Chamado de "novo Darwin", E. O. Wilson fundou a sociobiologia e popularizou o conceito de "biodiversidade", além de ter sido um pensador e cientista polêmico e estimulante. Antonio Diéguez para a revista Letras Libres:
Fue
en las redes sociales donde me enteré de la triste noticia del
fallecimiento, el pasado 26 de diciembre a los 92 años, del gran
mirmecólogo Edward O. Wilson, al que no sin cierta arbitrariedad se le
ha llamado (por Tom Wolfe) “el nuevo Darwin”. Habiendo sido el mayor
especialista en hormigas que ha existido, no es, sin embargo, a esta
causa a la que hay que atribuir la extensión de su popularidad, que iba
mucho más allá del estrecho círculo de los especialistas.
Hoy
quizás Wilson sea recordado por sus últimos libros de divulgación sobre
la creatividad o sobre el sentido de la existencia, o por haber
popularizado el término “biodiversidad” y haberse convertido en uno de
los más activos defensores de lo que ese concepto reivindica (su
propuesta de reservar intocada la mitad de nuestro planeta para la
conservación y el fomento de la diversidad de las especies que lo
pueblan ha recibido una amplia atención), pero los más veteranos le
recordaremos por otra empresa mucho más controvertida, aunque no menos
influyente. Wilson fue el padre de una disciplina, de accidentado
periplo, conocida como Sociobiología. Su obra con este título (o, más
precisamente, con el título de Sociobiología: la nueva síntesis) marcó
un antes y un después en la biología teórica.
El
libro, publicado en 1975, en realidad no hacía más que extender a otras
especies el recurso teórico que Wilson ya había aplicado con éxito a
las hormigas. Ese recurso consistía sencillamente en explicar el
comportamiento social de aquellas especies que poseen dicho rasgo por
medio de hipótesis adaptacionistas, en coherencia con lo que la propia
teoría de Darwin reclamaba. Esta era una tarea que, desde las
derivaciones peligrosas a las que condujo el darwinismo social a finales
del siglo XIX y principios del XX y, sobre todo, desde la
Sozialbiologie de los nazis, nadie se había atrevido a retomar.
Si
Wilson se hubiera limitado a hacer eso con las hormigas, o incluso con
los chimpancés o algunos otros primates no humanos, el asunto habría
quedado como una mera propuesta interesante, audaz quizás, dentro de un
campo, el de la biología evolutiva, que nunca ha tenido demasiados
promotores, aunque sí muchos críticos profanos. Pero Wilson dedicó el
último capítulo del libro, una treintena escasa de páginas, al ser
humano, y eso desató el escándalo.
¿Acaso
se atrevía a decir que el comportamiento social de los seres humanos
tenía una explicación biológica, genética incluso? ¿Acaso quería Wilson
volver a las viejas ideas que conectaban el éxito social, económico, o
político con presuntas ventajas adaptativas desplegadas por los
triunfadores, buscando con ello una justificación biologicista del statu
quo? ¿No estaba ya suficientemente asentada en las ciencias sociales la
idea de que lo social y lo cultural son, en el ser humano, creaciones
que obedecen exclusivamente a las determinaciones contextuales y
cambiantes del entorno?
La
oposición a las pretensiones de Wilson, que este reiteró cuatro años
más tarde en su libro Sobre la naturaleza humana, con el que ganó el
Pulitzer, fue tan fuerte que no solo recibió críticas demoledoras en
revistas científicas y en medios de comunicación, sino que sufrió un
hostigamiento personal que culminó el día en que unos asistentes a una
de sus conferencias le arrojaron un cubo de agua fría. Entre sus
críticos más acérrimos y constantes estuvieron los miembros del grupo
Science for the People y dos colegas de Harvard, su propia universidad:
Richard Lewontin y Stephen Jay Gould. Veían en la sociobiología de
Wilson poco más que una pseudociencia de clara orientación conservadora
que, al pretender basar en la genética los comportamientos sociales
humanos y, por tanto, al fijarlos en nuestra naturaleza, cerraría el
paso a cualquier intento serio de acabar con las injusticias y
desigualdades que nos aquejan. Por otro lado, entre las críticas más
cuidadosas y rigurosas desde el punto de vista teórico estuvo la que el
filósofo de la biología Philip Kitcher realizó en su libro Vaulting
ambition.
Si
bien el debate nunca pudo volver al estricto terreno académico, dadas
las implicaciones políticas señaladas, la polémica se acalló bastante
cuando Peter Singer, un filósofo poco sospechoso de conservadurismo,
publicó en 1999 un librito titulado Una izquierda darwiniana, en el que
intentaba tranquilizar a los lectores de izquierda mostrándoles que el
darwinismo no era ni mucho menos su enemigo. Como escribe Singer en las
primeras páginas, “ha llegado el momento de que la izquierda se tome en
serio el hecho de que somos animales evolucionados y de que llevamos el
sello de nuestra herencia, no solo en la anatomía y el ADN, sino también
en nuestro comportamiento”.
La
sociobiología tenía puntos débiles, claro está, como suele suceder con
propuestas teóricas novedosas y arriesgadas. Quizás el principal de
ellos estaba en considerar que eran las conductas sociales concretas (o
incluso las ideas y creencias, o a lo sumo ciertas reglas epigenéticas)
las seleccionadas por la selección natural. Con el tiempo, este supuesto
problemático fue eliminado por la disciplina sucesora: la psicología
evolucionista. En ella, lo que se selecciona son los mecanismos
psicológicos que resultan adaptativos y que favorecen la generación de
esas conductas ante las circunstancias adecuadas. Pero este no era el
único problema.
No
es cuestión de entrar ahora en tecnicismos. Digamos solo que las
hipótesis propuestas por la sociobiología eran muy especulativas y de
difícil contrastación empírica, por no decir imposible, lo cual ponía en
cuestión el propio carácter científico de la disciplina. Además, sus
críticos señalaban que las explicaciones sociobiológicas adolecían en
bastantes ocasiones de un cuestionable determinismo genético. Wilson
siempre rechazó esto último e insistió en que no había que confundir con
el determinismo, según el cual los genes determinan formas culturales,
la tesis de la coevolución entre genes y cultura, que era la que él
sostenía.
No
fue esta la única polémica filosófico/científica en la que se vio
envuelto Wilson. Para proporcionar una explicación adaptacionista del
altruismo y de otras facetas de la sociabilidad, tanto en humanos como
en otros animales, apeló a la selección de grupos, es decir, a la vieja
idea de Darwin, prácticamente abandonada, de que la selección natural,
en estos casos, puede actuar directamente sobre grupos de organismos y
no solo sobre organismos individuales. En años posteriores la selección
de grupos ha vuelto a ser tomada en consideración, con funciones
limitadas, por biólogos y filósofos de la biología.
En
el terreno epistemológico, muy controvertida fue también la tesis que
defendió en uno de sus mejores libros, Consiliencia. La unidad del
conocimiento, publicado en 1998. Lo que en principio Wilson presentaba
como un proyecto loable (y tantas veces anhelado) de desdibujar las
fronteras entre las ciencias y las humanidades, puesto que “la mayor
empresa de la mente siempre ha sido y siempre será el intento de
conectar las ciencias con las humanidades”, siendo “la actual
fragmentación del conocimiento y el caos resultante en la filosofía, no
[…] reflejos del mundo real, sino artefactos del saber”, fue recibido
por algunos humanistas como un intento embozado por parte de los
científicos de quedarse con buena parte del pastel de las humanidades,
si no con todo él.
El
movimiento de la tercera cultura (Wilson prefería la denominación de
“tercera Ilustración”), en el que algunos encuadraron su propuesta,
nació bajo la sospecha (probablemente injusta en el caso de Wilson, pero
no tanto en el de autores como John Brockman) de que, en realidad, lo
que se quería trasladar a la sociedad era la idea de que los científicos
podían hacerlo mejor que los humanistas en los campos y temas en los
que estos tradicionalmente habían fracasado.
Termino
este recordatorio de Wilson con una anécdota personal. En la primavera
de 2007, durante una estancia de investigación en la Universidad de
Harvard, en la que Wilson era aún profesor emérito, tuve la oportunidad
de escucharle en directo. Impartió una conferencia en la Divinity
School, que es el nombre harrypotteriano con el que los anglosajones
suelen designar a la Facultad de Teología en sus universidades. Iba
allí, tal como dijo, a convencer a las personas de fe de que la
conservación de la biodiversidad del planeta era una tarea ineludible si
se querían mantener aspectos fundamentales de la obra del creador, y
que, por tanto, los creyentes y los ecologistas deberían considerarse a
sí mismos como buenos aliados.
No
sé hasta qué punto, pese a su fuerte carisma, convencería a los
asistentes de que su fe religiosa debería hacerles militar en el
ecologismo o, al menos, simpatizar con él, pero he de admitir que su
discurso, que acababa de desarrollar en un libro, no resultaba ni
retórico ni vacío, y que en los EE.UU., un país en el que la religión
tiene una presencia pública mucho más notable que en otros países
occidentales, no era en absoluto baladí. Era, en definitiva, el discurso
de un gran biólogo que sabía que su influencia podía ser usada para
fomentar el cuidado por toda la vida en este planeta. Una de las
principales tareas morales que tenemos por delante y a la que él dedicó
sus empeños en los últimos años.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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