As torcidas estão cada vez mais fartas das imposições do 'business', como denuncia Alejandro Requeijo em seu manifesto "Invasão de campo". Alberto Ajeda para El Cultural:
Llevo
todo el mes de agosto debatiéndome sobre una cuestión. De repente, se
me encendieron las ganas de volver a la grada. Corté la rutinaria
peregrinación al estadio por las exigencias de la paternidad, hace cinco
años; añadidas a las laborales, claro. Escapar de casa con una bebé que
tensaba al extremo nuestros nervios con su pertinaz llanto (noches
enteras incluidas), entre pañales, biberones y cantajuegos, no me
parecía moralmente adecuado. Liarme la bufanda al cuello y abandonar la
trinchera marital era una traición, por más que alejarme de aquel
paisaje de guerra desquiciante fuera lo que más anhelaba. Con el frente
de la crianza ya algo más estabilizado, he sentido de nuevo el gusanillo
de retomar las viejas aficiones orilladas, pero no me he terminado de
arrancar.
La
razón es que desviar de la ajustada economía doméstica una partida
monetaria para engrosar el negocio obscenamente multimillonario del
fútbol actual me frena. Y ahí he estado, comiéndome la cabeza, sin
terminar de dar el paso al frente para aposentarme de nuevo sobre la
butaca, que es una posición en el mundo adictiva de la que casi siempre
he disfrutado: los venenos inoculados en la infancia no terminan de
purgarse del todo jamás. Todavía estoy a tiempo (eso creo, porque lo
mismo me encuentro con que ya no queda un hueco para mí en las
tribunas). Me concedo la semana que viene para aclarar mis ideas y darle
forma definitiva a una determinación.
Para
decantarme por el ‘sí, quiero (volver)’ no ha ayudado mucho incluir
entre mis lecturas vacacionales Invasión de campo (Ediciones B), del
periodista Alejandro Requeijo, fundamentado recorrido por los males que
aquejan al deporte rey en nuestro país. Una serie de circunstancias que
lo ha hecho mutar radicalmente y que ha creado conflictos de conciencia
como el que me reconcome a mí. Dilemas que, poco a poco, van vaciando
estadios y, como en un vaso comunicante, acrecientan suscripciones
televisivas. Basta ver, por ejemplo, la deserción masiva de los abonados
del Barça esta temporada, la primera fuera del Camp Nou. Es un ínterin
que no ayuda, vale, pero el bajón es tan notable que denota que algo se
está haciendo mal si de lo que se trata es de mantener una atmósfera
vibrante en lo coliseos balompédicos.
A
partir de las reflexiones de Requeijo, enumero alguna de esas derivas
que a mí, personalmente, me parecen más destestables y más me
descorazonan. Razones para odiar (aborrecer quizá es más preciso) el
fútbol moderno, una tendencia cada vez más arraigada entre las
hinchadas. He de decir que en este odio detecto a veces cierto sesgo
generacional: el padre que echa pestes de la música que escucha su hijo,
convencido de que los viejos grupos que le enfervorizaban a él de joven
son muy superiores a los de ahora. Algo de nostalgia altanera hay pero,
por supuesto, sus ideólogos y seguidores señalan también sólidos
motivos por los que preocuparse ante la progresiva desvirtuación de la
tradicional liturgia de los envites ligueros y europeos de nuestros
equipos. Veamos:
Rubiales, el presidente enrocado en su lucrativa torre de marfil
Empecemos
por la actualidad. Son cerca de setecientos mil euros los que se
embolsa al año. Setecientas mil razones para aferrarse al cargo contra
viento y marea, aun provocando un cisma impar en la Federación. Pero
para perpetuarse por encima de la presión carece de la fineza de un
cardenal vaticanista o de un noble renacentista florentino. Los modales
testosterónicos lo delatan, en su manera de negociar contratos
millonarios para arrebatarle a la afición la Supercopa de España y en la
de conducirse en un palco de autoridades, con la Reina de España y la
Infanta Leonor a su vera. Del pico a Jenni Hermoso, qué más decir...
Ahora hay una carrera por ver quién se rasga más las vestiduras por esa
acción. Muchos lo hacen con llamativo retardo y con obvia
sobreactuación. Pero esa es otra historia… Lo importante es que alguien
así no parece el representante ideal del fútbol español, la figura más
indicada para estar al frente de un estamento que, sí, es privado, pero
que gestiona un interés público muy relevante… y lucrativo. Rubiales es
uno de tantos, por cierto, en esta 'liga de hombres extraordinarios'.
Caterva de comisionistas chupópteros
El
caso Neymar, por la popularidad del jugador, ha sido uno de los que
mejor nos ha permitido comprobar el vampirismo de los fondos de
inversión, comisionistas e intermediarios que pululan en los despachos
del fútbol. Los beneficios de toda esta constelación de aprovechados
adláteres es tremebunda. También conocimos gracias a la famosa serie de
Netflix sobre el caso Figo el pico que se echó al bolsillo Paulo Futre
(un kilo y medio) por convencer a su compatriota de que fichase por el
Madrid. El ídolo rojiblanco ejerció de cooperador necesario de
Florentino Pérez para que este ganara la presidencia del Madrid. Las
fortunas de figuras como Jorge Mendes, diría, están ya a la altura del
presupuesto de algunos pequeños Estados. Bárbara desproporción.
Hang the [fucking] speaker: la chapa insufrible
Es
un asunto de menor calado estructural, lo admito. Pero más insoportable
porque percute tus tímpanos durante los partidos. Y lo hace únicamente
para decir (gritar) naderías perfectamente prescindibles. “!A por ellos,
oe!”, “!Sí se puede¡”. En ese plan. También dan la chapa cuando marca
el cuadro local. Los decibelios de los que gozan acallan por completo la
expresión de euforia de la grada, también sus cánticos, de ánimo o
críticos. Al oírlo, admito también, me afloran brotes homicidas. En mi
mente, como Orfeo protegiéndose con su cítara del canto de las sirenas,
silabeo el estribillo del temazo de los Smiths Panic (Hang the dj, hang
the dj, hang the dj!), cambiando, ad hoc, la última palabra. Ya saben
por cuál la sustituyo.

C. Tangana, como un hincha más en Balaídos. Foto: R. C. Celta
Estadios discoteca: bajo tonantes decibelios
Otro
crimen de lesa futbolidad es la música (inane en gran medida) que se
apodera de la atmósfera acústica de los estadios. Una dimensión más
hurtada al hincha. En el Metropolitano se abusa del Thunderstruck de
AC/DC justo pocos instantes antes de que los jugadores salten a la
cancha, un lapso en el que es emocionante escuchar en los estadios el
crescendo del aliento canoro desde la grada. Sé que a muchos les flipa y
queda muy espectacular con la luminotecnia. Para mí tiene algo de
sacrilegio. El Barça ‘inyectaba’ también a los AC/DC (Highgway to Hell)
durante el calentamiento, que es menos grave, un momento menos
trascendente. La verdad es que no sé si es peor esto del speaker o lo de
la discoteca del descanso, con una música tan alta que no puedes ni
comentar a gusto las jugadas. Uno se siente bajo los helicópteros de Apocalypse Now,
aunque con los oídos fritos por peores piezas que la Cabalgata de las
valquirias. Esas canciones de AC/DC pegan poco con la identidad atlética
o culé. Al contrario que el himno de C. Tangana que ahora suena en
Balaídos, con las Pandeireteiras como protagonistas.
La homogeneización estética de los coliseos: patrimonio bajo la piqueta
Antes,
un aficionado al balón podía ubicar a primera vista dónde se estaba
jugando un partido emitido por la televisión. Era muy fácil. Cada
estadio tenía su idiosincrasia formal y cromática. Era sencillo también
identificar el país donde estaba disputando el duelo en cuestión (las
cajas inglesas con fachadas de ladrillo visto, por ejemplo). Con el
tiempo, las formas se han estandarizado. No es fácil, pongamos por caso,
diferenciar de entrada el nuevo San Mamés del nuevo Metropolitano.
Requeijo los mete en un mismo saco de estadios apenas distinguibles con
el De la Luz del Bénfica y el Allianz Arena del Bayern Múnich. Añadiría
Old Trafford. Patrimonio que se pierde en aras del progreso, aunque
entiendo que la comodidad y la seguridad no son cuestiones baladí.
Invasión de campo también recoge el desarraigo de algunas aficiones que
se vieron obligadas a dejar su hábitat histórico, con el caso de los
hinchas de San Lorenzo de Almagro y su querido Boedo como paradigma.
Décadas después siguen luchando por volver a su barrio natal. Aquí, los
del Atleti parecen haber transigido más o menos bien con el éxodo a
Canillejas: al fin y al cabo, siguen teniendo la Linea 5, la verde, de
referencia.

El estadio Monumental de River Plate, siempre repleto de 'trapos'.
Los anuncios no dejan ver el césped, ni la grada
Mi
amigo mexicano Víctor Hugo, sacrificado seguidor del Atlas de
Guadalajara de toda la vida, entró en estado de delirio cuando su
equipo, siete décadas después, volvió a alzarse con la liga mexicana.
Cada día, me mandaba varios artículos celebratorios del logro. Uno de
Juan Villoro, que glosaba “el milagro”. Contaba que había visto el
choque definitivo por televisión y que fue un suplicio. “Los partidos
son una pausa entre anuncios. La televisión comercial interrumpe las
jugadas para que una hamburguesa ocupe la pantalla”, comentaba
indignado, al tiempo que denunciaba que bastaba ver las camisetas de los
jugadores salpicadas por logos para aclararse sobre las prioridades de
los directivos del fútbol mexicano.
Hoy la publi, que eclosionó en nuestro Mundial 82
(las quejas contra el fútbol moderno a veces padecen cierta
desmemoria), es intocable. Los aficionados ya no pueden poner sus
pancartas. Para hacerlo, hay que iniciar un procedimiento administrativo
que ríete tú de un recurso de alzada contra un ayuntamiento. Se perdió
así ese espontáneo mosaico multicolor que formaban con las telas y que,
por ejemplo, en el Monumental de Buenos Aires, el feudo de River Plate,
ofrece una bella estampa de pasión, fidelidad y… crítica cuando toca.
Aquí eso es una añorada imagen del ayer. Cultura popular de grada
cancelada.
Gradas de animación regidas por estéticas y modales norcoreanos
Ya lo comenté en el post anterior, dedicado al movimiento ultra
en España. No echo de menos, por supuesto, a grupos como Ultrassur o
Boixos Nois en el interior de los estadios porque, si bien caldeaban el
ambiente de templos algo circunspectos, fueron por lo general caldo de
cultivo de ideas extremistas y focos de odio al diferente. Feudos
tribales en el sentido más primario. Aparte, cayeron en manos de bandas
delictivas dedicadas a actividades como el narcotráfico (el fútbol solo
era una excusa). Pero la alternativa deja mucho que desear. Las gradas
de animación orquestadas por emisarios de las distintas directivas
muestran una docilidad complaciente. Y además no soluciona parte del
problema porque mantienen los vicios clásicos de los ultras, como el
insulto sistemático al rival. Algo que no extraña porque en algunos
casos son los viejos líderes de las barras bravas locales lo que siguen
moviendo el cotarro en estos colectivos.
La asepsia ideológica de los jugadores
Los
futbolistas ensimismados en sus cascos es una estampa muy ilustrativa
de la burbuja en la que viven los máximos protagonistas del espectáculo.
Messi ha sido un paradigma en este mutismo insulso. La frase más famosa
que ha pronunciado en su carrera deportiva ha sido: “Qué mirás, bobo,
anda pallá”. Ese es su gran hit. Se entiende que se protejan al estar
bajo un escrutinio mediático que el común de los mortales no podemos ni
imaginar. Pero de ahí a convertirse en seres ensimismados que vadean
cualquier charco con evasivas triviales hay un trecho. Tienen, por otro
lado, fácil escaquearse porque las entrevistas ahora las conceden a
influencers en lugar de a periodistas. Y no olvidemos que son empresas
(recuerden al contestatario Piqué echándole Flores al Madrid de Ayuso
cuando le convenía por la Davis).
Hay
honrosas excepciones, como Raúl García, citado por Requeijo al hilo de
su expreso rechazo al trasplante de la Supercopa de España para
blanquear regímenes que pisotean nuestros principios constitucionales.
Un pronunciamiento firme que contrasta con los equilibrismos verbales de
Koke ante la misma polémica. A Koke creo que se refiere Requeijo cuando
habla de un jugador de la selección española al que robaron en un
parking de la plaza de Olavide un reloj de 70 mil euros. Hay españoles
que tardan en ganar eso varios años currando. Y hay niños que se ven
deslumbrados por esa ostentación vacua.
La hipócrita Ley Seca en la grada: a un milímetro del puritanismo
Comentaba
Diego Barcala, director de Líbero, en un artículo publicado en AS que
el punto de inflexión del fútbol tal como lo conocíamos sobrevino tras
la tragedia de Hillsborough, cuando Thatcher decidió meter en cintura a
los aficionados ingleses. Luego se demostró que la culpa de la asfixia
de casi un centenar de personas no fue de la gente sino de una mala
praxis policial. Entonces se redujeron aforos, se eliminaron las zonas
para a ver en pie los partidos, se retiraron vallas… También se
estigmatizó el alcohol. Hoy en la grada no puedes tomarte una cerveza
pero si pagas una pasta gansa por un palco (o te invitan a él) estás
facultado a jartarte de cubatas. También se puede beber en los bares de
las tripas del estadio durante el descanso, y antes del pitido inicial.
¿Vale para reducir la violencia? No está nada claro y mucha gente
sensata se queda sin poder tomarse una birra a gusto mientras observa
las evoluciones de su escuadra en la cancha. A un milímetro de la
hipocresía de la Ley Volstead estamos. No sé… Supongo también que para
algunos bobos, que diría Messi, la medida sí sirve de algo.
Todo
esto (y mucho más, que no cabe aquí), en fin, te quita las ganas de
rascarte el bolsillo, relegar a tu familia y renunciar a otras aficiones
para acercarte al estadio. Aunque Requeijo no escribió Invasión de
campo, un necesario y documentado alegato, con ánimo derrotista. Su
credo rojiblanco le impide arrojar la toalla. Y muestra que otro fútbol
es posible. Trae a colación Alemania y, en menor medida, Inglaterra,
donde la masa social de los clubes -sus socios en particular- mantienen
bastante peso en la toma de decisiones clave, como las que atañen a la
identidad de equipos.
En
el Metropolitano, la hinchada acaba de ganar la batalla del escudo,
rediseñado en su día sin someterse a la consideración de los socios.
Miguel Ángel Marín ha tenido que recular y restituir el tradicional
emblema colchonero. Pulsos ganados como este avivan ciertas esperanzas.
Muestran que quedan directivos con un ápice de sensibilidad y sensatez.
Aunque la comidilla entre los atléticos es que esta cesión tiene una
intención oscura: que la venidera venta del club no se vea alterada por
una afición en armas. El conflicto podría disuadir a los magnates que
quieran entrar en la puja. Abonarse o no abonarse, esa es la cuestión.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi

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