BLOG ORLANDO TAMBOSI
En esta novela, escrita cuando ya le habían diagnosticado ELA, está todo lo que el dramaturgo, guionista, actor y músico quiso decirnos antes de morir. Fran G. Matute para El Cultural:
Sam Shepard
(Fort Sheridan, 1943-Midway, 2017) fue quizás el mayor talento surgido
de una de las generaciones norteamericanas más renacentistas de la
historia, aquella nacida en los estertores de la Segunda Guerra Mundial
(su padre, de hecho, fue piloto de bombardero), aquella que llegó a
vivir en plenitud los tan turbulentos como efervescentes años sesenta y
setenta (donde se impregnó de toda una intelectualidad asociada al
teatro de vanguardia, al jazz modal y al rock psicodélico), y que lo
mismo escribía, pintaba, componía, cantaba, actuaba, dirigía o hacía
excelentes fotografías, todo a la vez, claro, todo bien hecho, siempre
además con una especial sensibilidad, muy europea, por cierto, si se me
permite el reduccionismo.
No
creo que haga falta repetir aquí todos los campos en los que se movió
Shepard con éxito, pero lo cierto es que resulta imposible analizar su
obra sin tener en cuenta el conjunto.Sirvan de muestra estos dos
botones: el libro que ahora reseñamos bien podría haberlo escrito el
hermoso joven, frágil y taciturno, al que Shepard dio vida en la
majestuosa Días del cielo, de Terrence Malick,
un personaje sabedor de que tenía los días contados y que seguramente
habría compartido las reflexiones poéticas que se contienen en las
páginas de este espectacular Espía de la primera persona (2017); novela,
que por otro lado, no hubiera sido posible sin la intervención de su
querida amiga Patti Smith, célebre
musa del punk neoyorquino, con quien Shepard revisó el manuscrito,
dedicándole esta luego en prensa uno de los obituarios más hermosos que
se hayan leído nunca.
Poco
tiene que ver con el morbo el que se haya hecho tanto hincapié en la
agonía que supuso para Shepard escribir esta su última novela, pues es
justo saberlo, ya que los hechos afectarán sin duda a la lectura.
Diagnosticado con ELA en 2016, Shepard comenzó a escribirla a mano,
imposibilitado ya de utilizar la máquina de escribir, hasta que la
enfermedad impidió también cualquier tipo de trabajo manual y hubo que
comenzar a dictar las páginas a una grabadora. La familia, sus hermanas,
sus seres queridos en definitiva, ayudaron en la transcripción, y
Shepard y Smith remataron el mecanoscrito.
Es
lógico que esta forma tan atípica y tortuosa de parir una novela, por
muy breve que sea, tenga su efecto de algún modo en la escritura.
Shepard tira entonces de frases cortas, precisas y punzantes, como si al
haberlas dictado le faltara el aliento para elaborarlas. Porque así se
leen, contenidas, más que nada porque en su aparente sencillez encierran
una enorme profundidad.
Digamos
ya que Espía de la primera persona es una obra mayor de nuestro tiempo y
no lo es desde luego por la eventual tristeza que depara al fan el
estar ante lo que claramente se ha descrito como el “testamento
literario” de su autor, circunstancia esta que, por otro lado, resulta
inevitable tener en cuenta, ya que en sus páginas se lidia con ello, con
la muerte, con la decadencia del cuerpo, sí, pero también con esa
clarividente mirada que solo los moribundos tienen sobre las cosas
bellas. Y de qué forma lo hace aquí Shepard…
Hay
tanta belleza en estas páginas, escritas como están con tanta
delicadeza, quizás porque fueron redactadas con tanto esfuerzo, con
tanta parsimonia, que resulta imposible claudicar al halo fúnebre que
las sobrevuela.En esto influye también el que haya una forma sólida que
sostiene toda la propuesta, un andamiaje, imprescindible este, brillante
en su resolución, gracias al cual Shepard se desdobla entre sus dos
protagonistas, para observar su declive desde fuera, para reflexionar
sobre su decrepitud, para alabar las puestas de sol y los vuelos de los
pájaros que el moribundo todavía es capaz de disfrutar, para reconocerse
íntimamente atado al devenir histórico de su país y más allá, en el
vivido y en el padecido, y para agradecer por último los cuidados
recibidos.
Estos
dos protagonistas se espían desde el porche de sus casas en pleno
desierto fronterizo de Arizona. La imagen no puede ser más Shepard; y si
me apuran, también, más de wéstern crepuscular. Ambos protagonistas
quizás sean la misma persona, alojada no obstante en distintas
coordenadas del espacio-tiempo, por cuyas rendijas se nos filtrarán
otras observaciones de narradores que desconocemos, y no importa esto,
pues en el fondo son todo subterfugios literarios ideados por Shepard
para mostrarse omnisciente ante sus lectores.
Ahí
están todas las cosas relevantes que nos quiso decir antes de morir, no
importa el cómo ni de donde vengan, pues todo cobra su particular
sentido cósmico en esta deslumbrante miniatura.Espía de la primera
persona, en su aparentemente aleatoria fragmentación, bebe sobre todo
del teatro beckettiano, tan admirado por Shepard. En su interior, no
obstante, late el Shepard de siempre, un Shepard quizás más poético que
de costumbre, más filosófico si cabe, curtido ya en las mil batallas que
su fascinante vida le ha deparado.
“Hay
momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el
presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar.
(…) Pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no
aparece por completo. Siempre reaparece por partes”, se afirma en un
momento dado en la novela, y siente uno en estas palabras el peso del
pathos de quien ha sido compañero de piso del hijo de Charles Mingus, miembro de La MaMa Experimental Theatre Club, batería de los Holy Modal Rounders, guionista del cineasta Michelangelo Antonioni, amante de Patti Smith, Joni Mitchell y Jessica Lange.
Así como premio Pulitzer de teatro, letrista de Bob Dylan,
profesor de la University of California, y entre medias, Harry York y
Chuck Yeager, Walter Faber y Frank Coutelle, hasta Frank James y Butch
Cassidy…, también, claro, autor de Crónicas de motel, un texto
fundacional para muchos de mi generación, y al final alcohólico
empedernido, y ahora, por encima de todo, alguien que justo en el
momento de escritura de las que iban a ser seguro sus últimas páginas es
más que consciente de que no le queda ya más presente ni pasado
glorioso del que vivir.Como ya sentenció nuestro manoseado Antonio Machado,
se canta sobre lo que se pierde. Y aquí la pérdida nunca fue tan
grande. Lo fue de hecho del mismo tamaño que la magistral y descomunal
elegía que Shepard nos ha regalado en forma de novella poética.
Postado há Yesterday por Orlando Tambosi
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