BLOG ORLANDO TAMBOSI
La víctima profesional puede acusar al otro de ser una rata, un facha, un enemigo del pueblo o lo que sea, y no perder un gramo de virtud. Carlos Granés para The Objective:
Vivimos
en el tiempo de las víctimas, de las identidades victimizadas, del arte
que homenajea a la víctima o que es directamente victimista. No es del
todo extraño. La víctima ocupaba un lugar importante en nuestras
sociedades por una razón evidente: son la imagen viva de cataclismos políticos o sociales que no deben repetirse,
y que se prevendrán en la medida en que se recuerden. Para conjurar el
olvido se crean museos de la memoria y monumentos, se realizan homenajes
periódicos o se le da voz a las víctimas. La fuerza moral de este
personaje, de la víctima real, genera consenso. Hace que aflore la común
humanidad; hace que todos acordemos que por ahí no podemos volver a
pasar. Ningún ser humano, sea quien sea, puede ser sometido al trato que
recibió la víctima.
Lo
sorprendente es que la merecida importancia que tiene la víctima en
nuestra sociedad, su visibilidad y el efecto que tiene su voz, se han
convertido en un capital codiciado.
Se ha producido una mutación de valores inesperada, nociva, que ha
convertido la odiosa condición de víctima en una opción atractiva.
Personas que no han pasado por situaciones extremas, quieren ahora gozar
de las prerrogativas que se le dan a quienes sí lo han hecho. Son las
víctimas profesionales de nuestro tiempo, personajes como Rodrigo Rojas
Vade, un joven anónimo que logró hacerse elegir para la Constituyente
chilena con una historia de padecimientos y de lucha contra el injusto
sistema de salud de su país. Decía tener cáncer y era falso. Por lo
visto tenía sífilis.
La
víctima profesional no sólo accede a cargos y se le celebra con premios
y exposición pública, también obtiene otros privilegios. También puede
segregar por motivos raciales, por ejemplo. Para la víctima profesional
la blanquitud es una amenaza; su rechazo y señalamiento, un acto de
reivindicación identitaria y una manera de crear un espacio seguro donde
la víctima, finalmente, puede ser. Eldridge Cleaver, el escritor
afroamericano que ganó celebridad en los sesenta con su libro Soul on
Ice, confesaba haber violado mujeres negras como entrenamiento para
violar mujeres blancas, porque para él la violación era un acto
insurreccional, una manera de desafiar el opresivo mundo de las leyes y
valores blancos.
La
víctima profesional, por supuesto, puede acusar al otro de ser una
rata, un facha, un enemigo del pueblo, un pitiyanqui, la antipatria o lo
que sea, y no perder un gramo de virtud ni de integridad. Su bondad y
su tolerancia quedan intactas. Está señalando el mal que corrompe la
sociedad y que merece el desprecio unánime, y en ocasiones un cordón
sanitario: una ley contra el fascismo, como la de Maduro en Venezuela, o
una ley que permita despojar de la nacionalidad, como en la Nicaragua
de Ortega, a los traidores de la patria. La víctima profesional es la
conciencia pura, es el nuevo juez y verdugo. Señala el mal, el enemigo.
Lejos de generar consenso, como ocurre con la víctima real, genera
división. Aquellos que no reconocen mi dolor, aquellos que lo perpetúan,
aquellos que no se pliegan a mi causa y no me siguen, son basura, una
amenaza que corrompe las bases puras de la sociedad.
La
víctima profesional siempre aspira al liderazgo y al protagonismo.
Quien más ha pensado este fenómeno, el filósofo italiano Daniel
Gigliogli, decía lo siguiente: «El líder que se comporta como víctima
propone a sus gregarios un pacto afectivo implícito –a veces también
explícito-, una identificación mediante la potente palanca del
resentimiento. Es la clave de todo populismo». Ahí reside el atractivo
de convertirse en víctima, su secreto encanto: permite odiar con total
impunidad; incluso, vender el odio como causa noble, como una cruzada
moral purificadora o emancipadora.
El
líder víctima pone a prueba el amor de sus fieles. Tras el triunfo de
la Revolución cubana, cuando el camino aún era la democracia y al frente
del ejecutivo estaba Manuel Urrutia, Fidel Castro amenazó con renunciar
a su cargo de primer ministro por sus desavenencias con el gobierno. El
resultado fue el esperado: Urrutia tuvo que asilarse en la embajada de
Caracas antes de que las hordas, acusándolo de ser el enemigo del
pueblo, pusieran su vida en peligro. Lo normal en democracia es que la
ciudadanía proteste contra los gobiernos que no cumplen sus
expectativas; lo normal en el caudillismo es que el líder convoque al
pueblo para que le dé muestras de afecto. Y para que juntos, cabeza y
cuerpo, conductor y pueblo, sellen un pacto de unión indestructible:
todo lo que hagamos estará bien porque somos la patria y porque la
verdad moral está de nuestro lado, y a los malos que nos quieren hacer
fracasar porque no quieren que el pueblo progrese, que nos calumnian,
que nos persiguen, que nos deshumanizan, que son una amenaza para la
patria o la democracia; a ellos, ni agua. Esta es la historia de los
últimos ochenta años en América Latina. Es descorazonador ver que ahora
también es el día a día de la política española.
Postado há 9 hours ago por Orlando Tambosi
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