Pérez-Reverte, um dos ídolos dos nostálgicos intelectuais. |
Anseiam
por uma época que nunca existiu, a época em que todo mundo era culto e
sábio. Na verdade, trata-se de uma geração que não entendeu a mudança
social. Héctor García Barnés para El Confidencial:
Llevamos
tanto siglo XXI que nos ha dado tiempo a sentir nostalgia por todo,
hasta por la propia nostalgia. Por los sándwiches de Nocilla, por la EGB,
por las películas ochenteras, por la cancioncilla de Campeones, incluso
por los Hombres G. En los últimos tiempos está surgiendo un nuevo tipo
de nostalgia que podríamos llamar "nostalgia intelectual" y que es el
equivalente para la generación de la Transición de la nostalgia por la cultura de masas de los años ochenta de los millennials.
La
nostalgia intelectual podría resumirse en echar de menos una época en
la que todo el mundo era más culto, más inteligente, leía más, estaba
más preparado y sabía muchas más cosas que los jóvenes de hoy. Ese hondo
conocimiento del que disponíamos y que se ha perdido varía
significativamente, pero a menudo engloba todo ese conocimiento inútil
pero añorado como la lista de los reyes Godos, que nadie echa realmente
de menos pero se convierte en metáfora de un sacrificio redentor por el
que los jóvenes no han tenido que pasar (y así han salido). Como la
mili, algo que hacía hombres. La lógica de que lo importante no es vivir
bien, sino que alguien viva peor que tú.
La
nostalgia intelectual, como todas las nostalgias, echa de menos una
arcadia perdida en la que se debatía de filosofía en el prime time
televisivo, en la que tomábamos nuestras decisiones de manera racional,
en la que dedicábamos varias horas diarias a la lectura y en la que
todos estábamos debidamente informados de lo que ocurría a nuestro
alrededor, de la actualidad política y las tendencias culturales. España
parecía la escuela de Atenas. La nostalgia intelectual considera
también que todo el mundo es un poco tonto, menos el que lo dice.
Estadísticamente es fascinante que estando el mundo lleno de idiotas,
uno nunca lo sea.
La
nostalgia intelectual ha generado una pequeña industria de libros,
columnas, podcasts e hilos de Twitter que abarcan desde ensayos de
reconocidos filósofos como El gran apagón de Manuel Cruz hasta exabruptos virales
en redes sociales que explotan el enfado de una generación hacia sus
descendientes susurrándoles al oído que ellos sí que eran buenos y
listos, no como los chavales de ahora. Esta industria (que lo es en la
medida en que ofrece dinero y prestigio) ofrece al lector la posibilidad
de formar parte de un exclusivo club privado formado por personas
cultas, ilustradas y racionales, con la ventaja de que no hace falta
demostrar que lo son. Basta simplemente con compartir la tesis de que
somos cada vez más estúpidos, aunque uno no sea un lumbrera, para pasar a
formar parte del club.
Haga la prueba. En la próxima cena familiar, usted, que tal vez no coge un libro desde las primeras semanas de la pandemia,
lamente en voz alta lo mal preparados que vienen los chicos de hoy en
día. Rápidamente, recibirá la aprobación y los asentimientos del resto
de comensales, que tal vez no pisen una exposición desde aquel viaje al
museo de Ciencias Naturales en el instituto. He visto esta escena
repetirse una y otra vez, una y otra vez, la de una repugnante
condescendencia por parte de personas incapaces de ver la viga en su
ojo. La nostalgia intelectual es un falso símbolo de prestigio, como
pedirse el plato más caro de la carta en la comida familiar del domingo.
La
nostalgia intelectual tiene claros sus enemigos: suenan la tecnología,
el populismo, la desaparición de la cultura del esfuerzo, pero es, sobre
todo, el sistema educativo. Todas las críticas apuntan a la devaluación
educativa que se ha producido a lo largo de las décadas; concretamente,
desde la LOGSE hasta esos aprobados supuestamente regalados de la
LOMLOE (ya contamos
en un artículo que eso no es exactamente así), lo que provoca que
indefectiblemente los chavales salgan peor que nunca. La nostalgia
intelectual es partidista, un arma arrojadiza contra el partido que
perpetró dichas leyes.
La nostalgia intelectual parte de axiomas discutibles y utiliza metáforas inverosímiles. En El Hormiguero, Arturo Pérez-Reverte,
ídolo por excelencia de los nostálgicos intelectuales, lamentaba que
las nuevas generaciones no están lo suficientemente preparadas. Para
ello utilizaba un extraño razonamiento, uno de esos laberintos en los
que uno se adentra sin saber salir. El problema era que los chavales
están acostumbrados a solucionar todos los problemas "enchufando un
teléfono" a la corriente eléctrica, pero no se dan cuenta de que si
sobreviene un apagón, van a tener que recurrir a las pilas. La metáfora
solo es convincente gracias al aplomo de Pérez Reverte, porque no tiene
ni pies ni cabeza. No deja de ser otra manifestación del "antes bien,
ahora mal" que es la esencia de la nostalgia intelectual.
En la misma entrevista de El Hormiguero, Pérez-Reverte utilizaba un ejemplo contradictorio
para defender la necesidad de hacer repetir a los malos estudiantes:
que él mismo había repetido Bachillerato en tres ocasiones y le echaron
de un colegio sin que ello fuese ninguna tragedia. "No puedes tratar
igual al niño brillante que al que se niega a estudiar", cuando
precisamente, él mismo podría ser la muestra de que hacer repetir en
tres ocasiones a uno de los escritores de éxito más famosos de las
últimas tres décadas tal vez no tenga mucho sentido.
La
nostalgia intelectual echa de menos el aprendizaje memorístico, pero
tiene muy mala memoria. Nos podemos remontar hasta la Grecia clásica
para volver a esos momentos en los que nació la nostalgia intelectual,
en la que Aristóteles
escribía que los jóvenes han "perdido toda educación". La historia
humana es una sucesión de lamentos de padres hacia lo malcriados que
están esos hijos que ellos mismos han parido, de reproches
intergeneracionales que no son más que estrategias de autoprotección
ante el miedo a haber perdido pie en la corriente, el grito desesperado
de unas generaciones a las que el cambio social les ha pasado por
encima.
La
nostalgia intelectual es, por eso mismo, otra forma de denominar a una
guerra cultural que enfrenta a los padres con sus hijos (aunque, tal
vez, los enfrente con su propia decepción, con su fracaso a la hora de
crear a sus descendientes a su imagen y semejanza). Al haber perdido la
guerra con el tiempo, se impugna su paso, en lugar de aceptar una
tregua. Podemos convenir en que en cualquier momento de la historia ha
habido personas cultas e iletradas, interesadas por el conocimiento o
desinteresadas (y probablemente el porcentaje de estas últimas en el
pasado era mayor que hoy), pero todos estos reproches se plantean en
clave generacional. La estrategia es plantear un ellos y un nosotros:
nosotros éramos de una manera, ellos son de otra.
La
nostalgia intelectual lamenta que no exista el pensamiento crítico,
siempre y cuando no se la critique a ella. En realidad, lo que esta
clase de melancólicos echa de menos no es que se pongan en duda los
axiomas de nuestra sociedad, sino un cambio hacia nuevos valores (desde la conciencia climática
hasta la fluidez sexual pasando por la desestigmatización de cuestiones
como la salud mental) que no entienden. La nostalgia crítica sabe que
hay determinadas figuras culturales, consensos sociales y principios
políticos de los que no se puede dudar, que han sido la base de nuestra
sociedad y que si se derrumban solo darán paso al caos.
La
nostalgia intelectual es muy poco autocrítica. Considera que hemos
perdido la capacidad de pensar, pero con mucha frecuencia es incapaz de
darse cuenta de sus propias falacias y de las trampas de razonamiento en
las que cae. A menudo, su argumento último es la tradición. Esto se
hizo así siempre, así hay que seguir haciéndolo así.
La
nostalgia intelectual lamenta nuestra falta de racionalidad con
argumentos emocionales. Una de las ideas más repetidas es que hemos
sustituido la razón por la emoción, como si en algún momento el ser
humano hubiese tomado sus decisiones de manera totalmente lógica (que se
lo digan a Daniel Kahneman).
Es posible que cada vez nos veamos obligados a tomar decisiones de
manera más rápida, como Napoleón en el campo de batalla, pero nuestro
cerebro sigue siendo el mismo, más azuzado por aquellos a los que les
interesa que corramos. En una reciente columna,
Daniel Innerarity lamentaba que "la confrontación política juega hoy
básicamente en el terreno de los afectos", pero soy incapaz de recordar
en qué momento no fue así.
La
nostalgia intelectual suspira por el pasado perdido, pero ha renunciado
a buscar alternativas que no sean volver a ese punto en el que todo se
torció. Gran parte de los filósofos y pensadores que han atiborrado las
estanterías con tratados sobre la decadencia de Occidente se contentan,
en el mejor de los casos, con pedir la recuperación de los valores
ilustrados. En los peores, se quedan en un fatalismo que puede leerse
como su incapacidad para entender la realidad que les rodea, sin darse
cuenta de que las aguas a su alrededor han crecido.
La
nostalgia intelectual crea hombres de paja. Adolescentes que ni
estudian ni trabajan que pasan el día mirando el móvil, escuchando
reguetón y viendo vídeos de TikTok.
Categorías esencialistas que no se corresponden con una realidad mucho
más compleja y multiforme. Así que quizá haga falta contraatacar
inventando otro hombre de paja: los nostálgicos intelectuales.
La
nostalgia intelectual se lava las manos ante sus propias creaciones. Si
los jóvenes están malcriados, es porque los malcrió alguien. La
denuncia del sistema educativo siempre es vaga, por un lado si tenemos
en cuenta que la mayoría de sus críticos se criaron en un modelo
franquista que no es que fuese precisamente para echar cohetes y que,
por otro, los sistemas educativos los inventa alguien y ese alguien fue
la generación que ahora mismo se lamenta de que sus descendientes no
están preparados. El ser humano no cambia, lo que cambia es la sociedad
que lo cría.
La
nostalgia intelectual critica lo que no puede entender como una forma
de autoprotección. Ante un cambio de valores sin parangón desde los años
sesenta, la reacción de gran parte de las viejas generaciones ha sido
la misma que tuvieron sus padres, aferrarse a lo conocido. Pero, como me
explicaba recientemente una profesora con más de 20 años de
experiencia, su generación carece de las herramientas para entender las
vidas emocionales de sus hijos, que paradójicamente son mucho más
sofisticados que ellos, ya que sus propios padres no les educaron para
serlo.
La
nostalgia intelectual puede tener razón, pero la deforma torticeramente
en su propio beneficio. Sí, es posible que ahora leamos menos, que nos
interese menos la filosofía, que hayamos perdido capacidad de atención,
que la cultura juegue un papel secundario en nuestra sociedad y que
seamos unos jugadores terribles de Trivial, pero la sensación que tengo
es que detrás de esta nostalgia no hay ninguna intención de cambiar las
cosas, sino más bien de perpetuarlas como una forma de diferenciación
social entre ellos y nosotros.
La
nostalgia intelectual idealiza un pasado que no existió para inventar
un presente que seguramente no exista. Su terreno es el del trazo grueso
y la confrontación generacional que cae en todo aquello que critica.
Es, a menudo, una guerra de emociones (incomprensión, indignación,
decepción, venganza) disfrazadas de una supuesta racionalidad que apela
al viejo orden conocido de las cosas como el único posible. Pero el
presente pronto será pasado, el orden se desmorona y pronto, los
primeros serán los últimos.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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