BLOG ORLANDO TAMBOSI
Os autoritários nunca parecem enender que a política mundial não é só um assunto de frio cálculo geoestratégico. Quando a liberdade das pessoas está em jogo, a batalha se torna profundamente pessoal. Michael Ignatieff para Letras Libres:
A
un mes de la invasión a Ucrania, un desenlace sangriento en Kiev parece
avecinarse. Incluso la guerra nuclear ha entrado al ámbito de lo
posible. Para ubicarnos, para descifrar qué es lo que hay que hacer,
necesitamos entender cómo llegamos a este punto. Como a Isaiah Berlin la
gustaba decir, debemos ser capaces de ver el patrón en la alfombra.
Esta guerra no comenzó en 2022. Comenzó en 2007, cuando el presidente ruso Vladimir Putin dio un discurso a la Conferencia de Seguridad en Múnich,
en el que se negaba a aceptar el acuerdo posterior a 1989 en Europa. A
esto le siguió su invasión de Georgia en 2008, y la ocupación de Crimea y
el Donbás en 2014. No fuimos capaces de percibir el patrón entonces.
Debemos lograr ver el patrón ahora.
Para
entender por qué Kiev está siendo atacada hoy, tenemos que remontarnos a
Budapest en 1956, cuando un alzamiento nacional fue derrotado por
tanques soviéticos. Luego en 1968, otro movimiento que buscaba la
libertad nacional terminó con los tanques soviéticos entrando a Praga.
Después de eso vino Varsovia en 1981, cuando un pueblo que había sido
pionero en crear el primer sindicato libre en Europa del Este fue
sometidos a una ley marcial. Los tanques eran polacos, pero las órdenes
de desplegarlos llegaron de Moscú.
Esta
historia de cuatro capitales de Europa del Este, todas atacadas por
Rusia, en los últimos 70 años echa por tierra la afirmación de que la
expansión de la OTAN hacia el Este fue la causa de esta crisis. Después
de esta historia, los europeos del Este entendieron que si no tenían la
garantía de seguridad de la OTAN, no podían mantener sus democracias. El
Oeste no le impuso a la OTAN a los europeos del Este: ellos la
exigieron y habríamos sido remisos de no proveérselas.
El
objetivo de la guerra de Putin es la destrucción de los ucranianos como
nación autodeterminada y su incorporación por la fuerza al territorio
ruso. Si tiene éxito, nadie en Europa estará seguro.
Los
europeos del Este siempre han entendido que una Rusia autoritaria,
quien sea que la gobierne, nunca ha tolerado que haya un estado libre en
sus fronteras. La brutalidad de Putin tiene un pedigrí. Es un reflejo
de la brutalidad de los zares contra los polacos en el siglo XIX, y de
la brutalidad de Josef Stalin contra las minorías de su imperio. Como
sus antecesores, Putin aplasta a sus enemigos en casa y en el exterior.
Echarle la culpa de todo a su personalidad demoniaca, incluso demente,
deja de ver la profunda continuidad histórica en el uso del poder ruso
dentro y fuera de sus fronteras. Del mismo modo han existido, desde la
Revuelta Decembrista de 1825 en adelante, rusos valientes que se
arriesgan a ser desaparecidos y encarcelados por denunciar la opresión.
Su valor nos recuerda que nuestro conflicto no es con el pueblo ruso,
sino con su régimen.
***
La
raíz más profunda de la catástrofe ucraniana se halla en el fracaso
trágico de Rusia para seguir la ruta democrática. La primera oportunidad
perdida llegó después de 1905, cuando líderes como Sergei Witte y Pyotr
Stolypin intentaron salvar la autocracia zarista por medio de la
reforma. Otras personas –como el padre de Vladimir Nabokov y mi propio
abuelo, Pavel Ignatieff, quienes formaron parte de los altos escaños del
régimen zarista– querían algo más que una autocracia reformada. Creían
apasionadamente que Rusia podía convertirse en una democracia
parlamentaria al estilo británico. Esa esperanza murió con el fin de la
Primera Guerra Mundial y la llegada al poder de Vladimir Lenin. Lo que
siguió fueron setenta años de tiranía. La siguiente cita con la
esperanza llegó después del colapso de la Unión Soviética en 1991. Boris
Yeltsin no logró liderar una transición democrática y le entregó el
Estado a un funcionario de la KGB llamado Vladimir Putin. Si Ucrania
está bajo amenaza de ser destruida en 2022, es por la oportunidad
democrática que Rusia dejó escapar entre 1991 y 1999.
En
cada uno de los casos en los que tanques y armamento ruso intervinieron
para aplastar a gente libre, los húngaros, checos y polacos pidieron a
Europa Occidental y a Estados Unidos que intervinieran. Sus peticiones
no fueron atendidas. En cada uno de estos casos, los gobiernos
occidentales decidieron no arriesgarse a una guerra nuclear. Su recato
preservó la paz, pero traicionó a los pueblos de Europa del Este. Ahora
la situación es diferente. El paquete de sanciones y el abastecimiento
de armamento sugieren que Occidente ha decidido que en esta ocasión no
puede permitirse la traición.
La
razón es simple. El objetivo de la guerra de Putin es destructivo para
el orden internacional en su totalidad. Se trata de nada menos que la
destrucción de los ucranianos como nación autodeterminada y su
incorporación por la fuerza al territorio ruso. Si tiene éxito en su
conquista de Ucrania, nadie de nosotros en Europa estará seguro.
Es
por eso que estamos dispuestos a tomar muchos más riesgos para
detenerlo que los que Occidente siquiera llegó a considerar en 1956,
1968 y 1981. Debemos ser claros acerca de estos riesgos. No está fuera
de la discusión que mientras que Europa y la OTAN sigan haciendo llegar
armas a los combatientes ucranianos, Putin estará tentando a emprender
acciones militares contra la OTAN misma, posiblemente Polonia. Putin ya
amenazó con usar armas nucleares, y si su apuesta falla y se enfrenta a
una derrota y la pérdida del poder, no podemos excluir la posibilidad de
que use un ataque nuclear táctico para aferrarse por medio del terror
puro. Solo la serena determinación de apegarnos a las garantías para con
los países en primera línea de la OTAN, consagradas en nuestro Artículo
5, alejará esa amenaza.
Putin
ha apostado todo a la invasión. La cuestión no es si su apuesta puede
fracasar, sino cuánto tiempo pasará antes de que lo haga. Cuando Nikita
Jruschov ordenó que los tanques entraran a Budapest, le compró otros 40
años en el poder al sistema comunista, pero al final, Hungría consiguió
su independencia. Los tanques de Leonid Brézhnev en Praga le dieron 20
años más al régimen comunista checo, pero la gente lo tiró en 1989. El
respaldo ruso a Wojciech Jaruzelski en Polonia le dio a los comunistas
apenas una década y el régimen títere fue desechado. Tarde o temprano, y
quizá solo después de la caída de Putin, algún líder ruso se dará
cuenta, como lo hizo Mikhail Gorbachov, que la fuerza bruta no puede
extinguir el deseo de libertad de las personas. La memoria popular es
una cosa obstinada y lo que Ucrania ha soportado durante el último mes
nunca se olvidará ni se perdonará.
***
En
cuanto a “Occidente”, ahora nos volvemos a dar cuenta que el poder
suave no es sustituto del poder duro. Las sanciones, como nos lo recordó
el comentarista político búlgaro Ivan Krastev, no detienen a los
tanques. El paraguas nuclear nos dio la excusa de recortar el gasto
militar en armas convencionales. Las democracias occidentales se
desarmaron, con la creencia de que el conflicto era impensable, o la
convicción de que, si llegaba, las armas nucleares –y el Artículo 5–
salvarían a los países miembros de la OTAN que están en la línea de
frente. Putin no cometió ese error.
Cada
país miembro de la OTAN deberá seguir el ejemplo de Alemania y volver a
invertir en sus fuerzas armadas. Canadá tendrá que rearmarse, para
tener activos creíbles que puedan ser enviados a los países miembros de
la OTAN en la primera línea y a sus propias fronteras al norte con
Rusia. Los rusos deben entender que si quieren emprender una incursión
militar cruzando una frontera de la OTAN –los tanteos con bayoneta de
Lenin– serán recibidos con la fuerza, y si eso no logra detenerlos,
enfrentarán armas nucleares, al principio tácticas y después, si son necesarias, estratégicas también.
Eso
es lo que garantiza el Artículo 5, y debemos ser absolutamente
honestos. Estamos de vuelta en un mundo previo a 1989, y las
negociaciones sobre un nuevo orden de seguridad en Europa terminaron.
Vladimir Putin quería decidir sobre el futuro de Ucrania y Europa del
Este al negociar el acuerdo de 1989 que terminó con el imperio
soviético. Pero ¿quién va a negociar con Vladimir Putin ahora? El tiempo
de hablar terminó. El ostracismo es el orden del día.
Después
de repensar el poder duro, hay que repensar las políticas energéticas.
Se abrió una oportunidad para alejar a Europa de la dependencia que
tiene del petróleo y el gas ruso, y entre más rápido el continente pueda
abastecerse con gas natural licuado que provenga de fuentes no rusas,
mejor. Acelerar la transición energética europea, echar a andar la nueva
generación de reactores nucleares más pequeños y más seguros para
ofrecer una carga base, junto con energía eólica y solar para la carga
variable, romperá el ciclo infernal en el que la agresión rusa eleva el
precio del petróleo y llena las arcas de Putin.
También
se abre otra oportunidad, la de separar la alianza entre Rusia y China.
Nuestra respuesta enfática a Putin ya advierte al liderazgo chino que
se arriesga a lo mismo si ataca a Taiwán. Los taiwaneses, como los
ucranianos, no representan una amenaza a su vecino, pero como Putin, el
presidente Xi les niega su derecho a coexistir como personas libres. El
presidente Xi se enfrenta a una elección trascendental. Puede decirle al
presidente Putin que se detenga o puede permanecer callado para poder
avanzar contra Taiwán. Si ataca Taiwán, necesita saber que se enfrentará
a las mismas consecuencias que Putin: una feroz resistencia, el
ostracismo y la expulsión de la comunidad de estados.
***
Por
último –y los autoritarios nunca parecen entender esto– la política
mundial nunca es solo un asunto de frío cálculo geoestratégico. Cuando
la libertad de la gente está en juego, la batalla se vuelve
profundamente personal. Siempre sorprende a los tiranos descubrir que a
las personas les preocupa la libertad de otras personas tanto como la
propia. En 1992, cuando viajé por primera vez a Ucrania, conocí a muchos
jóvenes canadiense-ucranianos que llegaron a Kiev para ayudar a un
estado joven a salir de las ruinas que dejaron 70 años de tiranía
soviética. Una de ellas era una valiente veinteañera llamada Chrystia
Freeland, hoy vice primera ministra de Canadá.
Más
adelante, en esa misma visita, manejé hacia el sur a un pueblo chico a
dos horas de Kiev, en los campos de betabel. Estaba buscando una pequeña
iglesia ortodoxa rusa. Cuando la encontré, descubrí los nombres de mi
familia en las tumbas. Mi bisabuelo y bisabuela tuvieron tierras cerca
del pueblo y vivieron y murieron ahí. Era su hogar. Al hincarme junto a
sus tumbas en la cripta de la iglesia, sentí que Ucrania era el lugar
donde comenzaba mi propia historia, así como muchos de los descendientes
de los ucranianos que sienten que sus historias de origen comienzan ahí
también. Sí, mis raíces son rusas, pero mi gente entendía que había un
sitio llamado Ucrania, con un idioma y una cultura y una tradición
propia. Así que como su descendiente, cuando pienso en los soldados
rusos enviados a ocupar ese pequeño pueblo, sé dónde están parados.
En
el cementerio, platiqué con los pobladores que me contaron su historia:
la hambruna forzada del Holodomor, cuando comieron pasto para
sobrevivir; los días en 1941 cuando los alemanes asesinaron a sus
vecinos judíos y los tiraron a fosas comunes; los años en los que su
iglesia fue cerrada por las autoridades comunistas y la cripta
transformada en una carnicería. Mientras continuaba esta letanía, una
mujer mayor con un pañuelo, sentada a mi lado, comenzó a llorar. Nunca
había escuchado algo parecido, un aullido gutural incesante que provenía
de la profundidad de su cuerpo. Era como si una mujer expresara toda la
pena histórica de su pueblo. Es el sonido que escucho mientras escribo
esto, el sonido que me une a la pena de los ucranianos hoy.
Esta
lealtad a lugares y personas allá lejos, este compromiso con su
libertad, es un hecho que los tiranos siempre ignoran. A lo largo y
ancho del mundo hay personas, lejos de Ucrania, que sienten que sus
historias comenzaron ahí, y que ahora ven al barbarismo descender sobre
su tierra, y sienten una implacable determinación para asegurarse de que
ese barbarismo no prevalezca. Esta determinación, esa convicción que
sale de la tierra, de las historias de origen, es una de las realidades
que los tiranos nunca entenderán, y crea una solidaridad a través del
planeta que asegurará que un día los ucranianos vuelvan a vivir libres.
Una versión de este artículo fue publicada en The Globe and Mail el 5 de marzo de 2022. Se reproduce con autorización.
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