Todas as ideologias utópicas pressupõem que o homem é bom por natureza e que foi corrompido pela ordem social. Dostoiévski rechaçava esta ideia: as pessoas são essencialmente imprevisíveis, porque livres, e qualquer tentativa de restringir sua liberdade causará mais danos que benefícios. Artigo do professor Gary Saul Morson, publicado por Letras Libres:
El
22 de diciembre de 1849, un grupo de activistas radicales fue sacado de
sus celdas de la Fortaleza de Pedro y Pablo de Petersburgo, donde
habían sido interrogados durante ocho meses. Fueron trasladados a la
plaza Semenovsky y allí escucharon sus sentencias de muerte por
fusilamiento. Se les entregaron largas blusas blancas de campesino y
gorros de dormir –sus mortajas funerarias– y se les ofreció la
extremaunción. Los tres primeros prisioneros fueron agarrados por los
brazos y atados a un poste. Uno de ellos se negó a que le vendaran los
ojos y miró desafiante a las armas que le apuntaban. En el último
momento, los soldados bajaron las armas cuando un mensajero llegó al
galope con un decreto imperial que sustituía sus penas de muerte por
reclusión en un campo de prisioneros en Siberia, seguida de una etapa de
servicio militar en el ejército. Este rescate a última hora, de hecho,
estaba previsto de antemano y formaba parte del castigo, un aspecto de
la vida pública que los rusos entienden especialmente bien.
Según
los relatos del suceso, de los jóvenes que soportaron esta terrible
prueba a uno se le volvió el pelo blanco, un segundo se volvió loco y
nunca recuperó la cordura y el tercero, cuyo bicentenario de nacimiento
celebramos en 2021, acabó escribiendo Crimen y castigo.
El
simulacro de ejecución y los años en la cárcel de Siberia –que figuran
en su novela Recuerdos de la casa de los muertos (1860)– cambiaron a
Dostoievski para siempre. Su romanticismo naíf y lleno de esperanzas
desapareció. Se volvió mucho más religioso. El sadismo de los
prisioneros y de los guardias le enseñó que la visión optimista que
tenían de la naturaleza humana los defensores del utilitarismo, el
liberalismo y el socialismo era absurda. Los seres humanos reales no
tenían nada que ver con lo que promovían estas filosofías.
A
la gente no solo le interesa el pan –o lo que estos filósofos llamaban
la “maximización del beneficio”–. Todas las ideologías utópicas
presuponen que la naturaleza humana es fundamentalmente buena y simple:
el mal y la complejidad son el resultado de un orden social corrupto.
Acaba con las carencias y acabarás con la delincuencia. Para muchos
intelectuales, la propia ciencia había demostrado estas afirmaciones e
indicaba el camino hacia el mejor de los mundos posibles. Dostoievski
rechazó todas estas ideas, que consideraba un dañino sinsentido. “Está
claro, y es inteligible hasta la obviedad”, escribió en una reseña de
Anna Karénina de Tolstói, “que el mal reside más profundamente en los
seres humanos de lo que suponen nuestros médicos sociales; que ninguna
estructura social eliminará el mal; que el alma humana seguirá siendo
como siempre ha sido […] y, finalmente, que las leyes del alma humana
son todavía tan poco conocidas, resultan tan recónditas y misteriosas
para la ciencia, que no hay ni puede haber ni médicos ni jueces
finales”, excepto el propio Dios.
Los
personajes de Dostoievski asombran por su complejidad. Su
comportamiento, imprevisible pero creíble, nos muestra experiencias que
están fuera del alcance de las teorías “científicas”. Apreciamos que las
personas, lejos de maximizar su propio beneficio, a veces se convierten
deliberadamente en víctimas para, por ejemplo, sentirse moralmente
superiores. En Los hermanos Karamázov (1880), el padre Zósima se da
cuenta de que puede ser muy agradable sentirse ofendido, y Fiódor
Pávlovich responde que incluso puede ser algo distinguido.
De
hecho, la gente se daña a sí misma por muchas razones. Se meten el dedo
en las heridas y obtienen un curioso placer al hacerlo. Se humillan
deliberadamente. Para su propia sorpresa, tienen impulsos, surgidos de
resentimientos reprimidos durante años, que les hacen provocar escenas
escandalosas o cometer crímenes horribles. A Freud le gustaba
especialmente la exploración de Dostoievski de la dinámica de la culpa.
Pero ni Freud ni la mayoría de los lectores occidentales han comprendido
que Dostoievski pretendía que sus descripciones de la complejidad
humana transmitieran lecciones políticas. Si la gente es tan
sorprendente, tan “indefinida y misteriosa”, entonces los ingenieros
sociales están destinados a causar más mal que bien.
El
narrador de Recuerdos de la casa de los muertos describe cómo los
prisioneros, sin razón aparente, hacen a veces cosas tremendamente
autodestructivas. Atacar a un guardia, aunque saben que el castigo
–recibir una paliza de miles de golpes– puede ser fatal. ¿Por qué? La
respuesta es que en la esencia de lo humano está la posibilidad de la
sorpresa. El comportamiento de los objetos materiales puede explicarse
plenamente mediante leyes naturales, y para los materialistas, si no
todavía, también pasará lo mismo con las personas en un futuro próximo.
Pero las personas no son objetos materiales, y harán cualquier cosa, por
muy autodestructiva que sea, para demostrar que no lo son.
El
objetivo de la prisión, tal y como la vivió Dostoievski, es restringir
la capacidad de las personas para tomar sus propias decisiones. Sin
embargo, es la capacidad de elección lo que nos hace humanos. Esos
prisioneros arremeten contra sus carceleros como consecuencia de su
deseo inmanente de tener voluntad propia, y ese deseo es, en última
instancia, más importante que su propio bienestar e incluso que su
propia vida.
El
narrador sin nombre de la novella de Dostoievski de 1864 Memorias del
subsuelo (normalmente llamado “el hombre del subsuelo”) insiste en que
la aspiración de las ciencias sociales de descubrir las leyes de hierro
del comportamiento humano amenaza con reducir a las personas a “teclas
de piano o pedales de un órgano”. Si esas leyes existen, si “algún día
descubren realmente una fórmula para todos nuestros deseos y caprichos”,
razona, entonces cada persona se dará cuenta de que “todo se hace según
las leyes de la naturaleza”. En cuanto se descubran esas leyes, las
personas dejarán de ser responsables de sus actos. Es más
todas las acciones humanas serán entonces, por supuesto, tabuladas según estas leyes, matemáticamente, como tablas de logaritmos hasta 108,000 […] se publicarían ciertas obras edificantes como los actuales léxicos enciclopédicos, en las que todo estará tan claramente calculado y designado que no habrá más […] aventuras en el mundo […] Entonces se edificará un vasto palacio de cristal [la utopía].
No
habrá más aventuras porque las aventuras implican suspenso, y el
suspenso implica encontrarse en situaciones cruciales: dependiendo de lo
que uno haga, es posible más de un resultado. Pero para un
determinista, las leyes de la naturaleza garantizan que en un momento
dado solo puede ocurrir una cosa. El suspenso es solo una ilusión como
consecuencia de nuestra ignorancia sobre lo que acabará ocurriendo.
Si
es así, todas las agonías que produce una elección son inútiles.
También lo son la culpa y el arrepentimiento, ya que ambas emociones
dependen de la posibilidad de haber actuado de otra manera.
Experimentamos lo que debemos experimentar, pero no logramos nada. Como
expresó Tolstói en Guerra y paz: “Si aceptamos que la vida humana puede
ser gobernada [exhaustivamente] por la razón, entonces se destruye la
posibilidad de la vida.”
La
visión supuestamente “científica” de la humanidad convierte a las
personas en objetos –claramente las deshumaniza– y no existe mayor
insulto. “Toda mi vida me he sentido ofendido por las leyes de la
naturaleza”, observa irónicamente el hombre del subsuelo, y concluye que
las personas se rebelarán contra cualquier negación de su humanidad. Se
sentirán “despechadas”, como él dice, “solo porque sí”, sin ninguna
razón excepto para demostrar que pueden actuar en contra de sus propios
intereses y en contra de lo que predicen las llamadas leyes de la
psicología humana.
“Me
llaman psicólogo; pero no es verdad”, escribió Dostoievski. “Soy
simplemente un realista en el sentido más elevado, es decir, retrato
todas las profundidades del alma humana.” Dostoievski negaba ser
psicólogo porque, a diferencia de los profesionales de esta disciplina,
reconocía que las personas son verdaderos agentes, que toman decisiones
reales de las que se tienen que responsabilizar.
Por
muy minuciosamente que se describan las fuerzas psicológicas o
sociológicas que actúan sobre una persona, siempre queda algo fuera, un
“excedente de humanidad”, como dijo el filósofo Mijaíl Bajtín
parafraseando a Dostoievski. Apreciamos ese excedente, “el hombre que
hay en el hombre”, como lo llamó Dostoievski, y lo defenderemos a toda
costa.
Un
fragmento de Memorias del subsuelo se asemeja a las novelas distópicas
modernas, obras como Nosotros (1920-21) de Yevgeny Zamyatin o Un mundo
feliz (1932) de Aldous Huxley, donde los héroes se rebelan contra una
felicidad garantizada. Quieren ser dueños de sus propias vidas. Coloca
al ser humano en una utopía, dice el hombre del subsuelo, e ideará
formas de “destrucción y caos”, cometerá acciones perversas y, si tiene
la oportunidad, retrocederá a un mundo de sufrimiento. En resumen, “todo
el trabajo del hombre parece consistir realmente en nada más que
probarse a sí mismo continuamente que es un hombre y no el pedal de un
órgano. Puede ser a costa de su piel; pero ha conseguido demostrarlo”.
En
un ensayo supuestamente dedicado a la manía rusa de las sesiones de
espiritismo y la comunicación con los demonios, Dostoievski aborda la
objeción escéptica de que, puesto que estos diablos podrían demostrar
fácilmente su existencia dándonos algunos fabulosos inventos, entonces
es imposible que existan. Son solo un fraude perpetrado contra los
crédulos. Dostoievski replica, con un poco de humor, que este argumento
fracasa porque los demonios (es decir, si hay demonios) prevén el odio
que la gente acabará sintiendo hacia la utopía resultante y hacia los
demonios que la han hecho posible.
La gente vería de pronto que ya no tiene vida, que no tiene libertad de espíritu, ni voluntad, ni personalidad […] vería que su imagen humana ha desaparecido […] que sus vidas han sido arrebatadas en aras del pan, de las “piedras convertidas en pan”. La gente se daría cuenta de que no hay felicidad en la inactividad, que la mente que no trabaja se marchita, que no es posible amar al prójimo sin darle una parte del sacrificio de tu trabajo […] y que la felicidad no reside en la propia felicidad sino simplemente en el intento de alcanzarla.
Sin
duda, al principio la gente estaría extasiada porque, “como sueñan
nuestros socialistas”, todas las necesidades estarían satisfechas, el
“ambiente [social] corruptor, que antes era la fuente de todos los
defectos”, habría desaparecido, y no habría nada más que desear. Pero en
una generación
O, como observa el hombre del subsuelo, los ingenieros sociales imaginan un mundo “completado”, un producto acabado perfecto. De hecho, ya existe “un asombroso edificio de ese tipo”: “el hormiguero”. El hormiguero se convirtió en la imagen favorita de Dostoievski para describir el socialismo.
Lo
humano, en contraposición a lo que solo tiene forma, requiere no solo
el producto, sino el proceso. El esfuerzo solo tiene valor cuando se
puede fallar, mientras que las elecciones solo importan si el mundo es
vulnerable y depende en parte de que hagamos una cosa en lugar de otra.
Las hormigas en cambio no eligen. “Con el hormiguero comenzó la
respetable raza de las hormigas y con el hormiguero probablemente
terminará, algo que dice mucho sobre su perseverancia y seriedad. Pero
el hombre es una criatura frívola y tal vez, como a un jugador de
ajedrez, solo le gusta el proceso del juego, no su resultado en sí
mismo.”
Tal
vez, razona el hombre del subsuelo, “la única meta en la tierra hacia
la que se esfuerza la humanidad se encuentra en el proceso incesante de
aspirar o, en otras palabras, se encuentra en la vida misma, y no
particularmente en la meta que, por supuesto, debe ser siempre ‘dos por
dos son cuatro’, es decir, una fórmula, y, al fin y al cabo, dos por dos
son cuatro ya no es la vida, señores, sino que es el comienzo de la
muerte”. Cuando se multiplica dos por dos el resultado es siempre el
mismo: no hay suspenso, ni incertidumbre, ni sorpresa. No hay que
esperar a ver qué sacan esta vez esos dígitos multiplicadores. Si la
vida es así, no tiene sentido. En un paroxismo de ingenio furioso, el
hombre del subsuelo concluye célebremente:
Decir que dos y dos son cuatro me parece simplemente una insolencia. Dos y dos son cuatro es un señorito con los brazos en jarras impidiéndote el paso y escupiendo. Admito que dos y dos son cuatro es una cosa excelente, pero, si somos justos, dos y dos son cinco es también algo con mucho encanto…
Bajo
un espíritu similar, un personaje de la novela de Dostoievski El idiota
(1869) señala: “Oh, no te quepa duda de que Colón no fue feliz cuando
descubrió América, sino mientras la descubría. Lo que importa es la
vida, nada más que la vida: el proceso de descubrimiento, el proceso
eterno y perpetuo, y no el descubrimiento en sí mismo.”
Las
personas están siempre en proceso de construcción o, como expresó
Bajtín, están “incompletas”. Conservan la capacidad de “volver falsa
cualquier definición externalizadora y finalista de ellas. Mientras una
persona está viva, vive por el hecho de que aún no está finalizada, de
que aún no ha pronunciado su última palabra”.
La
ética exige que tratemos a las personas como personas, no como objetos,
y eso significa que debemos tratarlas como seres capaces de
sorprendernos. Nunca hay que estar demasiado seguro de los demás, ni
colectiva ni individualmente. En Los hermanos Karamázov, Aliosha le
explica a Lise que el empobrecido y humillado capitán Snegiryov, que por
orgullo ha rechazado una gran suma de dinero que le han ofrecido, sin
duda la aceptará si se la vuelven a ofrecer. Como ya ha salvado su
dignidad humana, seguramente aceptará el regalo que tanto necesita. Lise
responde:
Escucha, Alekséi Fiódorovich. ¿No hay en todo nuestro análisis […] no estamos mostrando desprecio por él, por ese pobre hombre, al analizar su alma así, por así decirlo, desde arriba, eh? ¿Al estar tan seguros de que aceptará el dinero?
Dostoievski
comprendió no solo nuestra necesidad de libertad, sino también nuestro
deseo de librarnos de ella. La libertad tiene un coste terrible, y los
movimientos sociales que prometen liberarnos de ella siempre tendrán
seguidores. Ese es el tema de las páginas más famosas que escribió, “El
Gran Inquisidor”, un capítulo de Karamázov. El intelectual Iván le
recita a su santo hermano Aliosha su “poema” oral en prosa para
mostrarle sus preocupaciones más profundas.
Ambientada
en España durante la Inquisición, la historia comienza con el Gran
Inquisidor quemando herejes en un auto de fe. Mientras las llamas
perfuman un aire ya rico en laurel y limón, el pueblo, como ovejas,
asiste al aterrador espectáculo con una veneración servil. Han pasado
quince siglos desde que Jesús prometió volver rápidamente y anhelan
alguna señal suya. Entonces, con su infinita piedad, Él decide mostrarse
ante ellos. Suavemente, en silencio, se mueve entre ellos, y lo
reconocen enseguida. “Ese podría ser uno de los mejores pasajes del
poema, me refiero a cómo lo reconocieron a Él”, comenta Iván con irónica
autocrítica. ¿Cómo saben que no es un impostor? La respuesta es que
cuando uno está en presencia de la bondad divina, es tan hermosa que es
imposible dudar.
El
Inquisidor también sabe quién es el forastero, y enseguida ordena su
detención. ¡El pastor de Cristo es quien manda que lo arresten! ¿Por
qué? ¿Y por qué los guardias obedecen y el pueblo no se resiste? La
respuesta a estas preguntas la conocemos cuando el Inquisidor visita al
Prisionero en su celda y abre su corazón ante él.
A
lo largo de la historia de la humanidad, explica el Inquisidor, ha
habido un enfrentamiento entre dos visiones de la vida y de la
naturaleza humana. Para adaptarse a la época y el lugar, han ido
cambiando constantemente de nombre y de dogmas, pero en esencia siempre
han sido las mismas. Una visión, que el Inquisidor rechaza, es la de
Jesús: el ser humano es libre y la bondad solo tiene sentido cuando se
elige libremente. El otro punto de vista, mantenido por el Inquisidor,
es que la libertad es una carga insufrible porque conduce a la culpa
interminable, al arrepentimiento, la ansiedad y las dudas irresolubles.
El objetivo de la vida no es la libertad, sino la felicidad, y para ser
feliz la gente debe deshacerse de la libertad y adoptar alguna filosofía
que afirme tener todas las respuestas. El tercer hermano de los
Karamázov, Dimitri, comenta: “El hombre es ancho, demasiado ancho; ¡yo
lo haría más estrecho!”, y el Inquisidor aseguraría la felicidad humana
“estrechando” la naturaleza humana.
El
catolicismo medieval habla en nombre de Cristo, pero en realidad
representa la filosofía del Inquisidor. Por eso el Inquisidor ha
detenido a Jesús y pretende quemarlo como el mayor de los herejes. En
nuestra época, aclara Dostoievski, la visión de la vida del Inquisidor
adopta la forma del socialismo. Como en el catolicismo medieval, la
gente renuncia a la libertad por la seguridad y sustituye las agonías de
la elección con la satisfacción de la certeza. Al hacerlo, renuncia a
su humanidad, pero el trato merece la pena.
Para
explicar su posición, el Inquisidor vuelve a contar la historia bíblica
de las tres tentaciones de Jesús, una historia que, en su opinión,
expresa los problemas esenciales de la existencia humana como solo
podría hacerlo una inteligencia divina. ¿Puede imaginarse, pregunta
retóricamente, que si esas preguntas se hubieran perdido cualquier grupo
de sabios podría haberlas recreado?
En la paráfrasis del Inquisidor, el diablo primero exige:
Quieres ir al mundo […] con alguna promesa de libertad que los hombres en su simplicidad […] no pueden ni siquiera entender, que temen y temen, pues nada ha sido más insoportable para un hombre y una sociedad humana que la libertad. Pero ¿ves estas piedras en este desierto reseco y estéril? Conviértelas en pan, y la humanidad correrá detrás de ti como un rebaño de ovejas.
Jesús
responde: “No solo de pan vive el hombre.” Así es, replica el
Inquisidor, pero precisamente por eso Jesús tendría que haber aceptado
la tentación del diablo. La gente, en efecto, anhela lo significativo,
pero nunca está completamente segura de saber distinguir entre lo
realmente significativo y falsificaciones. Por eso se persigue a los no
creyentes y se conquistan naciones para convertirlas a una fe diferente,
como si el acuerdo universal fuera en sí mismo una prueba. Solo hay una
cosa de la que nadie puede dudar: del poder material. Cuando
experimentamos un gran sufrimiento, eso, al menos, resulta
incuestionable. En otras palabras, ¡el atractivo del materialismo es
espiritual! La gente lo acepta porque es cierto.
El
Inquisidor le reprocha a Jesús que, en lugar de alegrar a la gente
quitándole el peso de la libertad, lo que ha conseguido es… ¡aumentarla!
“¿Has olvidado que el hombre prefiere la paz, e incluso la muerte, a la
libertad de elección siendo consciente de que existen el bien y el mal?
Nada es más seductor para el hombre que su libertad de conciencia, pero
no hay mayor causa de sufrimiento.” La gente quiere sentirse libre, no
serlo, y por eso, razona el Inquisidor, lo correcto es llamar libertad
mejorada a la no libertad, como suelen hacer los socialistas.
Para
hacer feliz a la gente, hay que desterrar toda duda. La gente no quiere
que se le presente información que, como diríamos hoy, contradiga su
“relato”. Harán lo que sea para evitar que lleguen a su conocimiento
hechos no deseados. La trama de Karamázov, de hecho, gira en torno al
deseo de Iván de no admitir para sí mismo que desea la muerte de su
padre. Sin permitirse a sí mismo eso, allana el camino hacia el deseado
asesinato. No se puede empezar a entender ni a las personas ni a la
sociedad si no se comprenden las múltiples formas que existen de lo que
podríamos denominar epistemología preventiva.
A
continuación, el diablo tienta a Jesús para que demuestre su divinidad
arrojándose desde un lugar elevado para que Dios lo salve con un
milagro, pero Jesús se niega. La razón, según el Inquisidor, es mostrar
que la fe no debe basarse en los milagros. Una vez que uno es testigo de
un milagro, queda tan sobrecogido que la duda es imposible, y eso
significa que la fe es imposible. Bien entendida, la fe no se parece al
conocimiento científico ni a la prueba matemática, y no se parece en
nada a la aceptación de las leyes de Newton o del teorema de Pitágoras.
Solo es posible en un mundo de incertidumbre, porque solo entonces uno
puede elegir libremente.
Por
la misma razón, uno debe comportarse moralmente no para ser
recompensado, ya sea en este mundo o en el siguiente, sino simplemente
porque es lo correcto. Comportarse moralmente para ganar una recompensa
celestial transforma la bondad en prudencia, como ahorrar para la
jubilación. Sin duda, Jesús hizo milagros, pero si crees en Dios como
consecuencia de ellos, entonces –a pesar de lo que dicen muchas
iglesias– no eres cristiano.
Al
final, el diablo le ofrece a Jesús el imperio del mundo, que este
rechaza a pesar de que, según el Inquisidor, debería haberlo aceptado.
La única manera de alejar a la gente de la duda, le dice a Jesús, es a
través de los milagros, el misterio (tienes simplemente que creer en
nosotros, sabemos de lo que hablamos) y la autoridad, algo que podría
garantizar un imperio universal. Solo unos pocos individuos fuertes son
capaces de ser libres, explica el Inquisidor, así que tu filosofía
condena a la miseria a la mayoría de la humanidad. Y así, concluye
escalofriantemente el Inquisidor, “hemos corregido tu obra”.
En
Los demonios (1871), Dostoievski predice con asombrosa exactitud lo que
sería el totalitarismo en la práctica. En Karamázov se pregunta si la
idea socialista es buena incluso en la teoría. Los revolucionarios de
Los demonios son despreciables, pero el Inquisidor, por el contrario, es
alguien totalmente desinteresado. Sabe que irá al infierno por
corromper las enseñanzas de Jesús, pero está dispuesto a hacerlo por
amor a la humanidad. En resumen, ¡traiciona a Cristo por razones
cristianas! De hecho, va más allá que Cristo, que dio su vida terrenal,
al sacrificar su vida eterna. Dostoievski agudiza al máximo estas
paradojas. Con su inigualable integridad intelectual, retrata al mejor
socialista posible, a la vez que esclarece los argumentos a favor del
socialismo con mayor profundidad que los verdaderos socialistas.
Aliosha,
por fin, exclama: “¡Tu poema es una alabanza a Jesús, no un reproche a
él, como pretendías!” Todos los argumentos han venido del Inquisidor, y
Jesús no ha pronunciado ni una palabra en respuesta: ¿cómo puede ser
eso? Hazte la siguiente pregunta: después de escuchar los argumentos del
Inquisidor, ¿elegirías renunciar a toda capacidad de elección a cambio
de una garantía de felicidad? ¿Dejarías que sea un sabio sustituto de
tus padres quien tome decisiones por ti, permaneciendo para siempre como
un niño? ¿O hay algo más elevado que la simple felicidad? Llevo años
planteando esta pregunta a mis alumnos, y ninguno ha aceptado el trato
del Inquisidor.
Vivimos
en un mundo en el que la forma de pensar del Inquisidor resulta cada
vez más atractiva. Los científicos sociales y los filósofos asumen que
las personas son simplemente objetos materiales complicados, no más
capaces de sorprender genuinamente que las leyes de la naturaleza de
suspenderse a sí mismas. Los intelectuales, cada vez más seguros de que
saben cómo lograr la justicia y hacer felices a las personas, consideran
que la libertad de los demás es un obstáculo para el bienestar de la
humanidad.
Para
Dostoievski, en cambio, la libertad, la responsabilidad y la capacidad
de sorprender definen la esencia humana. Esa esencia hace posible todo
lo que tiene valor. El alma humana es “tan poco conocida, resulta tan
recóndita y misteriosa para la ciencia, que no hay ni puede haber ni
médicos ni jueces finales”, solo personas siempre incompletas bajo un
Dios que les dio la libertad. ~
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en The New Criterion.
No.242 / noviembre 2021
Gary Saul Morson es
profesor Lawrence B. Dumas de arte y humanidades en la Northwestern
University y coautor junto a Morton Schapiro de Minds wide shut. How the
new fundamentalisms divide US (Princeton University Press, 2021)
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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