalmente, se consideraba inverosímil que un “intelectual judío” fuera
capaz de cometer un “crimen pasional”, según confesó el propio Mailer al
hablar de sus entrevistas de aquellos días aciagos con médicos y
abogados.
Y
cuando el feminismo, las Kate Millett y las Germaine Greer (al parecer
su amante en alguna desvelada) lo desplazaron de la portada de la Time,
ellas mismas encontraron intragable la misoginia romántica de Mailer
quien, con su doble culto a la mujer como puta y como diosa, no podía
creer que sus chistes y bravuconadas (hoy impensables) lo convirtieran
en un enemigo de la liberación femenina. Desde su confeso
“victorianismo” y su doble moral, consideraba al feminismo una
tecnocracia que amenazaba la esencia biológica de la especie.
Su
debate con Greer, su amiga Diana Trilling, Jacqueline Ceballos, Jill
Johnston y Millett (quien siendo su principal adversaria prefirió
ausentarse), el 30 de abril de 1971, es otra de las fechas útiles para
afirmar que, al menos para Mailer, los años sesenta habían terminado.
“La liberación de la mujer”, concluyó resignada Greer, “había sido para
Mailer simplemente otra batalla de los libros” estimulante para su falo,
su egolatría y, hélas!, su talento.
Los
últimos años de Mailer, convertido en un patriarca bíblico y en un
hombre del “establecimiento liberal”, como se lo recordó Buckley sin
menoscabo de una amistad que duró lo que sus vidas, no fueron nada
malos. Rodeado de una legión familiar de niños y adolescentes, Mailer
fue un superabuelo preocupado de que sus nietos, en general gentiles
pues solo su primera esposa fue judía, pudiesen convertirse, si lo
deseaban, merced a rabinos amistosos. Finalmente, escribió Podhoretz
tras su última conversación telefónica, Norman había vuelto a ser un
buen muchacho judío de Brooklyn, quien se hizo boxeador aficionado a
fuerza de temer las golpizas callejeras. La cultura radical que tanto
contribuyó a crear, leemos en Ex-friends, acabó por secuestrarlo y
someterlo a chantaje, temeroso de ser acusado ante un eterno proceso de
Moscú.
Eso dijo Podhoretz, no sin cierta alharaca neoconservadora.
También,
tras almacenar Pulitzers y Book Awards, tuvo un formidable “estilo
tardío” y para algunos lectores El Evangelio según el hijo y El castillo
en el bosque están entre sus mejores novelas, aunque las setecientas
páginas de su novela egipcia (Noches de la antigüedad, 1983) fueron
vistas como un lamentable intento de emular a Thomas Mann, una obra del
tamaño de su ego, que para Mailer era un músculo. Elizabeth Hardwick, a
su vez, lamentó que la grabadora, utilizada a pasto en La canción del
verdugo y en Oswald. Un misterio americano, fuese la tumba del ya viejo
“nuevo periodismo”.
El
católico Buckley se sintió particularmente infeliz en los años de
Ronald Reagan, un antiguo suscriptor de National Review, porque es
notorio que ciertas victorias llegan cuando ya ni los más ardientes las
desean. Aunque fue condecorado por Bush I con la Medalla Presidencial de
la Libertad en 1991, Buckley se opuso a la guerra de Irak desencadenada
por su hijo y, como Mailer en la izquierda, se dedicó a sorprender con
caprichos y herejías a quienes lo veían como el gran conservador de la
segunda mitad del “siglo americano”: cuando no era común hacerlo en el
Partido Republicano (con el cual Buckley nunca se sintió a gusto), apoyó
la legalización de la mariguana y el matrimonio gay, como antes había
molestado al Vaticano opinando a favor de suprimir el celibato
sacerdotal.
Tan
parecidos eran Buckley y Mailer que los dos se postularon como alcaldes
de Nueva York, uno en 1965 y el otro en 1969 (el novelista soñaba con
el puesto desde una década atrás), y ambos solo lograron dividir el voto
en sus respectivos campos, quedando mal a diestra y a siniestra. Según
Schultz, ni uno ni otro, al final de sus días, se habrían atrevido a
hablar en público de algo similar al ecuménico y vaporoso “espíritu de
América”, condenados a una sociedad multicultural donde los derechos
identitarios estaban muy por encima de las reglas democráticas a las que
un Buckley o un Mailer acabaron por apelar, contradiciéndose y llevando
cada cual agua a su molino, en los años sesenta.
El
verdadero final ocurrió mucho antes de sus muertes. En 1976, nada menos
que Good Morning America convocó a los viejos polemistas, quienes desde
1962 consumían horas al aire en sus debates por tv, a hablar de la no
muy apasionante –hay que decirlo– elección presidencial entre Gerald
Ford y Jimmy Carter. Cuando Buckley le preguntó al productor de cuánto
tiempo disponían, la respuesta fue “seis minutos”. Temiendo una rabieta
de Norman Mailer, accedieron a concederles nueve.
Christopher Domínguez Michael es
editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus
Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego
Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile
Postado há 3 days ago por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário