George
Washington es una de las figuras más reconocibles de la historia de
Estados Unidos. Pero la familiaridad da paso al desdén. Muy a menudo,
Washington es un viejo cuadro en la pared –solemne, impersonal y
distante – o el protagonista de cuentos y canciones infantiles. Todos
sabemos que cortó un cerezo y dicen que tenía dientes de madera.
El
verdadero George Washington es mucho más fascinante. Todos podemos ver
las brillantes evoluciones de la pluma de Jefferson, la obra
constitucional de Madison o el éxito de la política económica de
Hamilton y eso nos puede llevar a pasar por alto o subestimar la
magnitud de los logros de Washington. Sin embargo, como afirma James
Flexner, el mejor biógrafo de Washington, éste fue el “hombre
indispensable” para la fundación de la nación americana.
Recordemos
que miramos a la historia con el lujo de saber lo que pasó. Lo que
podría parecer inevitable u obvio a posteriori muy frecuentemente era un
camino audaz cuyo resultado era incierto en el mejor de los casos.
Debemos rescatar este sentido de imprevisión y atrevimiento si hemos de
entender a Washington.
Soldado
de profesión y agrimensor de oficio, Washington fue primero y ante todo
un hombre de acción. Estuvo en cada encrucijada importante del camino
hacia la fundación de la nación americana; sus decisiones y sabiduría
práctica fueron cruciales para el éxito de la iniciativa en cada etapa. Y
en cada momento –desde la época en la que se convirtió en comandante en
jefe hasta el día de su muerte– su proyecto fue fundar una nación que
se autogobernara, una república constitucional. Es aquí donde vemos la
brillantez de la calidad del Washington estadista, su pericia con el
pulso político de la nación, todo al mismo tiempo que exhortaba,
aconsejaba, advertía, alentaba y lideraba a sus compañeros patriotas en
sus esfuerzos comunes.
De
1775 en adelante, cuando el Congreso Continental lo nombró Comandante
Militar de las Fuerzas Continentales, Washington personificó la
Revolución Americana y fue el líder de facto en la lucha colonial.
Durante ocho años, el general Washington lideró un pequeño ejército en
los rigores de la guerra, desde las derrotas en Nueva York y el
arriesgado cruce del río Delaware hasta las penurias en Valley Forge y
el triunfo final en Yorktown.
Gracias
a su fuerza de carácter y gran liderazgo, Washington transformó una
milicia con insuficientes fondos en una fuerza capaz que, aunque nunca
pudieron enfrentarse frontalmente al ejército británico, aventajó y
derrotó al poder militar más potente del mundo. Washington perdió más
batallas de las que ganó, pero su estrategia defensiva hizo que
alcanzara su objetivo político: una nación independiente y unificada.
Después
de la guerra, Washington fue el eje central de la correspondencia entre
los hombres más ponderados de la época, liderando la iniciativa de la
construcción de la nación. Fue decisivo para que se llevase a cabo la
Convención Constitucional y su ampliamente publicitada participación en
ella le dio al documento resultante una credibilidad y legitimidad que
de otra forma le hubiese faltado. Habiendo sido inmediata y unánimemente
elegido presidente de la Convención, Washington trabajó activamente de
principio a fin en el proceso de crear la nueva Constitución. “Estén
seguros”, le recordó James Monroe una vez a Thomas Jefferson, “de que su
influencia fue lo que sacó adelante a este gobierno”.
Como
primer presidente de Estados Unidos sentó el precedente que define lo
que significa ser un ejecutivo constitucional: fuerte y enérgico,
consciente de los límites de su autoridad pero defendiendo las
prerrogativas de su cargo. Como escribió un delegado a la Convención,
los amplios poderes de la presidencia no habrían sido tan grandes “si
muchos de los miembros no hubiesen tenido los ojos puestos en el general
Washington como presidente; ellos moldearon sus ideas acerca de los
poderes que se le debían otorgar al presidente por la opinión que tenían
sobre las virtudes de Washington”.
Y
el ingrediente principal de todas estas cosas era el carácter moral,
algo que Washington se tomaba muy en serio y que dio a su poder de
decisión una calidad profundamente prudente y a su autoridad una
magnanimidad incomparable. “Su integridad era pura, su justicia la más
inflexible que he conocido nunca, no había motivos de consanguineidad,
amistad u odio que fueran capaces de influenciar en su decisión”,
observó posteriormente Jefferson. “En efecto, era, en todo el sentido de
la palabra, un hombre sabio y bueno, un gran hombre”.
No
es una coincidencia, por tanto, que el legado más importante de
Washington llegara en los momentos de tentación, cuando tuvo ante sí la
seducción del poder. Dos veces durante la Revolución, en 1776 y
nuevamente en 1777 cuando el Congreso se vio forzado a abandonar
Filadelfia ante el avance de las tropas británicas, se le concedió al
general Washington poderes prácticamente ilimitados para mantener la
campaña bélica y preservar la sociedad civil, poderes no muy distintos
de los asumidos en épocas anteriores por dictadores romanos. Él aceptó
la responsabilidad pero devolvió esa autoridad tan pronto como fue
posible.
Después
de la guerra, hubo llamamientos para que Washington exigiese el poder
político de manera formal. En efecto, siete meses después de la victoria
en Yorktown, uno de sus oficiales sugirió lo que muchos pensaban que
era más que razonable dentro del contexto del siglo XVIII: que Estados
Unidos debería establecer una monarquía y que Washington debería
convertirse en rey. Un Washington horrorizado rechazó sin más la oferta
de forma inmediata considerándolo algo inapropiado y deshonroso,
exigiendo que nunca más se volviera a tocar el tema.
Más
sutil y problemática fue la maniobra de un grupo de oficiales en 1783
para usar las fuerzas militares, con o sin la participación de
Washington y así amenazar al Congreso Continental para asegurarse su
paga del ejército. La conspiración de Newburgh puso a Washington en una
posición crítica y delicada. Si hubiese ignorado el descontento o si lo
hubiese aprobado tácitamente, el resultado político habría sido bastante
diferente y la posibilidad de una resolución pacífica de las cuestiones
constitucionales habría sido menos probable.
Y
además de todo eso, varios líderes políticos apoyaban la presión del
ejército y querían usar la amenaza como una forma de fortalecer su
llamamiento a favor de un gobierno nacional. El congresista Alexander
Hamilton recomendó que Washington “tomara la dirección de estos” y
liderase la iniciativa.
Pero
Washington se negó a aceptarlo. “El ejército”, increpó al joven
Hamilton, “es un instrumento demasiado peligroso como para estar jugando
con él”. Más bien, respondió a esos papeles sin firmar que hacían un
llamamiento al ejército a la rebelión contra los líderes políticos,
invitando a que se celebrase una reunión de sus oficiales el 15 de marzo
–los idus de marzo– de 1783. Allí, Washington denunció la maniobra como
destructora de las bases mismas del gobierno republicano y expresaba su
“máximo horror y aversión” contra aquellos que “abriesen las compuertas
de la discordia civil e inundasen de sangre nuestro emergente imperio”.
Después
del discurso, Washington sacó una carta de su bolsillo expresando la
intención del Congreso de compensar al ejército. Titubeó, sacó un par de
lentes e hizo un comentario: “Caballeros, me tendrán que permitir que
me ponga los lentes porque no sólo he envejecido sino que hasta me he
quedado casi ciego al servicio de mi país”. Muchos oficiales estaban
conmovidos hasta las lágrimas. Si el discurso no había logrado ya
destruir la revuelta, ese comentario aseguró su desaparición.
“En
otras ocasiones, Washington había contado con apoyo por los esfuerzos
del ejército y la tolerancia de sus amigos”, escribió el capitán Samuel
Shaw sobre el episodio, “pero en esto, se mantuvo él solo”.
Para
finales de año, un Washington victorioso en la guerra procedió a
renunciar a su comisión militar voluntariamente. Cuando renunció
nuevamente, después de su segundo mandato como presidente, un atónito
rey Jorge III lo proclamó como “el personaje más grande de la era”. Su
apacible transferencia de poderes presidenciales a John Adams en 1797
dio paso a la instauración de una de las más grandes tradiciones
democráticas americanas.
Sin
Washington, Estados Unidos nunca habría ganado su Guerra de
Independencia; él fue el catalizador de la fundación estadounidense. Aún
más significativo es que demostró que el gobierno republicano no sólo
era posible sino que en efecto era algo noble. Derrotado y exiliado,
Napoleón lamentaba el significado de todo aquello: “Querían que yo fuera
otro Washington”.
Nadie
hizo más por poner a Estados Unidos en el camino del éxito que George
Washington. Nadie hizo más para asegurar un gobierno con suficiente
poder para funcionar pero con suficientes límites como para permitir que
la libertad floreciera. Nadie dejó el poder con más dignidad o hizo más
por garantizar la próspera sociedad de la que Estados Unidos disfruta
hoy. Es por eso que ni Jefferson, ni Madison, ni Hamilton, sino
Washington y solamente Washington, es considerado el padre de esta
nación.
Ya
desde 1778 se celebraba el cumpleaños de Washington; a principios del
siglo XVIII ya era feriado, el segundo sólo por detrás del 4 de julio,
día de la Independencia Americana. El Congreso lo reconoció oficialmente
como feriado en 1870. La ley de 1968 que pasa la celebración de
feriados al día lunes, hizo que el cumpleaños de Washington pasara a
conmemorarse del 22 de febrero al tercer lunes de febrero. Al contrario
de lo que creen muchos, ninguna ley del Congreso u orden presidencial ha
cambiado la denominación del Día del Cumpleaños de Washington por la de
“Día del Presidente”.
Si
los americanos desean honrar a George Washington, deberían traer a la
memoria sus hazañas, recordar sus consejos y llamar nuevamente a este
feriado que celebra al personaje como lo que en realidad es: el día del
cumpleaños de Washington.
© Heritage.org (Versión en inglés) | © Libertad.org (Versión en español)
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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