Em artigo reproduzido pelo Instituto Independiente, Miguel Anxo Boubeta observa que as análises das ciências humanas e sociais contemplam mais o Estado que a sociedade:
Uno
de los triunfos del moderno Estado-nación es el de haber conseguido una
identificación casi total con la sociedad. Buena prueba de ello es el
uso que se hace en las ciencias sociales del Estado como elemento
equiparable al conjunto de personas que domina. Tanto a nivel geográfico
como social, los modernos Estados han conseguido suplantar a cualquier
otra una unidad de medida, y en el caso de que se use, siempre está
referenciada a alguna unidad estatal o subsestatal. Pensemos, por
ejemplo, en la ciencia económica. Frases como “España creció o decreció
en el último trimestre” o “la competitividad de España se incrementó dos
puntos en el último barómetro” son buen reflejo de lo dicho, pues
atribuye características orgánicas a una suerte de ente abstracto. Habrá
españoles, es cierto, que sean más ricos y otros menos en el último
año, y la suma ponderada de unos sobre otros puede ser positiva o
negativa, pero nada autoriza a hablar de que España, Francia o Alemania
lo sean. En el caso de la competitividad, lo que crecerá será una mayor
capacidad de penetrar en los mercados de algunas empresas registradas en
el territorio de un Estado que, aun restada la menor capacidad de otras
en el mismo territorio, ofrezca un cálculo positivo a aquellas. En el
ámbito de la sociología nos encontramos con un fenómeno semejante. De
hecho, buena parte de este fenómeno se origina en lo clásicos de la
sociología, en especial Durkheim, con su visión orgánica del Estado, y
continúa a día de hoy. Pero también fue un cultivador de esta
disciplina, el sociólogo portugués Herminio Martins, el primero en
describir el fenómeno. Es hasta cierto punto lógico, pues el propio
objeto de estudio, la sociedad, requiere de algún marco de actuación, y
el Estado es el ente más a mano para esta función. Frases de uso
habitual en la disciplina, como “España es más desigual que hace cinco
años” o “se incrementa la brecha salarial de las mujeres” son típicas en
el discurso académico y mediático pero siempre referidas a un marco
estatal concreto, en el primer caso explícitamente y en el segundo de
forma implícita. Podría decirse también perfectamente que los obreros
van perdiendo porcentualmente su lucha con el capital o bien que las
mujeres empleadas en la industria del calzado han conseguido mejorar su
retribución en relación a las maestras, pero referidas ambas a un
espacio mundial que cuente a todos los obreros y capitalistas del mundo o
a todas las obreras del calzado y las maestras en el mismo espacio.
Estos últimos casos son, si nos fijamos, mucho menos frecuentes, por no
decir inexistentes en relación a los primeros.
Observemos
también la teoría económica que se enseña habitualmente en las
facultades. Normalmente, cuando hablan de economía política se están
refiriendo a las teorías que explican cómo debe ser gestionado un
Estado, siempre desde el punto del vista de sus gobernantes, nunca de
sus ciudadanos y sus técnicas son las adecuadas a la consecución de los
fines de aquellos. El nombre de economía política hace justicia a su
contenido, pues no se enseña verdadera economí, sino la adecuación de
los principios económicos dentro y para un Estado. Observamos curvas que
se cortan y miden agregados de renta, producción, desempleo, etc., y
las manipulamos para hacer ajustes finos con ellas. Pero la unidad de
medida es invariante, sólo se computan los datos relativos a los Estados
y se elude cualquier otra unidad posible de mensuración. La medición de
precios e, incluso, la fijación de los mismos sigue siempre una escala
estatal, desde el salario mínimo al precio del butano, sin tener en
cuenta la inmensa cantidad de variaciones que estos pueden adoptar. De
hecho, este es uno de los principales problemas que tienen las
estimaciones económicas, como bien apuntaba Oskar Morgernsten hace ya
años en su genial libro sobre las mediciones en el ámbito de las
ciencias económicas, el de que entre los numerosos precios que puede
adoptar un determinado bien se escoge uno, pero sin prueba alguna de que
sea el que mejor refleje la realidad. Pero sea cual sea la variable
analizada la referencia será un agregado estatal. Esto es especialmente
evidente cuando pasamos a utilizar estadísticas o números índice.
Pensemos, por ejemplo, en la tasa de inflación que mensual o anualmente
nos presenta el Instituto Nacional de Estadística. Esta reduce los
movimientos relativos de precios a un número aplicable a todo el Estado o
a alguna de sus divisiones administrativas, pero sin relación alguna
con la economía real de sus ciudadanos o empresas. A casi nadie le
subieron o bajaron los precios de sus suministros de acuerdo con la
cifra exacta ofrecida por el INE. Cada persona en concreto tiene sus
propios precios y estos subirán o bajarán de acuerdo con sus propias
circunstancias, pero sin relación con el IPC estatal, y no son de casi
ninguna utilidad para el particular que quiera decidir una inversión o
una compra. A las empresas que operan con petróleo, por ejemplo, ¿de qué
les vale saber que el IPC es 1 o 2 % si los precios de esta materia
prima se han derrumbado en tasas de dos dígitos en los últimos meses? A
quien sí le es útil es al gobernante, bien para ajustar sus salarios y
pensiones al indicador, bien para determinar cuál debe ser su política
monetaria en general y, por tanto, pretender controlar o gestionar la
“economía” del país en cuestión. Más bien el nacionalismo metodológico
se configura en una eficaz arma de control, con utilidad para el
Gobierno, pero no para la inmensa mayoría de sus ciudadanos. No digamos
cuando la estadística aplicada a nivel nacional pretende determinar
diferencias entre colectivos definidos previamente por el Gobierno. Así
mide estadísticamente diferencias entre territorios o entre colectivos
humanos estableciendo una supuesta media nacional que pueda servir de
contraste y justificación para la intervención. El establecer este marco
es, en efecto, una excelente excusa para la intervención. Supuestamente
hay que redistribuir renta y recursos hacia los territorios o
colectivos que se encuentren por debajo de la media en cualquier
variable y darle más a aquellos que puntúan menos en la misma, pues al
resultar en datos dispares se supone que existe algún tipo de
“injusticia” o agravio histórico que la explique. Por supuesto, el marco
de referencia es el Estado-nación y da igual que nuestro colectivo o
territorio “injustamente” tratado tenga mejores indicadores que el mismo
colectivo situado en otros Estados, incluso que funcione mucho mejor
que en otros Estados. Si hay una desigualdad en el marco de nuestro
Estado es que hay algún tipo de fallo, que por supuesto debe ser
corregido mediante políticas, regulaciones o intervenciones estatales.
La estadística nacional es pues una poderosa herramienta para
incrementar el poder estatal y, por supuesto, justificar su existencia.
Rothbard afirmó en alguna ocasión que la estadística es el talón de
Aquiles del Gobierno, pues sin ella a duras penas puede funcionar o
justificar su actuación. En una ocasión me contaron (no lo pude
contrastar y no sé si es un apócrifo) que un gobernador de Hong Kong
decidió prohibir las estadísticas en su territorio, básicamente para
evitar conflictos, pues son una perenne fuente de agravios entre grupos
de todo tipo y, por consiguiente, de un intervencionismo sin fin. Cada
zona de Hong Kong crecía a su ritmo o cada grupo era remunerado según
las leyes del mercado y su Gobierno no intervenía para nada al carecer
de datos. No sé si los resultados de su mandato se deben a este factor
pero en cualquier caso fueron muy buenos durante esos años, por lo menos
en el ámbito económico, y la confrontación social muy reducida.
Este
nacionalismo metodológico afecta de una forma u otra a y en mayor o
menor grado a casi todas las ciencias sociales y humanísticas. Las
ciencias físicas y naturales no se ven afectadas por el fenómeno, aunque
algún intento hubo en otros tiempos de crear disciplinas científicas
“nacionales”. Los estudios de literatura por ejemplo acostumbran a ser
estatales, con independencia de que varios Estados compartan una misma
lengua. Priman los escritos de autores pertenecientes al Estado en
cuestión y a poder ser en la lengua o lenguas oficiales del mismo, en el
caso de que existan varias. La lógica es subordinar la literatura a la
estatalidad y no al revés. Pueden en algunos casos ofertarse cursos de
literatura universal, como sería lo lógico si se quiere despertar
vocación por la lectura, pero acostumbran a ser optativos. Recordemos
que la lengua, al igual que la moneda, son elementos simbólicos de
primer orden y han jugado un papel fundamental en la construcción de los
Estados modernos, de ahí que interese la construcción de espacios
estatales en ambos casos, fragmentando los ámbitos universales en los
que deberían ambos estar enmarcados.
Pero
donde se ve más claramente este fenómeno es en el ámbito de las
ciencias históricas, que curiosamente ha seguido un camino inverso a la
mayoría de las disciplinas sociales y ha pasado de ser un ámbito
dominado por el estatocentrismo a una mayor pluralidad de enfoques y
temáticas no tan vinculadas al ámbito estatal. Cuando me refiero a la
historia, me refiero a la enseñada de forma oficial en los centros
académicos reglados y no a la fértil producción historiográfica que se
desarrolla en la actualidad en los más diversos ámbitos. Me refiero a
que buena parte de la ciencia histórica convencional relata el pasado de
los Estados o de las ideas o mentalidades usando como referencia el
ámbito de un Estado actual. Es más, partiendo de este marco hace
historia hacia atrás, esto es, desde el actual territorio del Estado
español se historia todo lo que en el pasado estaba englobado en el
actual marco territorial, aun perteneciendo entonces a otras realidades
políticas o a otros marcos de referencia, como es el caso de la España
islámica, que probablemente estuviese en un marco cultural y político
distinto al de hoy. El hecho es que la unidad de análisis sigue siendo
metodológicamente nacionalista, pues hablamos de historia política o
económica de España o de la sociedad de la España medieval. Se trata de
dar un marco unitario de integración para que el Estado actual pueda
reclamar como propios eventos políticos, económicos del pasado y
elaborar, por tanto, un discurso legitimador. Esto, como es lógico, es
una práctica habitual en todos los Estados de nuestro entorno cultural y
es una parte fundamental del proceso de construcción de Estados. Por
supuesto, el relato histórico estatal cambia de acuerdo con las
necesidades del gobernante de turno y en cada momento se primarán unos
hechos sobre otros, como bien muestra la profesora Carolyn Boyd en su
excelente libro Historia Patria. Pero en honor a la ciencia histórica es
justo reseñar que cada vez se abre más a nuevas interpretaciones (eso
sí, con ciertas reticencias) y desde hace tiempo se usan marcos no
estatales para historiar, por ejemplo, la vida cotidiana, la historia de
la alimentación o la de las ideas o fenómenos religiosos.
Quedaría,
por supuesto, analizar la que probablemente es la más estatista de las
disciplinas, la geografía, o mejor dicho la forma en que esta se enseña
en los curricula oficiales, pero creo que esto merecería un análisis más
detallado en otro artículo.
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