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A democracia é um ringue que oferece muitas lutas simultâneas. Quanto à polarização, se bem que tenha causas estruturais, o principal instigador é sempre aquele que tem o poder e não quer entregá-lo. Ivabelle Arroyo para Letras Libres:
El
presidente mexicano le sopla al fuego con mucha frecuencia y su actitud
ante periodistas, opositores y críticos (no son lo mismo) alimenta la
exasperación en la calle, la polarización en los bares y el rompimiento
de la colaboración social. Eso le sirve. Es una buena estrategia para
mantener el poder con todos esos mexicanos (seis de cada diez) que están
de acuerdo con él y con su visión.
El
problema es que aplasta a los demás, a los que piensan diferente. Y si
aplasta a unos, rompe la convivencia y pone en peligro la paz y la
colaboración que se necesita para construir prosperidad. En el largo
plazo, generar división es mal negocio.
Eso
se sabe desde hace tiempo y en muchos otros lugares. Aquí cerca, hace
dos siglos, lo vio James Madison, ese genio que no necesitaba de mucha
altura para ver de lejos. Madison entendió que la polarización era uno
de los mayores riesgos de la nación que construían.
No
le llamaba así. Él hablaba en el siglo XIX de facciones, y
faccionalización es un término que desde mi perspectiva funciona mejor
que el de polarización. El primero remite a la idea de separación, de
rompimiento. El segundo
hace pensar en radicalización de ideas. Y el peligro no es la
radicalización de las ideas. El enorme monstruo es el rompimiento de la
colaboración social. Esa que nos permite a todos subirnos al metro,
comprar leche, dar una propina, recibir un pago, entrar a una taquería,
ofrecer un servicio, jugar futbol.
Romper
la colaboración social por considerar que el otro no es digno de
participar del grupo es el peor riesgo nacional. No las ideas distintas,
por favor. Desde que andamos por aquí erguidos, algunos piensan que el
mal es rojo y otros que es gay. El problema no es ese. El problema es
que los que ven el infierno gay creen que quienes lo ven rojo son una
amenaza para su vida y deben ser excluidos.
James
Madison le pensó mucho y le pensó bien para combatir ese riesgo social.
Me interesa, más que su solución específica para Estados Unidos, su
proceso intelectual. Madison decía: o combatimos las causas o
controlamos los efectos. ¿Cómo hacemos lo primero? Eliminando las
diferencias. Logrando que todos piensen igual, opinen lo mismo y
sanseacabó la rabia.
No
es que la humanidad no lo haya intentado. Los fascismos y los
genocidios son los resultados de esos experimentos. Matanzas inútiles
porque las diferencias no se terminan nunca.
Otra
forma de combatir las causas es eliminando la pasión. Que nadie alce
mucho la voz cuando se hable de Dios o de la pobreza, de la desigualdad o
el machismo, de las virtudes del veganismo o los impactos negativos de
la militarización. Que nadie se acalore si le quitan su propiedad
privada o le impiden usar pantalón. Todo en zen. Con ello se evitaría el
rompimiento de la colaboración humana. Si todos los comunistas pidieran
por favor la propiedad privada y los liberales lo aceptaran con
cortesía, estaríamos tranquilos.
Pero
quién puede lograr eso. No sé ni siquiera si hay ejemplos históricos.
Siempre hay alguien que se molesta, se incomoda, se defiende.
Como
Madison era realista, no vio camino por ahí. Pasó a analizar las
posibilidades de controlar los efectos de la diferencia de opiniones y
de la pasión que con esta llega. Se le ocurrió que lo único posible era
meter diversidad de intereses y acotar la pelea a un tablero con reglas.
La pasión, las diferencias y el alejamiento del otro se contienen si se
cambia constantemente de lucha (a veces por un impuesto, a veces por un
deporte, a veces por un amor), si hay rotación de actores y si se
acepta que todos, rojos, blancos y violetas, tengan ciertas reglas para
pelear. Eso conduce a la posibilidad de convivir.
Ahí
se inventaron las instituciones democráticas norteamericanas. Los pesos
y contrapesos. Las reglas para cambiar de canallas gobernantes cada
tanto y la posibilidad de que las ideas de las minorías sigan respirando
y soñando con ser mayorías en la siguiente confrontación. Cuando pienso
en esas reglas, me gusta pensar en un ring. Las instituciones
democráticas son un ring.
¿Qué
tienen que ver una jornada electoral, una competencia entre partidos,
el voto de las mujeres o el INE con el control de la polarización?
Mucho, muchísimo. Las campañas exacerban los ánimos. Pero trataré de
explicar cómo funciona esto.
La
democracia es un ring que ofrece muchas peleas simultáneas. Sobre el
aborto. Sobre la mujer. Sobre las motos y su velocidad. Sobre la
educación. Sobre la energía. Sobre el deporte. Sobre los recursos para
las vacunas. Sobre los aeropuertos. Sobre los impuestos. Sobre la
solidaridad social. Sobre el ingreso digno. Sobre los castigos a los
homicidas. Sobre el papel del ejército. Sobre las placas de los autos.
Sobre el agua. Sobre los gringos. Sobre los inmigrantes. Sobre las
etiquetas de la comida. Sobre la edad para beber tequila.
La
democracia es la rotación de canallas, pero es mucho más que eso: es la
certeza de que las ideas volverán a pelear en un ring y, mientras eso
sucede, se puede comprar leche en la esquina a un diferente, comprar
ropa en la tienda de un distinto, ir a una escuela y jugar con los que
no son nosotros en el terreno ideológico.
Sí,
la polarización tiene causas estructurales. Sí, la exacerban la
desigualdad y las injusticias, pero el principal instigador es siempre
el que tiene poder y no quiere rotarlo.
No
vamos a acabar con las diferencias, pero es posible cuidar el ring en
el que estas se enfrentan. El ring son las instituciones democráticas.
Ivabelle Arroyo es politóloga y analista.
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