É muito fácil definir o feminismo, que nada tem a ver com a igualdade biológica dos sexos, mas com sua igualdade legal e ética. O problema é que, por culpa de um grupúsculo de autodenominadas feministas, passou a significar ser de esquerda, anticapitalista e até misógino. David Cerdá García para Disidentia:
Los
avances morales no son irreversibles. La tecnología rara vez atrasa las
manecillas del reloj, e igualmente la ciencia; en la ética las cosas
son más complicadas. Es tarea de todos —cada uno a su nivel de
responsabilidad— proteger sus conquistas, pues lo contrario es una
derrota de la civilización. En cuanto a la lucha feminista, la noble y
necesaria tarea de que no haya diferencia alguna, en deberes y derechos,
entre mujeres y hombres, empezamos a constatar que hay una involución
en marcha, que además ha quedado sembrada en las generaciones del
futuro. Como apunta el informe publicado por el Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud,
hay «una tendencia al alza en el apoyo hacia ciertos postulados
antifeministas entre la adolescencia y la juventud española,
especialmente entre los varones».
Los
resultados son estos: en solo cuatro años se han duplicado el número de
chicos que piensan que la violencia machista «es un invento ideológico
inexistente» o que la violencia «no es problemática si es de baja
intensidad». Un tercio de ellos piensa hoy que el feminismo «busca
perjudicar a los hombres», y casi la mitad afirma que «no se puede
debatir con feministas porque te acusan de machista muy rápido». Mi
experiencia en clase es muy similar a lo que muestra el estudio:
actitudes machistas que me hubieran resultado chocantes cuando yo tenía
dieciocho años (hace treinta y algo), y un cierto ideario de apariencia
rebelde que no aguanta una ronda de argumentación seria.
Se
me ocurren cinco razones principales para que hayamos llegado hasta
aquí, es decir, para que hayamos marchado hacia atrás como los
cangrejos.
La
primera tiene que ver con la ideologización del feminismo, una lucha
políticamente transversal que, de pronto, aparece dividida y sometida a
un fortísimo disenso. El feminismo, como se ha dicho, es muy fácil de
definir, y no tiene que ver con la igualdad biológica de los sexos, sino
con su igualdad legal y ética. De ahí ha pasado, por culpa de un
gropúsculo de autodenominadas feministas, a tener que significar ser de
izquierdas, anticapitalista y hasta transfílico-misógino. Empezaron los
socialistas hace unos años asegurando no solo que la lucha era de
izquierdas y solo de izquierdas, sino además que todos los gobiernos de
derechas habían supuesto una pérdida de derechos para las mujeres. A
estas mentiras gruesas le siguió el no va más de la ultraizquierda:
mucho más que soflamas contra la ultraderecha, la afirmación de que los
populares promueven «la cultura de la violación»,
la sugerencia de que las víctimas de violencia machista no han de
probar lo sufrido (el desprecio de la presunción de inocencia) y su
apoyo decidido al borrado de las mujeres a través de la Ley Trans que
sacaron adelante en el Congreso.
No
hace falta ser muy listo para saber qué va a pasar por la mente de los
jóvenes que, por convencimiento o por mero seguidismo familiar (son
pocos los que entre los 14 y los 20 años han desarrollado ideas
políticas propias), son de derechas y van a sentirse forzados a decirse
no feministas o antifeministas: que llegarán a estar orgullosos de
serlo. Pero no es inteligencia lo que falta —sin que sobre— entre
quienes han propiciado esto, sino vergüenza. Instalada en el «todo
vale», la «nueva política» («la política bonita») está completamente
dispuesta a dinamitar consensos sociales de muchos años con tal de ganar
votos mediante el sutil truco marketiniano de la segmentación: decir
barbaridades para polarizar al electorado y recolectar después votos
entre sus adeptos.
En segundo lugar, hay que hablar de la pornografía. Mónica Alario,
que la ha investigado mucho y bien, la llama «escuela de violencia
sexual», y es algo que una somera investigación sobre la que hay en
internet confirma. La mayoría de los vídeos pornográficos de la red
tienen títulos ofensivos de un machismo insuperable con contenidos que
no van a la zaga, prácticas abiertamente violentas y humillaciones a
mujeres que no por ser (supuestamente) consentidas son menos
denigrantes. Y esa es la parte buena, la «comercial», por así decirlo;
hay otras pornografías que es insoportable incluso reproducir y que
entrañan violaciones —también de menores— reales. Decir que todo esto
«siempre ha existido» no es solo falso, pues ignora la magnitud actual,
sino que además es cobarde; como si con este mal no pudiera acabarse,
como acabamos con otros anteriormente. Pero en cuanto a lo que nos ocupa
la cuestión es que esos contenidos están siendo vistos por niños desde
los ocho años y de manera masiva antes de la edad adulta, cosificando
gravemente su concepción de las mujeres. Ya no estamos discutiendo sobre
el anuncio del coñac Soberano de los setenta —ya de por sí
estomagante—, sino de algo bastante más perverso e igualmente asumido.
Esa
sexualización de alta intensidad tiene su correlato en otra de menor
escala: la sexualización de las menores. Hay infinidad de vídeos de
TikTok e imágenes de Instagram con bailecitos y actitudes sexuales, y
muchos de esos vídeos no es que sean ignorados por los padres, es que a
veces estos hasta los jalean y comparten. Capítulo aparte para OnlyFans,
un nivel intermedio de pornografía que ha venido a cubrir ese hueco,
por si existía alguno. Lo que tenemos, en fin, es una macrosexualización
de la sociedad que devuelve a la mujer, tras innumerables conquistas,
al estatus de cosa, y toda una industria en la que el único avance es
que muchas veces la prostituida es su propia proxeneta, una
autoexplotación en toda regla.
Ver
en todos estos fenómenos de cosificación un «empoderamiento» de la
mujer es una postura asquerosa y miserable. Hay no pocos autoproclamados
«liberales» que así lo afirman, consecuencia lógica de esa versión
amoral (inmoral) y relativista del liberalismo que establece que todo
está en venta. Quienes así se pronuncian son cómplices de que las
mujeres vuelvan a ser cuerpos fungibles y en tal sentido inferiores a
los hombres, la canción que exactamente están escuchando los jóvenes. Y
ya que hablamos de música, contribuye a esta depauperación —aunque uno
ya no sabe si como causa o como efecto— la creciente popularidad de las
letras y los vídeos machistas del reguetón y otras músicas afines, un
fenómeno ligado a una cultura latina que es más machista que la de la
metrópolis, y que está empeorando esta.
En
cuarto lugar, la cobertura que el antifeminismo del Ministerio de
Igualdad ha dado a los varones trans que han acosado a las feministas de
siempre, sean figuras literarias como J. K. Rowling o feministas de pro
como Amelia Valcárcel y Alicia Miyares. Nunca una palabra de apoyo,
siempre del lado de los varones agresivos. “Kill the TERF”: no es de
extrañar que haya varones que se digan antifeministas si ser feminista
implica, como quiere hacer esa mínima pero ruidosa y poderosa sección,
aceptar el borrado de las mujeres. Si ha habido una quinta columna del
machismo en el feminismo en los últimos años es le Teoría Queer; Judith
Butler y compañía no solo han resquebrajado el feminismo de la cuarta
ola, sino que además han dado motivos para alejarse de quienes se dicen
feministas y no son más que misóginos disfrazados.
Hay
que mencionar por último las propias redes sociales. Hubo un tiempo,
entre finales de los noventa y la primera década de nuestro siglo, en la
que el amplio consenso sobre la igualdad de hombres y mujeres hacía que
los jóvenes machistas apenas hicieran gala de ello, y que no hubiera
figuras públicas machistas que pudieran ser referentes para nuestros
jóvenes. Pero lo que tenemos ahora es a Andrew Tate, un fanfarrón
ideólogo del éxito y el varón protector y proveedor y otros clichés que
estaban superados que pasa a ser accesible para todos, generando sus
propias réplicas nacionales, influencers como Bruno Sanders y Hugo
Monteagudo —este último con más de dos millones de seguidores en
TikTok—. Estos cruces entre Jordan Beldford y Casanova están erigiéndose
en faro de muchos jóvenes. Todos ellos son representantes de la
hipergamia; la precarización del trabajo y el abandono de la ética
profesional está devolviendo al centro de la vorágine antifeminista el
atractivo del dinero como muestra de poder de los neomachotes. Las redes
también han dado lugar, por supuesto, a que el feminismo excluyente,
siempre minoritario, inunde con su propia ración de odio las mentes de
los chavales, generando reacciones hembristas desaforadas —repito: de
ínfima proporción— que además de algunas seguidoras y seguidores ha
despertado un lógico rechazo.
El
machismo es decimonónico, y nunca se ha marchado. «Dios creó a Adán
dueño y señor de todas las criaturas, pero Eva lo estropeó todo»,
escribió Martin Lutero; «La mujer [..] debe aprender a someterse sin
quejarse al tratamiento injusto y las ofensas de su marido»,
Jean-Jacques Rousseau; «es evidente que todos los desastres, o una
enorme proporción de ellos, se deben al carácter disoluto de las
mujeres»; Leon Tolstoi. Podríamos seguir así hasta el infinito. Pero lo
cierto es que lo estábamos arreglando, si no al ritmo adecuado —siempre
es lenta la justicia— si avanzando año tras año. Pero aquí estamos,
observando como malbaratamos lo conseguido y creamos nuevos nubarrones y
futuras tempestades. Ya tenemos violaciones grupales de menores y del
rock y el pop, que sus cosas tenía, hemos pasado a Maluma y su «Te
tragas todas mis vitaminas» o Bad Bunny y su «to’a las putas quieren
kush… las putas se montan fácil como en GTA» y a la muchachada flipando.
Como decía Eduardo Galeano, vamos derechos al desastre; ¡pero en qué coches!
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi

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