Julio Aramberri resenha, para a Revista de Libros, três obras do filósofo britânico Isaiah Berlin (no Brasil, até hoje, só foi traduzido O Poder das Ideias):
The Proper Study of Mankind. An Anthology of Essays
ISAIAH BERLIN
Edición de H. Hardy y R. Hausheer Farrar, Strauss & Giroux, Nueva York
El poder de las ideas
ISAIAH BERLIN
Espasa Calpe, Madrid
Las raíces del Romanticismo
ISAIAH BERLIN
Taurus, Madrid
Muchos
de los escritos de Berlin, casi hasta su muerte, estaban dispersos en
números atrasados de revistas especializadas cuya referencia
bibliográfica los entendidos te pasaban con un punto de complicidad
sabionda. En realidad, salvo la biografía de Marx que publicara en 1939,
o parcialmente el libro dedicado a Hamann en 1993, los volúmenes
aparecidos durante su vida no fueron otra cosa que recopilaciones más o
menos temáticas de aquella obra dispersa y los libros aparecidos después
de su fallecimiento tampoco son una excepción. No fue Berlin, al
parecer, un autor de síntesis. Su obra, se diría, es como las
mantelerías o los juegos de cama para muchachas casaderas que bordaban
al alimón varias monjas. Una hacía los bodoques y las iniciales, otra el
filtiré y los rosetones, y la de más allá se encargaba del festón o del
fililí. Pero esa actividad en apariencia alocada era una hábil división
del trabajo que, lejos de acabar como el rosario de la aurora, solía
culminar en pequeñas obras de arte que se exhibían con orgullo entre el
resto del ajuar. Berlin aún nos encandila con sus puntadas de bordadora
primorosa que cela su diseño final para que no pueda adivinarse al
trasluz de lecturas parciales. Se podría mantener incluso que no hay tal
cosa, que la misma idea de una visión de conjunto escapa a su interés,
aunque las apariencias suelen ser casi siempre engañosas. A mi entender,
en su obra conviven dos mundos disjuntos, el del minucioso historiador
de las ideas políticas y el del filósofo de la historia. No conocí a
Berlin, con lo que malamente puedo conocer su opinión al respecto, pero
me huelo que, puestos en el trance de elegir entre esas figuradas
dimensiones de su obra, él se inclinaría por aquella que a mí me parece
la menos sugerente, la de sus flirteos con la trascendencia.
La
dispersa obra de Berlin tiene, pues, una unidad profunda, que va más
allá de la historia y acaba por tornarse en filosofía a secas. Su
reflexión no se limita a iluminar, generalmente con luz certera, las
tribulaciones de este concepto político o las meditaciones de aquel
autor. En esos trabajos de aparente corto alcance, donde Berlin cumple a
la perfección y consigue ponerse a la par con la gran historia de
Sabine le cogemos afición. Pero es el caso, además, que Berlin no se
conforma con eso y aspira a dar una interpretación, ésta sí más que
sintética un tanto simplista, de la marcha global del pensamiento
político occidental y se convierte, allende su trabajo de historiador,
en una especie de gnóstico. Luego se dirá qué entiendo por esto.
EL ZORRO EN EL GALLINERO
A
Berlin le gustaban las metáforas, así que en algún momento, aplicando
la imagen a una comparación entre Tolstói y De Maistre, redujo las
diferencias entre los muchos ejemplares de la fauna intelectual a dos
arquetipos, el erizo y el zorro, la especie de quienes lo someten todo a
una visión única o a un valor supremo y aquélla que sabe de las
dificultades para contentar a los dioses caprichosos del panteón
politeísta. «El zorro sabe muchas cosas; el erizo sólo una, aunque
grande», es como lo decía Arquíloco, de quien está tomada la imagen. A
mi entender, toda esa filigrana primorosa de la erudición berliniana se
propone tan solo desarrollar esa idea, que seguramente le asaltó ya al
comienzo de su carrera intelectual. Así escriba sobre Maquiavelo, sobre
Vico, sobre Herzen, sobre Marx; así nos sumerja en ese submundo
alucinante de los narodniki, tan parecido al de los etarras, en el que
visionarios y canallas eran –son– difícilmente distinguibles e
igualmente criminales; así nos guíe por los vericuetos del sionismo o
las ensoñaciones de Pasternak o Akhmatova, casi todo Berlin puede
reducirse a una síntesis fundamental: la necesidad de escapar de las
síntesis totalizantes.
Según
él, el hito decisivo en la historia del pensamiento occidental es la
aparición de la mente romántica. Hasta entonces, toda la actividad
intelectual se había orientado a la filosofía perenne, es decir, a la
convicción de que todos los problemas básicos que se refieren a la
naturaleza y el propósito de la vida tienen solución. En definitiva, el
pensamiento occidental o la tradición judeocristiana pueden resumirse en
lo siguiente: a) que todas las preguntas tienen una respuesta pues, si
no la tienen, no son verdaderas preguntas; b) que esas respuestas pueden
ser conocidas, y c) que las respuestas han de ser compatibles entre sí,
pues, de otro modo, se generaría el caos. Los defensores de esta
tradición, los erizos, dominaron el panorama intelectual hasta finales
del siglo XVIII y sus sucesores se cuentan todavía hoy entre nosotros.
Berlin les pone muchos nombres.
Con el movimiento romántico, los zorros entraron en ese gallinero y no dejaron títere con cabeza. Hay varios textos en los que se refiere a ello, pero tal vez los más importantes sean Las raíces del Romanticismo (originalmente un ciclo de conferencias dictadas en Washington en 1965) y otro menos conocido (The Apotheosis of the Romantic Will, 1975), que dan noticia definitiva del encuentro de Berlin con una nueva gnosis. A mi entender, ambos son la llave de la rica bodega berliniana. Tal vez por creerme con permiso para entrar en ella recuerdo aún haber celebrado como se merecía, con un merlot de Jean Leon, el fin de la lectura de Las raíces del Romanticismo, hecha de un tirón y en breves horas, lo que tampoco constituye una proeza porque es un libro sucinto. Así se cerraba una tarde de eso que los ociosos reputamos como lo más cercano a la felicidad: el descubrimiento de una nueva manera de ver las cosas, aunque no acabe de convencernos cabalmente.
El
romanticismo no se fía de los erizos. La versión de la filosofía
perenne que los zorros románticos tenían más a mano, la de la
Ilustración, si acaso, les erizaba los cabellos. Con los ilustrados, ese
grupo de convicciones arriba resumido había encontrado una expresión
particular y compacta. Las respuestas a nuestras preguntas básicas
existen, pero no pueden encontrarse en la revelación o en la tradición.
Sólo la razón humana puede hallarlas, ya sea al modo deductivo de las
matemáticas, ya al inductivo de las ciencias naturales. Los ilustrados
iban aún algo más allá. Esos mismos métodos eran también de general
aplicación a todas las cuestiones morales y políticas, las de cómo vivir
y de cómo gobernarnos, cosas que tradicionalmente habían dado muchos
quebraderos de cabeza a quienes se proponían contestarlas. Pero,
sométaselas a la razón, aplíqueseles el método científico y, hale hop,
los problemas más arduos se deshielan y se hacen maleables.
Sin
duda no todos los ilustrados estaban cegados por semejantes ilusiones.
Ya Montesquieu había llamado la atención sobre las diferencias
culturales entre los parisinos y los persas de su edad y sobre la
necesidad de no reducir las variadas formas de la vida a los dictados de
una razón desdeñosa de las diferencias. Luego Hume dio un paso más allá
con la crítica al principio de causalidad. Entre dos fenómenos, el
fuego y el humo, por ejemplo, que suelen seguir el uno al otro, no
podemos establecer más relaciones que la de una cierta simultaneidad. De
donde, tras algunas deducciones bien conocidas, se sigue que en
realidad ese mundo externo en que apoyamos nuestras más firmes
convicciones sólo puede darse por sentado con una sobredosis de fe. Bajo
la amenazadora coraza de púas del erizo se escondía un león tan
pusilánime como el de El mago de Oz, y la cosa iba a reventar por do más
pecado había.
Si
hubo un representante cabal de la Aufklärung, la traducción al alemán
de la tradición ilustrada, ése fue Kant. Sin embargo, en él hallan su
filiación legítima algunas de las ideas románticas más conocidas. Kant
es muy diligente a la hora de enmendar la plana a Hume en lo de la
causalidad. Toda la Crítica de la razón pura se afana por recuperar ese
principio. El mundo externo, la naturaleza, son susceptibles de
conocimiento firme, pues se encuadran dentro de esas ideas, necesarias
para pensar e independientes de toda experiencia previa, que son las
nociones de espacio y de tiempo y otras categorías como, oh sorpresa, la
de la causalidad. Pero, salvado el orden natural, Kant se topa, como
tantos, con la dificultad de explicar la acción humana. La libertad, si
es algo, sólo puede ser la ausencia de determinación por circunstancias
externas. El hombre, en cuanto ser físico, está sometido a las mismas
fuerzas que cualquier otro objeto. Ahora bien, su existencia como sujeto
moral sólo es posible en la medida en que se libera de esas
determinaciones y no se torna esclavo de ninguna pulsión o pasión ajena a
sí mismo. La libertad es autonomía, no sumisión. Cuando explico la
libertad por el juego de las causas materiales o psicológicas o me dejo
llevar por mis pasiones no he actuado moralmente, antes bien me he
sometido a una forma de vasallaje. La verdadera dimensión moral y humana
sólo se alcanza cuando mi razón individual se afana por seguir la
falsilla que podría haber guiado al legislador universal.
ESOS ERIZOS PETULANTES
Por
esta dualidad kantiana entre natura y cultura entran a saco los
románticos. El Karl Moor de Schiller, que no conoce más ley que la que
él mismo se ha dado, aunque al final acabe por someterse voluntariamente
a la justicia, los corsarios, los bandidos, los exiliados, los
contrabandistas, los holandeses errantes y toda esa basca tremenda que
puebla la literatura romántica son otras tantas epifanías del legislador
universal kantiano, que sin duda hubieran dejado patidifuso a su
inspirador, tan seriecito él, tan formal. Pero todo ese arrebato, a
secas, no hubiera bastado para exponer la vanidad de esos erizos
petulantes. Sólo el amor a las plantas pudo conseguirlo. Primero Johann
Georg Hamann, convecino de Kant en Königsberg y amigo suyo, rescatado
del olvido por Berlin, que le llama el mago del Norte, y luego Herder lo
comprendieron a la perfección. En sus obras, ambos despliegan una
amplia panoplia botánica, donde palabras como raíces, suelo nutricio,
tronco y ramas, savia, floración, crecimiento orgánico o medio natural
son las claves. No, el intelecto, esa trama en la que las cosas brotan
necesaria, mecánicamente, las unas de las otras, no lo es todo; ni
siquiera es lo más importante. No hay un mundo ahí y, de haberlo, no
puede ser reconocido sin referirse a sus creadores, a los hombres que lo
han nombrado. Tampoco esos hombres son individuos aislados, sino ramas y
hojas de un tronco común. El mundo humano, lo que hoy llamaríamos la
cultura, es una creación colectiva, aunque sea de colectivos discretos,
separados los unos de los otros por un algo, ese espíritu especial que
nutre sus raíces en la lengua y en la tradición de cada pueblo. Los
individuos no son nada sin ambas, la savia de su organismo. Quienes no
están enraizados son sólo gentes cosmopolitas, débiles e incapaces de
florecer. Las plantas sanas se nutren de su cultura, esos conjuntos de
lengua y tradiciones en que se han separado los hijos de Noé y que,
lejos de ser pequeños irritantes en el despliegue de la razón universal,
son los verdaderos protagonistas de toda historia.
Las
culturas, pues, no son fungibles, susceptibles de ser cambiadas por
otro tanto de la misma especie o explicadas todas de la misma manera.
Cada una tiene un centro de gravedad específico, incomparable al de las
demás e intraducible. Los griegos no doblaron en sabiduría a los
romanos, ni fueron éstos superiores o inferiores a las modernas gentes.
Cada cual tiene su demonio propio al que haría mejor en no renunciar.
Estas
nociones se refractaron con diverso colorido en el movimiento
romántico. Si fecundo en estudios sobre el medievo o la historia del
derecho, de la gramática o del léxico o de la mitología fue el legado
herderiano, pronto encontró su lógica conclusión exclusivista o de
meditación sobre las dos banderas. Aun si aceptáramos a beneficio de
inventario lo de que, según Berlin, Herder sólo llegó al
protonacionalismo, lo cierto es que en su estela se pronuncian los
discursos a la nación alemana de Fichte y, desde comienzos del siglo XIX
hasta nuestros días, se han alineado con ella tantos particularismos y
nacionalismos que su nombre es legión. La autenticidad de lo propio, que
difícilmente se resiste a desvirtuar la de los demás, es un diablo que
tiene a los románticos bien agarrados por el rabo.
Esa
es nuestra herencia intelectual, concluye provisionalmente Berlin y
añade que no es tan mala después de todo. Los erizos han demostrado una
gran capacidad para generar y alentar regímenes políticos opresivos, en
los que toda discrepancia era severamente perseguida. Opresividad que se
ha acrecentado con el aumento de la solidaridad mecánica y la
tecnificación de la vida social para llegar a convertirse en tiranía en
el caso de los regímenes que se legitimaban con el marxismo. A los
románticos les debemos cosas como la idea de la irrenunciable
equivocidad de los fines, o la de la libertad del artista y, en
definitiva, de todos los humanos individualmente considerados, o la de
que no puede existir una misma respuesta para todos los problemas
humanos, que los valores son plurales y aun incompatibles, como bien
sabían los gnósticos. En fin que, como resumiría Billy Wilder, nadie es
perfecto. Frente a las aspiraciones a una verdad eterna, incluso en esa
versión moderna de la ingeniería social que igual vale para un roto que
para un descosido; frente a la quimera de que todos habremos de
concurrir en los mismos valores, la hora de los zorros llegó como una
bocanada de saludable aire fresco. O al menos, eso es lo que sostiene
Berlin. «El resultado del romanticismo, pues, es liberalismo,
tolerancia, decencia y comprensión de las imperfecciones de la vida; un
sí es, no es de superior autoconciencia racional» (Las raíces del
Romanticismo, pág. 147).
GNÓSTICOS Y AGNÓSTICOS
Puede
que fueran Bouvard y Pécuchet, o tal vez el amigo Sttembrini, quienes
activaran en Berlin esa comprensible resistencia al encandilamiento con
el racionalismo y el progresismo. Frente al optimismo de las almas
bellas, que se niegan a reconocer la existencia del mal o a la
charlatanería de los buhoneros prodigiosos con sus ungüentos
dialécticos, toda precaución es poca. Pero hay razones para pensar que
la conclusión arriba citada no es la más acertada y que, llegados a este
punto, Berlin y su filosofía de la historia, tan sucintamente resumida,
dan un sorprendente respingo que puede llevarles a él y a sus
seguidores a partirse el cuello.
Con
el loable fin de mantener a raya cualquier interpretación gestaltista
del mundo o de la historia, se diría que Berlin acaba por encerrarse en
un gnosticismo dudoso. Pues, en definitiva, su pertinaz dualismo
(univocidad/equivocidad de fines y valores) no puede esquivar una
aporía. O es un dualismo sostenible, es decir, aspira a ser la verdad y
entonces la filosofía perenne contraataca por la retambufa, o sólo puede
ser usado a modo de emplasto provisorio.
Berlin
convierte a su filosofía de la historia en una celebración del
dualismo. A un lado, sin duda el de los réprobos, están los erizos; al
otro, los zorros cuya mera existencia nos recuerda lo saludable de la
tolerancia. Algo similar sucede con sus dos conceptos de la libertad, el
negativo o la libertad en cuanto ausencia de coerción y el positivo o
la libertad como deseo de ser dueños de nosotros mismos. Mientras que la
segunda, por vericuetos que han de ser ahorrados, acaba por desembocar
en un monismo ericeño, la primera, con su recurso al individualismo
parece más reconfortante. Por eso he dicho que Berlin me parece un
gnóstico cabal. Pero, ¿son realmente las cosas tan sencillas como a él
se lo parecen? Puede ser cierto que los erizos muestren una natural e
incómoda empatía con Nerón y con Jesucristo, con Torquemada y con
Calvino, con Stalin, con Pinochet, con Castro, con Pol Pot y con otros
entusiastas de las verdades apodícticas y las soluciones autoritarias,
pero presentar, sin más, como un saludable ejemplo de decencia a los
zorros, entre los que se cuentan ejemplares tan carniceros como Nechaev y
sus colegas de la Sociedad del Hacha, Hitler y los nazis, Josu Ternera y
los aguerridos gudaris de la Sociedad del Hacha y la Serpiente, más
tantos otros egregios ejemplos del triunfo de la voluntad, es
contraintuitivo, resulta un poco rancio e induce a la melancolía. Si la
historia o, de forma menos solemne, la opinión pública, no deben ser
benignas con los primeros, por las mismas razones no pueden aceptar que
la tolerancia y la decencia caractericen, sin más, a los últimos
románticos. De ir por ahí, la filosofía de la historia de Berlin anda
bien descaminada.
Puede
que lo de la tolerancia signifique no otra cosa en este contexto que
una advertencia liminar o retórica, a saber, que es menester anclarse en
el escepticismo respecto de los fines últimos y las ideologías
compulsivas. Pero esto no es mucho fundamento para basar un gnosticismo
firme. En realidad, los zorros gnósticos merecerían la protección de un
tratado probiodiversidad, pues sus verdaderos ejemplares pueden
contarse, si acaso, con los dedos de una mano. Como los extremeños se
tocan, la mayoría de los zorros que se quieren gnósticos acaban
frecuentemente por incurrir en la creencia de que bien y mal, autoridad y
tolerancia tienen perfiles siempre claros, con lo que vamos de nuevo a
la cárcel y sin cobrar al paso por la salida. Lo de la tolerancia, en el
mejor de los casos, se tornaría en una llamada a no dejarse engatusar
por las soluciones en apariencia sencillas y poco más. Pero esto ya lo
habían defendido muchos sofistas y algunos epicúreos, Séneca y Marco
Aurelio, Erasmo, Montaigne, Voltaire y demás tropa, bastante antes del
Romanticismo. Tal vez no podamos aspirar a mucho más que a tan
bienintencionado dualismo y a un combate sempiterno entre fuerzas y
valores contrapuestos, pero entonces parece mejor apurar el cáliz hasta
las heces y pasar de la gnosis al agnosticismo. En efecto, si Dios ha
muerto, Nietzsche ha muerto, el hombre ha muerto y yo tengo una gripe
que no sé cómo podrá acabar, el dualismo no puede correr mejor suerte,
pues va a ser difícil que podamos convencer a todos y para siempre de
que la opción por la tolerancia y por la libertad negativa son posibles y
rigurosas. Pero que no haya respuesta a éste y otros problemas
importantes hasta hace poco considerados solubles (qué es la vida buena,
cómo someternos libremente a la voluntad ajena y demás), no debe
llevarnos a la desesperación o, líbrenos el Señor, a tomarnos en serio a
Derrida o a Foucault.
Mientras
hayamos de seguir enzarzados en disputas siempre recurrentes y siempre
nuevas, es decir, mientras hayamos de aceptar que incluso eso de la
tolerancia y de la libertad negativa a la Berlin son respuestas tan poco
serias como la Gran Teoría, cabe arbitrar soluciones instrumentales que
nos permitan, si no resolver aquellos enigmas, al menos convivir con la
ausencia de soluciones, como quien renuncia a descifrar el crucigrama
del Times sin perder por ello la compostura. Tenemos ya una experiencia
de más de dos siglos con la democracia moderna, que es precisamente eso,
unas reglas de juego que permiten a todos expresar pareceres
contradictorios u opuestos, ninguno de los cuales puede descartarse en
absoluto; tomar decisiones por mayoría –a veces equivocadas o, de forma
más actual, llenas de consecuencias inesperadas, pero quién, de no ser
ese dios irremisiblemente enterrado, podría anticiparlas– y respetar a
las minorías que no se propongan romper la baraja. La democracia
moderna, esa invención de la Ilustración, que no del Romanticismo, es
bastante más satisfactoria para organizar el contrato social y la
discusión de las ideas que la evocación de la tolerancia pura como norma
de conducta saludable. Su conspicua ausencia en la obra de Berlin –tal
vez porque la considerase como parte indiscutible, hasta cierto punto
irrelevante, del mobiliario de Oxford– hace que la suya se me antoje una
aportación un tanto rancia, muy Tocqueville, Ortega o Barzun,
escasamente Jefferson o Ronald Dworkin.
He
avanzado también que esta filosofía de la historia conduce a la
melancolía y conviene que lo explique. A mi entender, Berlin no
distingue bien entre hablar sobre verdades últimas y hablar sobre
asuntos menos trascendentes. Hay una diferencia inescapable entre
discurrir sobre si lo bello ha de ser necesariamente bueno o sobre si es
posible y costeable esa defensa nacional por medio de cohetes (NMD) en
la jerga del Pentágono) que defienden los republicanos americanos.
Cuando se trata de eso segundo existen algunas formas de hablar de las
cosas que ofrecen más garantías que otras. Me estoy refiriendo a esos
menesteres que solemos llamar ciencia y tecnología (I+D en internautés),
y que, a menudo, no sé si identificado en demasía con los excesos
románticos, Berlin vende tan barato.
En
el siglo XIX , especialmente en Alemania, muchos concurrían en que esa
parcela del conocimiento era cosa de poco. Para qué ocuparnos del mundo
sublunar cuando la Razón nos coloca al alcance de la mano tantas cosas
sublimes. Pero como, al decir de Carlos Gardel, esto último no eran más
que amores de estudiante (ahora una promesa, mañana una traición), la
Razón hegeliana y romántica por estéril y presuntuosa, hubo de hacer
mutis por el foro al tiempo que la ciencia y la tecnología supieron
sobreponerse a su modesto papel e incluso darnos pequeñas alegrías.
Gracias a ellas contamos con una creciente esperanza de vida; una gran
mayoría se ha librado del trabajo como esfuerzo físico; los aviones nos
transportan rápida y económicamente de un lugar a otro del planeta, lo
que grandes masas de consumidores aprovechan para tomarse unas
vacaciones; podemos comunicarnos en tiempo real y a costo nulo con los
antípodas y otras cosas así. Incluso la denostada ingeniería social o,
de forma más genérica, la evolución de las sociedades modernas han
puesto fin a problemas que parecían no tenerlo. Por ejemplo, durante más
de doscientos años demasiadas gentes decentes murieron en España en las
llamadas agitaciones campesinas al grito de tierra y libertad, pero a
finales del siglo XX esa consigna no la coreaba casi nadie. No es que la
idea del reparto de la tierra se hubiera tornado inconcebible, sino que
habían aparecido otras formas más atractivas de ganarse la vida en las
nuevas condiciones económicas. Hoy, de forma similar, entre integrados y
apocalípticos, asistimos al despliegue de la globalización y de las
grandes transformaciones que acarrea.
En
suma, tal vez nunca lleguemos a saber qué sea el hombre, ni si existen
otros mundos u otra vida o, en definitiva, en qué consiste la felicidad,
pero, mientras tanto, tenemos más oportunidades para que cada quien
pueda ponerse a buscarla de la forma que estime más conveniente. De este
agnosticismo intrascendente suelen olvidarse algunos gnósticos de bien
mientras trenzan sus historiadas filigranas. Como los rancios trousseaux
de antaño, Berlin, todo hay que decirlo, suena un poco a esa vieja
Europa a la que tanto le costó reconciliarse con la ciencia, la
tecnología, la democracia de masas y la sociedad de consumo.
BLOG ORLANDO TAMBOSI


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