Com muita frequência, o pós-colonialismo só serviu para substituir uma caricatura por outra. Ensaio do escritor Carlos Granés, autor de "Delírio Americano", recém-lançado na Espanha, para Letras Libres:
Cuando
el poscolonialismo tocó suelo latinoamericano y en las universidades se
empezó a discutir la relación del continente con Europa, no pude más
que alegrarme. Imaginé que esta nueva rama de estudios por fin
combatiría todos los estereotipos que suelen caricaturizar a América
Latina como la tierra prometida de la revolución, la resistencia, la
autenticidad o la utopía, y que, por fin, gracias a los decolonialistas,
dejaríamos de ser esa pantalla oportuna donde el primer mundo
proyectaba sus fantasías más descabelladas o violentas.
El
trabajo que tenían por delante, me dije, es enorme y apasionante,
porque la mistificación del continente empezó con el mismísimo Colón. El
testarudo navegante, como lo llamó Edmundo O’Gorman, tergiversó los
datos de los sentidos para ver las quimeras que anidaban en su
imaginación. Cuando no vio emerger Asia allí donde nacía América, estuvo
seguro de haber deambulado por el paraíso terrenal. De ahí en adelante,
todo fue alucinación y fantasía. América pareció ser el lugar donde
algún mago caprichoso había escondido esos prodigios que asaltaban la
mente europea: El Dorado, California, la Fuente de la Juventud, las
siete ciudades de Cíbola, la Atlántida; y más adelante el cristianismo
primitivo, la utopía comunista, la autenticidad premoderna o las
revoluciones populares. Sobre este tema Mario Vargas Llosa escribió un
ensayo, Sueño y realidad de América Latina, que por sí solo vale un
Nobel. En sus páginas muestra esa paradoja: nadie ha querido ver la
realidad americana, mucho menos analizar su complejidad, sus
particularidades y sus contradicciones, porque prefieren proyectar en
ella sus propios deseos de perfección humana, cuando no de desfogue
violento y de aventura.
Ante
esa sintomática pérdida de racionalidad que aqueja a los europeos y a
los estadounidenses al acercarse a América Latina, qué mejor que un
pensamiento decolonial que rasgara ese engañoso espejismo y echara por
tierra tanto estereotipo nocivo. Ingenuamente pensé que de eso se
trataba el asunto, de recoger esa petición de Martí, quitarnos los
anteojos franceses y yanquis, dejar las odas y enfocarnos en el estudio
de la realidad. Pero no, qué va. Basta con acercarse a cualquier paper
decolonial o a cualquier indexed journal sobre el tema para llevarse el
mayor de los chascos. Si José Vasconcelos reprendió a Diego Rivera por
llegar de París con la cabeza llena de Picassos dizque a pintar murales
mexicanos, lo mismo se podría decir de los decolonialistas. Tienen la
cabeza llena de Foucaults, Derridas y teóricos yanquis. Lejos de sumarse
a la respetabilísima tradición ensayística latinoamericana, maltratan
el idioma con una jerga abominable y el abuso del neologismo inane. Y
eso cuando escriben en español, porque el decolonialismo es un campo de
estudio anglosajón en el que algunos latinoamericanos han sido
bienvenidos, a condición de que cambien de idioma y participen en los
debates gringos, con las normas de publicación gringas y las referencias
bibliográficas gringas. Todo ello, claro, para descolonizar las mentes y
redimir a América Latina de la pecaminosa modernidad capitalista
occidental –o sistema-mundo, como les gusta decir– que padecen ellos
viviendo en Carolina del Norte, California o Nueva York.
No
digo que sea imposible o que no se deba pensar a Latinoamérica desde
Foucault, Derrida o cualquier otro teórico extranjero. Claro que se
puede, ni más faltaba, lo que señalo es que hay cierta contradicción en
querer purgar las mentes latinoamericanas de prejuicios modernos y
coloniales con un laxante foucaultiano. El resultado no son mentes
auténticas y liberadas, sino una verborrea que desagua en los pozos del
posestructuralismo francés y de los cultural studies gringos. Y es
justamente esto lo que decepciona tanto del decolonialismo, que no
combate los prejuicios y estereotipos primermundistas sobre América
Latina, sino que los compra todos, absolutamente todos, en algunos casos
por ingenuidad y en otros por simple oportunismo.
Esto
no pretende negar un hecho evidente y vergonzoso. América Latina es un
continente lleno de desigualdades, en donde el color de piel, el género y
la orientación sexual juegan en contra de los indígenas, los negros,
los cholos, las mujeres y la población LGBTIQ+. El racismo y el machismo
han sido constantes nocivas a lo largo de los siglos, como ha
denunciado su literatura, y también es cierto que la colonia le otorgó a
la población blanca el poder económico e intelectual de las naciones.
Todo esto es bastante obvio y por eso mismo ha recibido amplia atención
de los intelectuales latinoamericanos. La diferencia entre los enfoques
previos y los del decolonialismo radica en las premisas que orientan sus
indagaciones y también, como es lógico, en las conclusiones a las que
llegan. Basta como ejemplo el caso de Sebastián Salazar Bondy y de la
implacable crítica al legado colonial que dejó en Lima la horrible, un
ensayo de 1964. Él, como toda la generación del cincuenta, detestó los
vicios heredados de la colonia, pero a diferencia de los decolonialistas
no sintió ninguna nostalgia por el pasado incaico. Al contrario. La
solución a los prejuicios no era el indigenismo sino la razón, más
universalidad, más modernidad; lo que en ese entonces se entendía por
progresismo, y fue tal su empeño que acabó fundando una plataforma
política, el Movimiento Social Progresista, cuyo propósito fue combatir
el vicio colonial y premoderno con estudios detallados y conocimientos
técnicos.
Esto
es justamente lo que diferencia a los progresistas del pasado de la
camada posmoderna y decolonialista de hoy en día. Para ellos –Walter
Mignolo, por ejemplo–, la modernidad no puede resolver los problemas
legados por la colonia porque la modernidad es el problema. Si Salazar
Bondy veía en la razón y en la técnica el camino para modernizar a Perú y
vencer el subdesarrollo moral, Mignolo niega esa posibilidad. Según él,
la modernidad está umbilicalmente ligada a la colonialidad, y por eso
el entusiasmo con respecto a las pretensiones racionales, universales y
emancipadoras del proyecto moderno debe moderarse. Los decolonialistas
están convencidos –es su credo– de que la modernidad tiene un pecado de
origen. Ubicó al hombre blanco occidental a la cabeza de una pirámide
racial, y desde ahí, escudado en la superioridad epistémica de la
ciencia y la razón, se dedicó a marginar otras epistemologías y otros
saberes. Su crítica, como la de todos los posmodernos, dirá que bajo la
pretensión universalista no hay más que el eurocentrismo y el pretexto
para civilizar-colonizar los pueblos de la periferia; que la ciencia
occidental y su tabla de valores no son más que herramientas de
conquista que doblegan cuerpos y contaminan almas; y que el modernizado
latinoamericano no es un hombre o una mujer universal, con conocimientos
o valores válidos más allá de su contexto cultural, sino un aculturado o
un colonizado o un oprimido o un mentecato con el alma podrida de
ideales importados.
La
vía de acción parecería entonces clara. Aquel diagnóstico –o “ejercicio
crítico”– que desvela la raíz torcida de la ciencia, del universalismo
de los derechos humanos o de los ideales ilustrados recomienda
despojarse de todo aquello. Habría que renunciar al pensamiento moderno y
a la racionalidad moderna y buscar refugio en sistemas simbólicos
ajenos a Occidente; habría que hacer lo opuesto que pretendía Salazar
Bondy, en lugar de ir hacia el futuro, desandar los pasos y mirar a los
pueblos ancestrales que permanecieron al margen del proceso moderno. En
América Latina habría “epistemologías otras”, saberes ancestrales y
sentipensamientos telúricos que ofrecen cosmovisiones distintas a las
occidentales y con las cuales, por fin, podríamos liberarnos del
colonialismo europeo. El contacto con estas poblaciones no modernas, los
indios y los negros, haría las veces de exorcismo. Limpiaría el pecado
colonial, sacaría al demonio europeo y purgaría el racismo, la vocación
destructora, capitalista e individualista del alma latinoamericana. Como
si fuera poco, haría estallar el proyecto moderno universalista
demostrando el provincialismo de la ciencia, de la razón, de los
derechos humanos, de la democracia, pues se haría patente la
superioridad del saber pachamámico o del “buen vivir” indígena. Pureza y
autenticidad: eso es lo que prometen los decolonialistas, al menos los
más radicales, sin advertir en ningún momento que no hay fantasía más
occidental, más moderna y más europea –también yanqui– que hallar un
paraíso no contaminado por Occidente.
Tanto
la utopía de la pureza y de la autenticidad como el relativismo que
cuestiona la universalidad de la razón y el desencanto con la
artificialidad y decadencia del capitalismo, de la industrialización,
del anonimato e individualismo de la vida moderna están lejos de ser
“epistemologías otras”. Todo esto nació en el corazón de Europa. Si el
pensamiento ilustrado privilegió la razón y su poder para establecer
ecuaciones, imperativos y teorías de alcance universal, su reacción, el
pensamiento romántico, privilegió desde el siglo XVIII lo contrario: la
rareza, la desviación, la irracionalidad, el caso etnográfico. Hasta
Montesquieu sembró la duda relativista cuando reconoció que, si bien la
religión cristiana era buena para Europa, la azteca era mejor para los
súbditos de Moctezuma.
Y,
por el contrario, la detestada universalidad tiene raíces robustísimas
en América Latina. No hubo culturas más conscientes de la forma
abstracta y universal que las prehispánicas. Se dio cuenta de ello
Joaquín Torres García, un artista uruguayo que desde muy joven estuvo
obsesionado con la forma ideal y con las ideas platónicas, y que después
de deambular por los museos etnológicos de Nueva York y París tuvo una
revelación: la verdadera universalidad no estaba en la Grecia clásica
sino en América; estaba encarnada en las formas geométricas que habían
usado los artistas prehispánicos para decorar sus tejidos y moldear sus
cerámicas y sus obras de orfebrería. Ahí, en esa habilidad para
representar la realidad con sus elementos fundamentales, el cubo, el
triángulo, la esfera, sí que había universalidad. Torres García lo dijo:
el hombre americano es un hombre universal; tiene una mente abstracta
capaz de inferir principios eternos.
Torres
García no fue el único creador que defendió el pensamiento abstracto y
universal como un patrimonio americano. En los años cuarenta, el poeta
Aimé Césaire criticó a los europeos no por sus pretensiones universales,
sino por lo contrario, por su relativismo. Decían aborrecer lo que
estaba haciendo Hitler en Francia, pero les parecía normal lo que había
hecho Francia en el Caribe. Aceptar para los otros lo que no se quería
para uno era relativismo, les aclaró Césaire, y les correspondía a los
negros del Caribe, que padecían un sistema colonial, darles esa lección
de pensamiento racional y de moral universal a los europeos.
Lo
anterior no significa que en América Latina no existieran enemigos
radicales de la universalidad y del influjo europeo. Claro que los hubo,
y a manos llenas. Los decolonialistas contemporáneos no son los
primeros que reivindican al indio o al negro como talismanes
purificadores. Antes que ellos surgieron poetas, como el brasileño
Plínio Salgado, que quisieron purgar del alma nativa las ideas y los
valores europeos. En los años veinte Salgado pedía que se nacionalizaran
la vida mental y las costumbres de los brasileños e inventaba
vanguardias artísticas destinadas a restablecer la comunión con el tupí
originario que deambuló por las riberas del Amazonas. Pero con el cambio
de década Salgado dejó la poesía por la política y fundó la Acción
Integralista Brasileña, un partido que buscaba lo mismo, purgar todo
elemento luso o colonial y reivindicar al habitante de la provincia que
no tenía el diablo urbano y cosmopolita dentro. Todos estos anhelos de
pureza y limpieza, sin embargo, no condujeron al “buen vivir” sino al
fascismo. Y no debe extrañar. Ese deseo de rescatar al personaje
originario, el mito ancestral, la pureza que brota de las grietas
telúricas ha sido siempre el adn del pensamiento reaccionario y
fascista. En Italia se mitificó al gladiador romano; en Argentina, al
gaucho y su tacuara que repelieron al español; en Brasil, al tupí que
tuvo un contacto prístino con el suelo ancestral de la patria; en Perú,
al incario que inculcó en la vida nacional el legado de un gobierno
autocrático. El decolonialismo ha rescatado las añejas categorías
raciales que la izquierda latinoamericana de los años veinte desterró
del debate público, por absurdas y peligrosas, y ha vuelto a sembrar
nostalgias por pasados remotos y mitificados. También ha vuelto a
rechazar el cosmopolitismo y el mestizaje, los antídotos al
nacionalismo, y ha vuelto a usar metáforas sangrantes como “herida
colonial”, que recuerdan a la “victoria mutilada” del poeta D’Annunzio.
Para colmo, está replicando la fantasía reaccionaria por excelencia, la
de ir en busca de un pasado religioso, tradicional, místico y espiritual
que la modernidad se llevó por delante. Están a quince minutos de verse
en el espejo y no reconocerse.
Porque
cuando se observen de cuerpo entero no van a ver al americano liberado
de sus prejuicios occidentales, sino al penúltimo eslabón de la
tradición romántica europea. Mucho antes que ellos, Gauguin, Blaise
Cendrars, Antonin Artaud, William Burroughs o el Living Theatre salieron
en busca de lo auténtico y lo puro en la periferia. E incluso antes que
ellos, los surrealistas invocaron el poder purificador de los bárbaros
orientales, Sartre celebró el asesinato de los europeos porque suponía
matar dos pájaros de un tiro: suprimir a un opresor y liberar a un
oprimido; y hasta Foucault, convertido en intelectual público, apoyó la
rebelión ultraconservadora y ultrarreaccionaria del ayatolá Jomeini,
convencido de que era “la primera gran insurrección en contra del
sistema planetario” (sistema-mundo, habría dicho hoy en día). Desde el
siglo XIX no ha habido nada más occidental que odiar a Occidente, y no
ha habido nada más europeo que aspirar a la purificación que ofrece el
salvaje, el exótico, el personaje telúrico no contaminado por la vida
burguesa y la ciudad capitalista. Nada más eurocéntrico que idealizar
modos de vida ancestrales, espirituales y premodernos, y más aún cuando
se vive en sociedades ultramodernas y se cuenta con los recursos
materiales, culturales y sanitarios de la Universidad de Duke, Berkeley o
Binghamton.
Y
es por eso que el decolonialismo tiene tan buena acogida en las
instituciones culturales y académicas del primer mundo, porque no hay un
producto de consumo que mejor sirva como símbolo de distinción o guiño
revolucionario o humanitario que el atavismo latinoamericano. La víctima
profesional, la que no deja de sufrir por la herida colonial, la que
les echa en cara a los europeos lo mucho que ha sufrido por culpa del
colonialismo y el racismo y el eurocentrismo, entra en un plisplás a los
museos (el Reina Sofía tiene obras increíblemente demagógicas del
colectivo Ayllu y de Daniela Ortiz) o se convierte en tema de
reivindicación académica. Y eso tal vez sí sea muy latinoamericano. José
Clemente Orozco lo detectó al ver la deriva que estaba tomando el
muralismo mexicano en los años treinta. Hemos ganado maestría engañando
al gringo con lo que más le gusta, autenticidad, folclor, revoluciones
populares y víctimas a las cuales redimir con premios y exhibiciones en
museos. El poscolonialismo, cuya misión debió ser enfrentarse a todos
estos estereotipos manidos y a toda esa retórica kitsch y lastimera que
impide que América Latina sea tenida en cuenta por lo que en realidad
es: una fuente inagotable de talento, ingenio y capacidad profesional,
no ha hecho más que reproducir el engaño de Colón y la mirada exotista
del extranjero. La otra tarea, la de mostrar la Latinoamérica real,
todavía está pendiente.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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