BLOG ORLANDO TAMBOSI
Pertencer a um coletivo nunca é gratuito. Dante Augusto Palma para Disidentia:
Algunos días atrás, Javier Benegas publicaba un interesante artículo titulado “Only a Man”
en el que hacía una serie de reflexiones a partir de la foto de una
revista de motociclismo de los años 80. Más específicamente, la imagen
retrataba una carrera de motocross en el preciso instante en el que tres
de los participantes saltaban una rampa y se encontraban literalmente
en el aire. La foto es tomada desde atrás y, en la espalda del
participante que más alto había saltado, podía leerse la frase “Only a
Man” (“Solo un hombre”).
El artículo transita distintos tópicos pero quisiera detenerme en esta intervención que hace Benegas a partir de la foto:
“Es
con este sentido de lo épico que la frase “Only a Man” se vuelve
evocadora. Porque, en esta sociedad exhibicionista, de búsqueda de la
atención a cualquier precio, la mayoría de los individuos que realizan
actividades lúdicas que son peligrosas, lo hacen para significarse, para
desbordar ese anonimato con el que todos venimos al mundo, y que a la
inmensa mayoría nos acompaña hasta el final de nuestros días. Los
dispositivos de grabación subjetiva con los que estos sujetos registran
sus proezas, y sobre todo a sí mismos, nos interpelan con un grito que
dice “¡Miradme! ¡Mirad lo que YO hago!”. Es decir, que lo que importa
son ellos, no lo que hacen. No hay pasión en su temeridad, solo
exhibicionismo.
Por
el contrario, el tipo que vuela a lomos de una moto, con el anónimo
“Only a Man” escrito en su espalda, en el lugar que debería ocupar su
nombre, tiene una moraleja diferente. Nos dice que lo importante no es
el quién, sino el qué”.
Efectivamente,
cuarenta años después, una foto como la descripta estaría luchando por
el Me gusta del día y desbordaría de hashtags y etiquetas señalando los
nombres propios y las cuentas de Instagram de los protagonistas; o algo
mucho peor: podría ser acusada de misógina y transfóbica por no decir
“Only a Woman” u “Only a Trans”.
Lo
cierto es que Benegas da en el eje: ser visto haciendo es más
importante que lo que efectivamente se hace, y esta primacía del “quién”
abarca distintas dimensiones de nuestras vidas. De hecho, varias veces
en este mismo espacio se ha advertido cómo algunos cambios en la
legislación penal, en nombre de buenas causas, han vuelto a introducir
de hecho el “derecho penal de autor” vigente en las etapas más oscuras
de nuestra civilización, esto es, la idea de que, al momento de juzgar,
resultan relevantes determinadas características de un individuo (ser
judío, ser musulmán, ser negro, ser varón, ser mujer, ser marxista, ser
de derechas, etc.), antes que el hecho en sí. En otras palabras, se
trataría de un derecho penal enfocado en lo que se es, antes de en lo
que se hizo.
La
conquista de la presunción de inocencia como pilar de un sistema de
garantías que bien supo construir Occidente, está siendo reemplazada por
la presunción de culpabilidad en función de la identidad del acusado y
este esquema se reproduce también en los debates públicos: es necesario
primero saber quién habla y cuál es la historia del que habla para
permitir que participe del intercambio. Ejemplos concretos se dan todo
el tiempo desde que se ha instalado que solo el que pertenece a
determinada identidad puede hablar de los temas que serían “propios” de
esa identidad: así solo las mujeres pueden hablar de mujeres; solo los
negros pueden hablar de los negros; solo los latinos pueden hablar de
los latinos y solo los LGBT pueden hablar de los LGBT. Si es otra la
identidad que habla y no coincide con el punto de vista expuesto,
automáticamente pasa a transformarse en una identidad en sí misma
“odiante”. Pero agreguemos a esto una perversión más: todos los grupos
mencionados no solo son los únicos que pueden hablar de ellos mismos,
sino que están obligados a hacerlo porque se les impone que no puedan
ser otra cosa más que ellos mismos en tanto mujeres, negros, latinos o
LGBT. Una vez más se muestra que pertenecer a un colectivo nunca es
gratuito.
Ahora
bien, reivindicar el anonimato afirmando “Only a Man” me retrotrajo
bastante más allá de esa foto de los 80. Diría que incluso me llevó unos
cuantos siglos atrás. Es que me recordó el espíritu ilustrado de la
igualdad ante la ley que fue la base sobre la que se construyó la
Declaración Universal de los Derechos Humanos cuyo único requisito era
ser “solo un hombre”. En otras palabras, para escándalo de muchos en la
actualidad, se trató de una conquista por la que se instauró que la
religión, la edad, la cultura, el género, la etnia, la clase, etc.
resultan indiferentes al momento de pensar en los derechos que tienen
las personas.
Por
ello es que, más allá de que todos tendremos nuestros 15 minutos de
fama en los que el narcisismo aflorará, lo cierto es que no viene mal
una humilde apología del anonimato, un volver a ser “solo un hombre”. Es
que cuando todos buscan diferenciarse, actuar anónimamente es la única
manera de que el eje se ponga en el “qué” antes que en el “quién”. No
solo eso: incluso puede ser la única estrategia si lo que se busca es
expresar lo que pensamos sin riesgo a la muerte civil a la que nos
invita la cultura de la cancelación.
Es
que si bien persecuciones ha habido siempre y, en algunos momentos de
la historia, éstas han sido mucho más feroces y sanguinarias, el clima
actual se caracteriza por ofrecer un dispositivo que identifica el
nombre propio y actúa con la celeridad y la repentización del enjambre
para que luego Google y Wikipedia cumplan el rol de una memoria que
eternice la letra escarlata en el señalado. Así, un artista o cualquiera
que pretenda participar activamente del debate público, necesita de las
redes para forjar su identidad y su nombre propio, pero para ello debe
hacer un pacto fáustico: exposición total, un “Serás escuchado al precio
de que sepamos todo de tu vida”. Ni que hablar de los denominados
influencers cuyo ser es, en sí mismo, ser visto por otro. En este
sentido, el influencer influye al precio de ser esclavo de sus
influidos, en una suerte de revival de la famosa dialéctica hegeliana.
Para
concluir, propongo: ser anónimos como una forma de no renunciar a
nuestro decir; dejar de afirmar lo que somos todo el tiempo para que
sean nuestras palabras y actos los que sean juzgados; entender, a
contramano de la vieja máxima berkeleyana, que se puede ser sin ser
percibidos y, sobre todo, estar tan, pero tan comprometidos con la
tarea… que olvidemos sacarnos la foto.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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