BLOG ORLANDO TAMBOSI
Entre 1840 e o estouro da I Guerra Mundial foram encontradas descobertas experiências científicas e sanitárias que transformaram o mundo. O historiador Ronald D. Gerste recupera, em livro, essa "idade dourada". David Barreira para El Cultural:
Todos los experimentos habían sido en vano: resultaba imposible aplacar los dolores que una operación provocaba
en el cuerpo humano. Desde la Antigüedad, los médicos llevaban buscando
remedios para rebajar esa tortura, a la que se recurría en
circunstancias extremas. Habían probado con extractos de plantas y
esponjas empapadas de alcohol, con opio y el método de la
"magnetización", creado por el médico alemán Franz Anton Mesmer y que
generaba un estado similar al de la hipnosis. La única vía de escape al
suplicio era la rapidez, y por eso los mejores cirujanos eran los
pistoleros del bisturí, como el de Napoleón, de nombre Jean-Dominique Larrey, que era capaz de amputar un brazo por la articulación del húmero en dos minutos.
Pero
el viernes 16 de octubre de 1846 estalló un terremoto médico: la
relación de las personas con el sufrimiento físico iba a cambiar para
siempre. En la sala de operaciones del Hospital General de
Massachusetts, en Boston, no cabía un hombre más —la medicina, entonces,
era un terreno vetado para las mujeres—. Doctores y estudiantes se
habían reunido para observar al gran exponente de la cirugía
estadounidense, John Collins Warren, de 68 años, en una de sus
operaciones públicas para expertos con fines didácticos. Se rumoreaba
que en la intervención que iba a practicar el paciente no iba a sentir
ningún dolor.
Cuando
pasaba más de un cuarto de hora de las diez de la mañana, el dentista
William Thomas Green Morton abrió la puerta y entró casi sin aliento.
Llevaba un recipiente de cristal, y explicó al paciente, un joven
llamado Gilbert Abbott con un tumor benigno de la mandíbula, que debía
inspirar un líquido indefinido —vapor de éter mezclado con aceites
aromáticos extraídos de naranjas— que iba en el interior. Al hacerlo,
sus ojos se quedaron en blanco. Warren agarró entonces una cuchilla e
hizo una incisión cutánea. El silencio fue atronador, ni una sola queja,
ni mucho menos un berrido. El bulto fue extraído en apenas cinco
minutos ante el pasmo del público. Se acababa de descubrir la anestesia.
Recreación de la primera eterización de la historia.
Este revolucionario descubrimiento
es uno de los que abren Sanar el mundo (Taurus), un libro firmado por
el historiador, periodista y oftalmólogo Ronald D. Gerste en el que
reconstruye con emoción, asombro y de forma muy vívida lo que define
como una "edad dorada de la medicina". Fueron casi ocho décadas, desde
1840 hasta 1914, cuando el estallido de la Primera Guerra Mundial
cercenó una época de avances sorprendentes y optimismo desenfrenado, en
la que coincidieron, destacaron y rivalizaron médicos y científicos
guiados por una fe inquebrantable en el futuro.
Despertar de un sueño
De sobra conocidas la mayoría de microhistorias que integran el relato —desde Charles Darwin
y El origen de las especies hasta Louis Pasteur y su vacuna contra la
rabia, pasando por el empeño del futuro Nobel de la Paz y filántropo
suizo Henry Dunant por impulsar el movimiento humanitario que
desembocaría en la Cruz Roja Internacional—, este viaje por los años en
los que la ciencia médica transformó el mundo y mejoró la esperanza de
vida les brinda un nuevo marco de conjunto en el que emerge la
infatigable lucha del ser humano, de un puñado de pioneros, por doblegar
los límites de la naturaleza y de su cuerpo.
James
Young Simpson fue el descubridor de las propiedades anestésicas del
cloroformo, técnica que pondría en práctica incluso durante uno de los
partos de la reina Victoria; a Ignaz Philipp Semmelweis, un médico de
origen húngaro, se le atribuye el origen del lavado de manos por motivos
médicos, por prevención, en su caso como herramienta para combatir en
1847 y en el Hospital General de Viena una mortalidad de las madres que
no paraba de aumentar; el popular anestesista John Snow tiene el mérito
de ser el fundador de la epidemiología moderna tras averiguar cómo se
propagaba el cólera durante un devastador brote que golpeó Londres en 1854.
En
una veintena de capítulos breves, Gerste va encadenando la narración de
todos estos hallazgos científicos que se expandieron gracias al
desarrollo del ferrocarril y el barco de vapor. Aparecen también Joseph
Lister, el pionero de la antisepsia y cuyo primer logro con su espray de
fenol evitó que un niño pequeño viviera como un "lisiado" en 1865 en
Glasgow; Robert Koch, un médico rural convertido en estrella científica
gracias a que su demostración de la existencia del germen patógeno de la
tuberculosis abrió el camino para combatir las epidemias; o Wilhelm
Conrad Röntgen, profesor de física de la Universidad de Wurzburgo, quien
en 1895 hizo realidad el antiguo sueño de todo sanador: ver el
organismo del paciente a través de una radiografía.
En la lista, aunque pocas, también aparecen mujeres pioneras. Destaca la conocida Florence Nightingale,
la revalorizadora durante la guerra de Crimea de la figura de las
enfermeras y los cuidadores competentes y con una buena formación que
ofrecieran unos cuidados oportunos a los pacientes. Esta burguesa
británica sacudió los preceptos de atención sanitaria aplicando algunos
remedios tan simples y aparentemente lógicos como ventilar las salas y
cambiar con frecuencia la ropa de cama.
Pero
como escribe el autor, "1914 significa el fracaso de muchas esperanzas,
el cruel despertar de un sueño que no dejaba de ir a peor". Los nuevos
avances fueron incapaces de frenar el baño de sangre en las trincheras
de la Gran Guerra, y luego los efectos de la pandemia de la llamada
gripe española. "No fueron médicos los que provocaron la catástrofe. Sin
embargo, el epílogo es el símbolo de que ellos también deberían contar
siempre con el fracaso de sus esfuerzos".
Postado há 4 days ago por Orlando Tambosi
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