Diretor do Instituto Juan de Mariana (Espanha), Juan Ramón Rallo afirma, em artigo publicado pelo Instituto Cato,
que a resposta liberal às más opções que uma pessoa faz para existir
não pode passar pela limitação das liberdades de alguém, mas pela
eliminação das múltiplas barreiras que ainda hoje obstaculizam o
surgimento de boas alternativas:
Afirma mi compañero Esteban Hernández
que servidor es liberal en todos los aspectos salvo en uno crucial: “el
poder”. A su juicio, muchos liberales nos hemos vuelto los aliados de
los poderes fácticos (“los tontos útiles”, imagino que preferiría haber
escrito) y, al hacerlo, hemos traicionado la esencia propia del liberalismo: luchar contra la interferencia del poder (en este caso, la del “poder económico”) sobre nuestras vidas.
Empecemos por el principio: ¿cuál debería ser la postura liberal
frente al poder? Hernández presume que la postura liberal ha de ser la
de impedir que cualquier poder ejerza influencia alguna sobre vidas
ajenas, pero para llegar a una conclusión tan fuerte habría que empezar
por demostrarlo. A la postre, poder simplemente significa “facultad o
potencia de hacer algo”: por ejemplo, poder leer simplemente significa
poseer la capacidad para leer (a saber, disponer de aquellos medios
humanos y materiales que permiten alcanzar el objetivo de leer); poder
escalar el Everest significa poseer la capacidad de coronar la cima.
Eliminar el poder, pues, sería tanto como eliminar la capacidad de
obrar: suprimir las capacidades de cada persona para alcanzar sus
correspondientes fines.
Sin embargo, es dudoso que Hernández se vea perturbado por los
poderes/capacidades que ejerce un individuo aislado. Lo que —entiendo—
le preocupa enormemente es lo que podríamos denominar 'poder social': a
saber, nuestra capacidad para influir sobre la vida de otras personas.
Desde esta perspectiva, lo que deberíamos hacer los liberales es
criticar toda forma de poder social: toda capacidad que posea cualquier
individuo para influir en la vida de los demás.
Pero esta exigencia resulta enormemente problemática por dos motivos:
por un lado, porque las personas interactúan entre sí y, al hacerlo,
cada una de ellas ha de contar con plena autonomía para determinar los
términos de esa interacción, algo que inevitablemente influirá sobre la
vida de los demás; por otro, porque, en muchos casos, los fines vitales
de una persona pueden consistir en influir a los demás.
Primero, desde un punto de vista liberal, toda relación entre dos
personas ha de ser de mutuo acuerdo. Si un individuo puede ser forzado a
relacionarse con otro, entonces estamos recortando sus libertades.
Imaginemos una persona a la que se obliga a casarse con otra; o a
trabajar profesionalmente con otra; o a escribir en un determinado medio
de comunicación; o a vender su casa a un comprador; o a unirse a una
determinada confesión religiosa, etc. El liberalismo evidentemente
defenderá la libertad de cada individuo para rechazar asociarse con
aquellos con los que no desea asociarse. Pero en tanto en cuanto le
reconocemos a cada persona el derecho a decir que no, también le estamos
reconociendo el derecho a decir un 'sí condicionado': “si me prometes
fidelidad, me casaré contigo”; “si nos repartimos las tareas de esta
manera, cooperaré profesionalmente contigo”; “si me garantizas la
autonomía para escribir lo que quiera, publicaré en tu medio”; “si me
pagas tanto por la casa, te la venderé”; “si me permites compatibilizar
tu religión con el culto a mis dioses familiares, entonces me uniré”,
etc. La libertad para negociar los términos de la interacción es, en el
fondo, la libertad para tratar de influir sobre los demás: “Si quieres
relacionarte conmigo, adapta tus planes vitales a satisfacer mis
peticiones”. Pero eso, la capacidad de condicionar los términos de mis
relaciones con los demás, es poder social.
¿Debe el liberalismo obligar a una persona a que se relacione con las
demás? No: sería un incuestionable ataque a su libertad. ¿Debe el
liberalismo impedir que una persona establezca condiciones a sus
relaciones con los demás? Sería absurdo, dado que entonces muchas
interacciones potencialmente beneficiosas dejarían de desarrollarse (y,
además, le estaríamos dando todo el poder a la contraparte: esta podría
exigirnos interactuar con ella sin darnos nada a cambio). Entonces,
¿puede el liberalismo oponerse 'per se' a toda manifestación de poder
social? Desde luego que no.
Pero, como decíamos, existe un segundo motivo por el cual el
liberalismo no debe oponerse a toda manifestación del poder social: los
planes vitales de muchas personas consisten, precisamente, en influir
sobre los demás. Pensemos en lo que sucede con filósofos, predicadores,
'influencers', opinólogos, publicistas y también empresarios: todos
ellos dedican sus vidas a tratar de persuadir a los demás de que
deberían abrazar determinadas ideas, determinado estilo o determinado
producto. Y algunos de ellos, en la medida en que gocen de mejores
tribunas, de mejores argumentos o de mejor habilidad divulgadora, serán
más eficaces a la hora de lograr su objetivo: es decir, tendrán un mayor
poder social sobre los demás. El propio Esteban Hernández posee mayor
poder social para persuadir al resto de ciudadanos que un jubilado o un
estudiante de periodismo (escribe en uno de los periódicos más leídos de
España; posee una prosa convincente, y es una persona con un buen
bagaje de lecturas): ¿deberíamos restringir su libertad para anular ese
poder social de persuasión? No parece que en sí mismo sea algo negativo o
reprobable, por mucho que Hernández termine influyendo poderosamente
sobre la vida de sus lectores.
La postura liberal ante el poder,
pues, no puede ser la de oponerse sin más a cualquier capacidad de
obrar o de ejercer algún tipo de influencia sobre los demás sino, en
esencia, la de oponerse al poder ilegítimo, ya sea ilegítimo en su
origen o en su (ab)uso. Es decir, cuando una persona posee poder por
haber violado derechos ajenos (“soy rico porque me he apropiado
violentamente de los bienes de otros”; “tengo una enorme capacidad de
influencia porque soy la única editorial autorizada a publicar libros”) o
cuando ejerce ese poder para conculcar derechos ajenos (“uso mi
verborrea para manipularte y que cometas un crimen”; “te contrato para
que extorsiones a mi vecino”), entonces el liberal se opondrá
radicalmente a esas formas de poder. 'A contrario sensu', si una persona
ejerce sus capacidades dentro de su esfera de derechos individuales
(libertad, propiedad, contratos), entonces 'prima facie' no habrá nada
que reprocharle.
Por ejemplo, Hernández se queja de que, actualmente, el poder se
concentra en el sector financiero: dejando de lado la conspiranoia que
en demasiadas ocasiones existe al respecto, los liberales sí nos
oponemos frontalmente a los privilegios que alimentan ese poder financiero en la actualidad, a saber, su acceso (cuasi) ilimitado a la liquidez del banco central y su promesa de rescate a costa del contribuyente.
¿Cuántas entidades financieras sobrevivirían si cerráramos los bancos
centrales (o los sometiéramos a los mismos principios jurídicos a los
que se somete el resto del sector privado) y si impidiéramos el rescate
estatal de la banca? Con su modelo de negocio presente, probablemente
ninguna: difícil concluir que semejante discurso beneficia a sus
principales perjudicados, esto es, al poder financiero. En cambio,
Inditex se dedica a diseñar, producir y distribuir textil sin violar los
derechos de ninguna persona: para arruinarla deberíamos restringir muy
seriamente la libertad de las personas de relacionarse con ella. El
poder (económico y social) de unos es ilegítimo, mientras que el de la
otra no lo es.
Con todo, puede que limitar la crítica liberal al poder ilegítimo no
satisfaga plenamente a quienes, desde la izquierda, se preocupan, no sin
cierto motivo, de que las diferencias de poder, incluso legítimas,
puedan conducir a situaciones de opresión o dominación: a saber, que uno
se convierta, en contra de su voluntad, en un títere dentro de los
planes de otra persona. Y, al respecto, permítanme efectuar dos
comentarios.
Primero, cuando se afirma que una persona se relaciona (por ejemplo,
laboralmente) con otra “en contra de su voluntad”, lo que en realidad
estamos queriendo decir es que “esa persona no querría relacionarse con
la otra, pero sus restantes alternativas son tanto peores que no le
queda otro remedio menos malo”. ¿Y por qué todas sus alternativas son
tan malas? En ocasiones, porque se están violando sus libertades (por
ejemplo, un esclavista que amenace con ejercer la violencia contra su
esclavo si este le desobedece); en otras, por mala suerte, malas
decisiones vitales, mala situación de partida, mal entorno, etc. (por
ejemplo, si me hipoteco para comprarme una casa y esta se destruye en un
terremoto sin haberla asegurado, mi situación personal se volverá muy
precaria sin necesidad de que nadie haya violado mis libertades en esa
triste sucesión de acontecimientos). Cualquier ser humano mínimamente
empático lamentará que otras personas se hallen en posiciones precarias
desde las que tomar decisiones: algunos de ellos decidirán ayudarlos,
otros se mostrarán indiferentes y aun otros tratarán de aprovecharse. La
cuestión, empero, es si un ordenamiento jurídico liberal puede
imponernos a todos algún tipo de obligación para con esas personas: ya
sea limitar nuestra libertad de relacionarnos con ellas (“no es
aceptable que os relacionéis de este modo”) o ya sea el disfrute pleno
de nuestra libertad o propiedad (“tenéis que destinar parte de vuestro
tiempo o de vuestros recursos a ayudarles forzadamente”).
Y, en demasiadas ocasiones, esta cuestión se formula únicamente en
relación con el derecho de propiedad: como si la propiedad, por alguna
extraña razón no bien expresada, fuera menos importante que otras de
nuestras libertades. Así que traslademos esa misma cuestión a otros
ámbitos: imaginemos que Pablo Iglesias tiene mayor capacidad de persuasión que Santiago Abascal
(Iglesias tiene un enorme poder social sobre los votantes y Abascal
no). ¿Cuál debería ser la respuesta del ordenamiento jurídico ante esta
situación? ¿Deberíamos impedir que Iglesias desmonte discursivamente las
propuestas de Abascal para que los votantes no huyan del segundo y se
echen en brazos del primero? (es decir, impedirle que ejerza su poder
social de influencia sobre el votante en perjuicio de Abascal), ¿O
deberíamos obligar a los ciudadanos a que regalen parte de su tiempo y
recursos a Abascal para que este pueda competir en términos más
equitativos con el persuasivo Iglesias? (por ejemplo, asistencia
obligatoria a sus mítines o transferencias de recursos a su plataforma
política). Planteado de este modo, creo que a todos nos chirriará que,
en nombre de la libertad, puedan llegar a plantearse semejantes
limitaciones de la libertad de expresión, de la libertad de asociación o
de la propiedad privada.
No, la respuesta liberal ante la precariedad de las opciones vitales
de una persona (y su consecuente desventaja negociadora en los tratos
con terceros) no puede pasar esencialmente por limitar las libertades de
nadie, sino por suprimir las muchas barreras regulatorias que a día de
hoy todavía siguen obstaculizando la aparición de buenas alternativas
(verbigracia, restricciones a la competencia que instituyen monopolios y
monopsonios), por minimizar la pobreza, por incrementar el poder
negociador de muchas personas vía asociacionismo (mutualidades,
sindicatos, asociaciones de consumidores, etc.) y por promover
comportamientos voluntarios de carácter virtuoso (responsabilidad para
con uno mismo y para con los demás). No hace falta cercenar las
libertades de nadie para mejorar las alternativas existenciales de
muchísimas personas: basta con no perjudicarlas de un modo ilegítimo.
Pero además, y en segundo lugar, ¿cuál es la alternativa, dizque
liberal, que nos ofrece Hernández para liberar a los ciudadanos de
cualquier situación de dominación social? ¡Someterlos todavía más al
demos! Es decir, aumentar la capacidad de interferencia de las mayorías
políticamente organizadas sobre la esfera de derechos de cada ciudadano
(ya sea controlando su libertad de acción, sus propiedades o su libertad
de asociación). ¿En qué sentido aumentamos la libertad de las personas
cuando las sometemos, 'de iure' y 'de facto', a la arbitrariedad de las
mayorías? En ninguno: si una persona quiere asociarse voluntariamente
con otras para ganar poder de negociación frente a un tercero, es muy
libre de hacerlo; lo que no debería poder hacer es utilizar la violencia
contra ese tercero.
En definitiva, el liberalismo no está en contra de la capacidad de
obrar de las personas, pues es esa capacidad de obrar lo que les permite
perseguir sus proyectos vitales. Tampoco se opone 'per se' a que una
persona trate de influir al resto, siempre y cuando lo haga dentro del
ejercicio de sus libertades. A lo que sí se opone es a violar la esfera
de derechos de una persona: es decir, al poder ejercido y perpetuado
sobre la premisa de la desigualdad jurídica entre los seres humanos.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog Laissez Faire de El Economista (España) el 26 de noviembre de 2018.
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