segunda-feira, 1 de janeiro de 2024

O delicado e belo testamento literário de Sam Shepard

 

BLOG  ORLANDO  TAMBOSI

En esta novela, escrita cuando ya le habían diagnosticado ELA, está todo lo que el dramaturgo, guionista, actor y músico quiso decirnos antes de morir. 
Fran G. Matute para El Cultural:


Sam Shepard (Fort Sheridan, 1943-Midway, 2017) fue quizás el mayor talento surgido de una de las generaciones norteamericanas más renacentistas de la historia, aquella nacida en los estertores de la Segunda Guerra Mundial (su padre, de hecho, fue piloto de bombardero), aquella que llegó a vivir en plenitud los tan turbulentos como efervescentes años sesenta y setenta (donde se impregnó de toda una intelectualidad asociada al teatro de vanguardia, al jazz modal y al rock psicodélico), y que lo mismo escribía, pintaba, componía, cantaba, actuaba, dirigía o hacía excelentes fotografías, todo a la vez, claro, todo bien hecho, siempre además con una especial sensibilidad, muy europea, por cierto, si se me permite el reduccionismo.

No creo que haga falta repetir aquí todos los campos en los que se movió Shepard con éxito, pero lo cierto es que resulta imposible analizar su obra sin tener en cuenta el conjunto.Sirvan de muestra estos dos botones: el libro que ahora reseñamos bien podría haberlo escrito el hermoso joven, frágil y taciturno, al que Shepard dio vida en la majestuosa Días del cielo, de Terrence Malick, un personaje sabedor de que tenía los días contados y que seguramente habría compartido las reflexiones poéticas que se contienen en las páginas de este espectacular Espía de la primera persona (2017); novela, que por otro lado, no hubiera sido posible sin la intervención de su querida amiga Patti Smith, célebre musa del punk neoyorquino, con quien Shepard revisó el manuscrito, dedicándole esta luego en prensa uno de los obituarios más hermosos que se hayan leído nunca.


Poco tiene que ver con el morbo el que se haya hecho tanto hincapié en la agonía que supuso para Shepard escribir esta su última novela, pues es justo saberlo, ya que los hechos afectarán sin duda a la lectura. Diagnosticado con ELA en 2016, Shepard comenzó a escribirla a mano, imposibilitado ya de utilizar la máquina de escribir, hasta que la enfermedad impidió también cualquier tipo de trabajo manual y hubo que comenzar a dictar las páginas a una grabadora. La familia, sus hermanas, sus seres queridos en definitiva, ayudaron en la transcripción, y Shepard y Smith remataron el mecanoscrito.

Es lógico que esta forma tan atípica y tortuosa de parir una novela, por muy breve que sea, tenga su efecto de algún modo en la escritura. Shepard tira entonces de frases cortas, precisas y punzantes, como si al haberlas dictado le faltara el aliento para elaborarlas. Porque así se leen, contenidas, más que nada porque en su aparente sencillez encierran una enorme profundidad.

Digamos ya que Espía de la primera persona es una obra mayor de nuestro tiempo y no lo es desde luego por la eventual tristeza que depara al fan el estar ante lo que claramente se ha descrito como el “testamento literario” de su autor, circunstancia esta que, por otro lado, resulta inevitable tener en cuenta, ya que en sus páginas se lidia con ello, con la muerte, con la decadencia del cuerpo, sí, pero también con esa clarividente mirada que solo los moribundos tienen sobre las cosas bellas. Y de qué forma lo hace aquí Shepard…

Hay tanta belleza en estas páginas, escritas como están con tanta delicadeza, quizás porque fueron redactadas con tanto esfuerzo, con tanta parsimonia, que resulta imposible claudicar al halo fúnebre que las sobrevuela.En esto influye también el que haya una forma sólida que sostiene toda la propuesta, un andamiaje, imprescindible este, brillante en su resolución, gracias al cual Shepard se desdobla entre sus dos protagonistas, para observar su declive desde fuera, para reflexionar sobre su decrepitud, para alabar las puestas de sol y los vuelos de los pájaros que el moribundo todavía es capaz de disfrutar, para reconocerse íntimamente atado al devenir histórico de su país y más allá, en el vivido y en el padecido, y para agradecer por último los cuidados recibidos.

Estos dos protagonistas se espían desde el porche de sus casas en pleno desierto fronterizo de Arizona. La imagen no puede ser más Shepard; y si me apuran, también, más de wéstern crepuscular. Ambos protagonistas quizás sean la misma persona, alojada no obstante en distintas coordenadas del espacio-tiempo, por cuyas rendijas se nos filtrarán otras observaciones de narradores que desconocemos, y no importa esto, pues en el fondo son todo subterfugios literarios ideados por Shepard para mostrarse omnisciente ante sus lectores.

Ahí están todas las cosas relevantes que nos quiso decir antes de morir, no importa el cómo ni de donde vengan, pues todo cobra su particular sentido cósmico en esta deslumbrante miniatura.Espía de la primera persona, en su aparentemente aleatoria fragmentación, bebe sobre todo del teatro beckettiano, tan admirado por Shepard. En su interior, no obstante, late el Shepard de siempre, un Shepard quizás más poético que de costumbre, más filosófico si cabe, curtido ya en las mil batallas que su fascinante vida le ha deparado.

“Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar. (…) Pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes”, se afirma en un momento dado en la novela, y siente uno en estas palabras el peso del pathos de quien ha sido compañero de piso del hijo de Charles Mingus, miembro de La MaMa Experimental Theatre Club, batería de los Holy Modal Rounders, guionista del cineasta Michelangelo Antonioni, amante de Patti Smith, Joni Mitchell y Jessica Lange.

Así como premio Pulitzer de teatro, letrista de Bob Dylan, profesor de la University of California, y entre medias, Harry York y Chuck Yeager, Walter Faber y Frank Coutelle, hasta Frank James y Butch Cassidy…, también, claro, autor de Crónicas de motel, un texto fundacional para muchos de mi generación, y al final alcohólico empedernido, y ahora, por encima de todo, alguien que justo en el momento de escritura de las que iban a ser seguro sus últimas páginas es más que consciente de que no le queda ya más presente ni pasado glorioso del que vivir.Como ya sentenció nuestro manoseado Antonio Machado, se canta sobre lo que se pierde. Y aquí la pérdida nunca fue tan grande. Lo fue de hecho del mismo tamaño que la magistral y descomunal elegía que Shepard nos ha regalado en forma de novella poética.
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