Cumpre-se meio século da morte de John Ford, diretor de cinema cuja clareza emana precisamente de não eludir as contradições e as zonas de sombra morais da realidade. Jorge San Miguel para Letras Libres:
El
último día de agosto se cumplen cincuenta años de la muerte de John
Ford. Son palabras mayores: por supuesto en el cine, que es lo que
importa; pero también en la vida cultural y, qué remedio, política
española de las últimas décadas. Ford ha representado un vínculo
mitológico con el viejo cine para quienes ya no lo vivieron de primera
mano, una especie de Homero –“¡Homérico!”– con parche, de contornos
legendarios entrevistos en cine clubs de televisión, reposiciones y
semblanzas culturales. Un eco de un tiempo que se adivina más bronco,
más reglado y, paradójicamente, más libre –al menos en un concreto
sentido creativo. Cuando había salas de cine y un mundo de normas
tácitas y explícitas, pero también espacio para la espontaneidad, la
transgresión y un cierta ética de pionero. Por eso mismo, en este tiempo
de pegajosas doctrinas de lo político-personal, en el que todo debe
tener un sentido ulterior y colectivizable, su nombre se ha convertido
en salvoconducto de una vaga resistencia al progresismo ambiental, sus
valores y sus ritos. En la intuición no errada de que a una mitología
solo se le opone otra.
Pero
antes que todo eso John Ford ha sido el cine. El cine tanto en la
vertiente popular como en la intelectual. No a otro que Ford (Young Mr.
Lincoln, 1939) se dedica el artículo más célebre de Cahiers du Cinéma,
el que quería inaugurar una nueva crítica. Porque si alguien quería
matar al padre, o reinstaurarlo, el padre era Ford. Y buena parte de los
grandes debates críticos de los 60 acá tienen que ver con la recepción
del cine comercial americano; que fue el de estudio (Ford, Hitchcock),
como luego el nuevo cine americano; hasta llegar al actual mercado
cinematográfico-mediático, que ha terminado de empotrar a martillazos lo
popular en lo culto, géneros, plataformas y redes mediante. Cuando la
cosa aún iba de “ir al cine”, los públicos masivos recibieron a Ford
durante décadas a través ante todo del género western, pero también del
bélico, los temas irlandeses o incluso los sociales. “Director de
directores” pero también paisaje habitual de las tardes de cine y
televisión. No por nada, cuando de jovencito empezaba uno a ver pelis de
John Ford como tales, se encontraba que ya las había visto, recordado y
reimaginado muchas veces.
John
Martin Feeney, Sean Aloysius Ó Fearna en su fabulación irlandesa y Jack
Ford para la industria temprana del cine, rodó su primera película en
1915 o, según algunos, 1914. Poco antes había empezado a trabajar como
ayudante para su hermano Francis, con el que siempre hubo mar de fondo,
incluso en la vejez. Cosa extraña si consideramos que Francis, de quien
no se acuerda casi nadie, rodó su último largo en 1928, mientras Jack
aparece en cualquier terna de los grandes entre los grandes; pero así
son la familia y el corazón. Si el nuevo mundo del sonoro relegó a
Francis a actor de reparto –aparece en la mayoría de las cintas más
famosas de su hermano hasta su muerte en 1953–, tuvo el efecto contrario
en Jack; cuya carrera, aunque exitosa en lo económico, discurría sin
pena ni gloria –un artesano más de la industria– prácticamente hasta El
delator (The Informer, 1935). Después llegarían La diligencia
(Stagecoach, 1939), que rescató el género del Oeste para el público y
para el propio Ford; Las uvas de la ira (The grapes of wrath, 1940); Qué
verde era mi valle (How green was my valley, 1941); y, por supuesto, la
“trilogía de la Caballería”. La Depresión y el espíritu del New Deal
permean este período. No solo como es obvio en la adaptación de
Steinbeck o incluso la de Llewellyn, historia de mineros galeses; sino
en la propia Diligencia, que puede verse sin esfuerzo como una
representación de la comunidad política americana. Otra comunidad iba
surgiendo desde los 30: la stock company que acompañó a Ford desde
entonces, y de la que John Wayne, Henry Fonda, Ward Bond, Maureen
O’Hara, Harry Carey padre e hijo, Victor McLaglen, John Carradine, Woody
Strode o Hank Worden son solo algunos nombres señalados.
Importa
detenerse en los veinte años que Ford pasó rodando una cinta tras otra
sin apenas reconocimiento, quién sabe si pretensión, de autoría. En la
madurez cultivó esa imagen de profesional despegado de frivolidades
artísticas –“My name is John Ford. I make Westerns”, según la leyenda
propagada por Mankiewicz. Pero podemos sospechar que el filisteísmo era,
como otros tantos rasgos del personaje, fachada. Es evidente desde
época temprana la vocación de estilo; y no otra cosa delatan sus hábitos
de rodar en secuencia y reducir al mínimo lo rodado, para llegar a la
sala de edición con lo puesto y mantener el control del metraje final.
Un autor que llega a serlo conociendo la industria y su poder relativo
dentro de ella; también contra el autorismo.
En
otros textos he recordado la influencia, abstracta y concreta, de Ford
sobre el gran cine industrial americano de mi generación: Spielberg,
Lucas, el mismo Scorsese. También en un cierto cine europeo de vocación
americana: Wim Wenders, como antes Leone. Pero la lista sería inagotable
porque, como decía, las películas de Ford –el asalto indio de Centauros
del desierto (The searchers, 1956), el costumbrismo romántico de El
hombre tranquilo (The quiet man, 1952), las familias y los grupos de
camaradas filmados en espacios cerrados de gran profundidad, las
ceremonias religiosas o cabalgadas en recorte contra el horizonte, una
larguísima conversación a la orilla del río– forman parte del repertorio
de imágenes del cine universal y, sobre todo, del recuerdo de varias
generaciones.
En
lo político, Ford fue uno de tantos demócratas intuitivos o del New
Deal que fueron escorando a la derecha ante sucesivas olas
contraculturales o, sin más, el paso del tiempo. En vano se buscará una
orientación ideológica unívoca en su filmografía, más allá de la
simpatía por el popolo minuto –que a veces pueden ser los apaches o los
cheyenne– y la reverencia hacia, justo, lo prepolítico: lo que permanece
tras la espuma de los días y el zarandeo de los mercachifles del
relato. Un humanismo sin doctrina. Por eso brilla en el western, en la
guerra y en lo comunitario; y por eso en su última obra maestra el
momento de consolidación de lo político coincide con el ocaso de un
mundo: el de los héroes.
Punto
y aparte merece la cuestión del racismo, dada la época de Ford y su
cultivo de un género, por así llamarlo, colonial. En La diligencia los
apaches son poco más que atrezzo; quizás porque, como señalábamos, no se
trata tanto de una película sobre el Oeste como sobre la nación en un
momento de crisis. La “trilogía de la Caballería” presenta tratamientos
dispares, en algunos casos abundando en topos racistas; pero Fort Apache
es una película pro india, por decirlo sin ambages, en la que la
voracidad del agente apache y la alienación y el reglamentismo del
capitán interpretado por Fonda desencadenan la tragedia –de forma, por
cierto, bastante fiel a la tragedia real de los indios de las llanuras.
En Centauros, a pesar de la brutalidad de la premisa, Ford no ahorra
detalles que quince años más tarde serían revisionistas o
anticoloniales, como la muerte de la india Look o el propio desenlace,
con la transformación de Ethan. Otoño Cheyenne (Cheyenne autumn, 1964)
es una elegía, fallida y falta de energías quizás, pero con un mensaje
inequívoco. Ford, en términos generales, tuvo en el cine el respeto por
los indios que reservaba hacia lo auténtico, lo previo a la caída; y en
la vida real los trató con simpatía y el paternalismo que le permitía su
posición: así a los navajos de Monument Valley, con los que rodó a lo
largo de las décadas, a los que intentó favorecer y proveer en tiempos
de escasez, y que le acabaron reconociendo miembro de la tribu: Natani
Nez. Hoy, por supuesto, se presentarían no pocos problemas al hacer
pasar año tras a otro a la misma troupe de navajos por comanches,
apaches, cheyennes o lo que tocase.
Es
esa reverencia de Ford por lo auténtico y prepolítico, por el destilado
de la vida, la que lo ha convertido en santo y seña de un cierto
casticismo en estos últimos años. Ante el eclipse de figuras patrias
como un Cela o un Umbral –eclipse que es, sin más, la decadencia de la
gran literatura como arbitrio de la vida social–, Ford emergió ante todo
de la divulgación en el programa de José Luis Garci como emblema de un
tiempo, una estética y una gavilla de valores, no siempre claros ni
coherentes, pero casi siempre a la contra; o eso se pretendía. Un
paquete convencional que incluía el boxeo; una cierta idea romántica
pero no militante del periodismo; el tabaco, la bebida, los “paraísos
artificiales” –como se decía cuando yo era joven–; la creación artística
como evacuación y refugio, pero en todo caso empresa netamente
individual; la elegante derrota. En suma, una sublimación más o menos
forzada de aquel espacio mítico –volvemos a Garci– en que un grupo de
hombres fuman y hablan de sus cosas. La evocación de una forma de vida
espontánea, intensamente masculina, que hoy parece en retroceso, quizás
en vía de proscripción.
En
su forma ideal, este neofordismo sería, hablando claro, un refugio
contra el coñazo imperante; una milicia contra la militancia,
parafraseando a Gracián. En la medida además en que el universo de Ford
se construye a partir de los espacios de resistencia al poder por
antonomasia: el hogar, la familia y la pareja; la amistad; la
solidaridad entre soldados, trabajadores o juramentados. Espacios donde
menudencias como la política o la discusiones de moda no entran. O, por
decirlo, con Faulkner, concomitante con Ford en no pocas cosas, “los
amigos son los amigos voten lo que voten” –doctrina hoy aventurada. No
en vano su cine bélico parte ante todo de esa camaradería; una mirada de
abajo arriba en la que tanto las gestas como los desastres emergen
siempre del material humano básico –They Were Expendable se titula esa
película en la que Robert Montgomery y John Wayne piden unas San Miguel
en una barra de Manila antes de la invasión japonesa.
Quizás
por eso mismo Ford tuvo la capacidad, como reconocía Miguel Marías, de
emocionar con lo castrense, la familia o la religiosidad popular a una
generación, la crecida entre los 60 y los 70, que fuera del cine no
sentía precisamente apego por dichas instituciones. A otras generaciones
nos ha servido para volver a contemplarlas de manera no irónica. Aun
recibiendo a Ford de segunda mano –otros ya irán por la tercera o
cuarta–, no me cuesta imaginar como secundario en La taberna del
irlandés a mi abuelo, que habitó también un mundo de tascas, amigotes,
bravuconadas y guerras poco heroicas. Hombres que, si no eran
ejemplares, eran lo que fuesen de forma espontánea, sin segundas
lecturas ni ese sucedáneo de vida examinada que es hoy la
autocontemplación colectiva. Los héroes de Ford no rompen las
convenciones para cumplir algún designio gregario ni mucho menos por
exhibir una identidad, sino porque tienen un impulso individual más
fuerte que la conformidad. Es casi el exacto contrario de ese “lo
personal es político” que, invirtiendo los términos, nos ha traído un
desfile cotidiano de seres vacíos y destartalados, despojados
precisamente de cuanto hay en ellos de persona.
Interesa
por eso mismo separar a Ford de sus lecturas y recepciones epocales,
para no acabar embadurnándolo también a él de sentidos y discursos de
circunstancias. Para no degradarlo convirtiéndolo en proyectil contra lo
perecedero. Para evitar la impostura –el larpeo se dice ahora–, tan
contraria a la mitología fordiana. Hay en su cine, como en las metáforas
quevedianas de las que escribía Borges, un goce inmediato, una
sensación de hondura sin artificio que es previa a la contienda
intelectual, la política o incluso la querella de los valores. Una
aprehensión que no está mediada por la crítica ni por la ideología;
signo del arte de largo recorrido, que absorbe públicos y perspectivas; y
cuya claridad emana precisamente de no eludir las contradicciones y
zonas de sombra morales de lo real.
Jorge San Miguel (Madrid, 1977) es politólogo y asesor político.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi

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