A razão necessita da imaginação para compreender o mistério da vida, um fenômeno ante o qual a ciência só é capaz de balbuciar dados frios e impessoais. Rafael Narbona para El Cultural:
El ser humano no ha cesado de interrogarse sobre los tres primeros minutos del universo.
¿Qué sucedió durante esos instantes iniciales, cuando el cosmos
comenzaba a salir de la nada y comenzaba su historia? Se considera que
solo la física puede responder a esa pregunta, pero durante siglos la
literatura elaboró relatos que intentaban recrear el origen del cosmos.
No se basaban en datos, sino en especulaciones y fantasías. La
imaginación no parece una fuente digna de crédito, pero lo cierto es que
sus invenciones y cábalas no son meros caprichos.
La
ficción es una forma de pensamiento que utiliza figuras, metáforas y
símbolos en vez de conceptos. Se sobrepone a la realidad empírica, pero
no con la pretensión de desplazarla, sino de comprenderla. El Enûma
Elish o poema babilónico de la creación, la Teogonía de Hesíodo, el
Timeo de Platón o el Génesis son cosmogonías de carácter mítico y
religioso. Carecen de rigor científico, pero no están despojadas de
valor. Nos revelan aspectos esenciales del hombre y del mundo.
Nuestra
civilización aceptó el relato del Génesis hasta que los ilustrados
comenzaron a cuestionarlo. ¿Por qué rechazar una narración que explicaba
el mal como fruto de una lejana transgresión y que incluía una promesa
de redención, asegurando que un mesías restablecería la armonía
original? ¿Por qué cuestionar eventos como la muerte de Abel o la pugna
entre Jacob y su hermano Esaú? ¿Acaso la historia no corroboraba que
hermanos, padres e hijos se mataban entre sí por ceñir coronas y dominar
vastos territorios?
Atribuido
a Moisés, pero probablemente escrito por distintos autores entre 950 y
500 a.C., el Génesis plagió la mitología sumeria, apropiándose de
historias como la mujer creada a partir de un hueso, la expulsión del
Edén, la disputa entre pastores y agricultores o el diluvio universal.
Estos paralelismos no son un ejemplo de deshonestidad intelectual, sino
la prueba de que las civilizaciones no parten de cero, sino de una
naturaleza humana universal, con preocupaciones comunes. Los mitos no
son simples fábulas. Detrás de sus narraciones, laten inquietudes
imperecederas, como el origen de la vida, el problema del mal, la
voluntad de poder o el miedo a la muerte.
El
Génesis no es un simple vestigio de un pasado prerracional. Contiene
enseñanzas muy valiosas, como la idea de que el ser humano, limitado y
finito, anhela el infinito, pues no se resigna ser una brizna del
devenir. Lo infinito no es un qué ni un quién. Solo podemos aludir a su
existencia con expresiones simbólicas o metafóricas, como YHWH, Adonai,
Elohim, el Eterno, el que existe o, simplemente, Él. Lo infinito o
absoluto es la fuerza que introduce orden en el mundo, sacándolo de su
indeterminación original.
Carl
Sagan afirmó que "el orden del universo no es una suposición: es un
hecho observado". Vivimos en un cosmos, no en un caos. Podemos atribuir
ese orden a leyes físicas o a una inteligencia superior. Sagan no creía
en la segunda posibilidad. El Génesis, que sí postula una inteligencia
creadora, sostiene que el hombre fue creado a imagen y semejanza de su
artífice. Desde Jenófanes se escarnece la idea de un Dios antropomorfo,
pasando por alto que esa posibilidad convierte al hombre en "teomorfo".
Es decir, en una especie singular. ¿Acaso no lo somos?

'Adán y Eva', según el pincel de Rubens.
Gracias
al hombre, el mundo se duplica en ficciones, mapas, tratados
científicos y obras de arte. Sin una conciencia racional, el universo se
hunde en la indeterminación. David Hume
nos enseñó que la noción de causa no está en la naturaleza; la pone el
ser humano. La física cuántica ha confirmado esta intuición, señalando
que no hay existencia —es decir, una totalidad inteligible— sin un
observador.
El
relato lineal del Génesis rompió el fatalismo del tiempo circular del
mundo antiguo. El mundo tiene un principio y nada se repite. No estamos
encadenados al eterno retorno de lo mismo. El ser humano goza de una
libertad real. La historia no es un círculo. Adán y Eva pudieron
abstenerse de comer del árbol de la ciencia. Se ha interpretado su gesto
como un desafío a Dios, pero todo sugiere que el pecado original simboliza el tránsito del instinto a la conciencia racional.
Adán
y Eva descubrieron que eran individuos escindidos de la totalidad, no
elementos de un entorno, como creen los niños y los animales. Al
advertirlo, apreciaron su vulnerabilidad y se avergonzaron de su
desnudez. Ni siquiera eran individuos semejantes. Las diferencias
anatómicas pusieron de relieve la brecha entre los géneros y el sexo
dejó de ser un mero impulso. La serpiente introdujo el principio de
seducción. A partir de ese momento, la intimidad física exigiría un
ritual previo. Nuestra especie repara por primera vez en la alteridad.
Hay que agradar al otro para conseguir su beneplácito.
Dios
es la alteridad radical. Caín y Abel se disputan su atención y esa
lucha desemboca en el primer crimen de la historia. El hombre comprende
que la relación con el otro implica servidumbre. De ahí esa conciencia
infeliz de la que habla Hegel.
No somos libertad absoluta, sino siervos de fuerzas que nos
trascienden. Quizás Adán y Eva no fueron tan libres como señalé más
arriba. ¿Podían haber elegido permanecer en el estado irreflexivo del
instinto, donde la inmortalidad no es un anhelo, sino una vivencia
inmediata, como sostenía Schopenhauer?
La
serpiente es la seducción, pero también la muerte. Georges Bataille
advirtió que el sexo y la muerte se confundían, pues implicaban la
pérdida de la identidad. Temporal, en el caso del sexo; definitiva, en
el caso de la muerte. El placer oscurece la conciencia y difumina el
principio de individuación. En el éxtasis de los amantes, no hay nombres
ni identidades. Solo un espasmo anonadador. La cabeza de la serpiente
será aplastada por la progenie de Eva, hawwah, "la que vive, porque ella
es la madre de todos los vivientes" (3, 20). La seducción es estéril;
el amor, por el contrario, fructifica en nuevas vidas. Dios es amor
porque engendró el mundo. Tal vez por eso sería más correcto presuponer
que está más cerca de lo femenino que de lo masculino.
El
Génesis no es una teoría alternativa al Big Bang, sino una perspectiva
complementaria. La física solo habla de fuerzas, leyes y partículas. Los
relatos míticos prefieren concentrar su atención en los procesos
psíquicos. El ser humano es una especie paradójica. No se limita a
habitar el entorno. Lo transforma en mundo, imprimiéndole un
significado. Su conciencia es el escenario de conflictos recreados con
enorme precisión por los relatos míticos.
El
Génesis reconstruye el doloroso paso del automatismo instintivo a la
deliberación racional. Eso que se llama culpabilidad no es más que el
terror inspirado por el reconocimiento de nuestra finitud. El ser humano
no soporta su fragilidad. Adán y Eva no se avergüenzan de su desnudez
por pudor, sino porque saben que su carne no podrá salvarse de
putrefacción.
Gracias
a relatos míticos como el Génesis, sabemos cómo fueron los tres
primeros minutos de la conciencia. El cosmos no sería nada sin una
especie capaz de reflexionar sobre su existencia. Mitos y logos conviven
en el Jardín del Edén, recordándonos que la razón necesita a la
imaginación para comprender el misterio de la vida, un fenómeno ante el
que la ciencia solo es capaz de balbucear datos fríos e impersonales. La
literatura no es un lujo, sino una necesidad.
Postado há 6 hours ago por Orlando Tambosi

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