Carlos Alberto Montaner
afirma que, para e para mal, a América Latina é um continente
invisível, particularmente por parte dos Estados Unidos. Foi assim que a
praga chavista chegou ao poder em vários países da região, corroendo as
instituições e destruindo a economia, a exemplo de Maduro, na
Venezuela:
América Latina es, para bien y para mal, el continente invisible.
Para bien,
paradójicamente, se demuestra en el triste caso venezolano. Cuando
Nicolás Maduro amenaza a Estados Unidos o a España y dice algunas soeces
barbaridades: nadie le hace caso. Eso es de agradecer. No lo escuchan.
No cuenta. No lo perciben. Es un dictador de celofán y eso le molesta.
Para mal, porque no
hay enemigo pequeño, y mucho menos un grandullón colombiano, o de origen
dudoso, que mide dos metros y pesa 130 kilos. Incluso, como suelen
decir los panameños, siempre dados a las metáforas náuticas, porque no
hay actitud más rentable que “navegar con bandera de pendejo”.
Nadie discute que
Maduro se pasea por el mundo explotando su identidad de bobo a la vela, y
que es un tipo folclórico que habla con los pajaritos (y con las
pajaritas, agregaría el personaje), pero hace mucho más que practicar el
lenguaje de las aves y retorcer la gramática: auspicia el narcotráfico,
otorga pasaportes ilegales, está asociado a Irán, a las FARC y a las
bandas de terroristas islamistas, mientras alienta en su país la mayor
ola de corrupción que recuerda la historia.
Todo esto, subraya el
político y politólogo boliviano Carlos Sánchez Berzaín, desata el éxodo
desordenado de la gente más desprotegida. Si guatemaltecos,
salvadoreños, hondureños y mexicanos huyen hacia Estados Unidos, es
porque gentes como Nicolás Maduro crean las condiciones ideales para que
millones (y millonas Maduro dixit) de personas piensen, como
sentenciaba Simón Bolívar, que todo lo que puede hacer un
latinoamericano ilustrado es emigrar.
Por eso es un
disparate que Estados Unidos se dedique a combatir los síntomas del mal –
narcotráfico, terrorismo islamista o el habitual de toda la vida, la
corrupción generalizada o la inmigración ilegal –, y que ignore las
causas de estos flagelos. Es como pelear con la cadena y olvidarse del
mono. Es un atroz error pasar por alto a Nicolás Maduro, Raúl Castro,
Evo Morales, Daniel Ortega y al resto de los sospechosos habituales.
En este momento, a
los míticos 100 días de instalarse en la Casa Blanca, la administración
de Donald Trump todavía no ha nombrado en el Departamento de Estado al
Subsecretario a cargo de América Latina, no ha formulado una política
coherente con relación a los peligros que emanan de esa zona, y ni
siquiera ha designado a un embajador titular para que participe en la
OEA.
Tampoco es de
extrañarse, dado que los países limítrofes también carecen de instinto
de conservación y son incapaces de formular una política exterior que
intente protegerlos.
En Colombia, Juan
Manuel Santos jugó con la fantasía de que Chávez era su nuevo “mejor
amigo”, pese a que miles de narcoguerrilleros colombianos vivaqueaban en
Venezuela y él lo sabía, mientras al Brasil de Lula y de Dilma no le
importaba que una buena parte de la coca que las FARC producía y
Venezuela exportaba por medio del Cártel de los Soles (el de los
generales venezolanos), inundara las calles de Sao Paulo y Río de
Janeiro.
Es indispensable, en este punto, formular y responder tres preguntas básicas.
¿Por qué los únicos
países latinoamericanos que han formulado una política exterior
conjunta, consonante con sus objetivos, son dictaduras totalitarias,
como Cuba, o disfrazadas, como Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador?
Acaso porque sueñan
con hundir a Estados Unidos y a los valores que le dan forma y sentido a
las odiadas (por ellos) democracias liberales, y saben que para lograr
esos propósitos es indispensable actuar en el terreno internacional.
¿Por qué las
democracias latinoamericanas son incapaces de generar una política
exterior individual o colegiada que las defienda del permanente acoso
totalitario?
Tal vez, porque
nuestros dirigentes políticos (con excepciones) no ven más allá de sus
narices, o porque han delegado en Estados Unidos esa función, sin
comprender que a esta nación, finalmente, le importa un rábano lo que
pueda ocurrir fuera de sus fronteras, salvo que afecte los intereses y
la seguridad de Estados Unidos, como es posible deducir de la permanente
corriente aislacionista presente en el país desde que George Washington
se despidió del poder recomendándoles a sus compatriotas que se
mantuvieran alejados de las querellas europeas.
¿Por qué a Estados
Unidos le interesa más cuanto sucede en Indochina o en el Magreb que lo
que ocurre en el vecindario latinoamericano, a pocos pasos de la
(todavía) imaginaria muralla de Trump?
Sospecho que tiene
que ver con la propia autopercepción estadounidense. Pese a la
recomendación de Washington, el mainstream se ve como una prolongación
de Europa y tiene preocupaciones europeas. América Latina fue un mundo
desovado y celosamente guardado por España durante siglos. Muy pocos
norteamericanos son capaces de percibir el peligro cuando emana de
naciones insignificantes. Por eso no ven, no oyen y no sienten. Trágico.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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