BLOG ORLANDO TAMBOSI
No
monumental 'Castillos de fuego', Ignacio Martínez de Pisón relata
magistralmente o primeiro pós-guerra, dando ao leitor um dos livros do
ano. Alberto Olmos para El Confidencial:
El franquismo es como París:
no se acaba nunca. Puedes poner "franquismo" en un titular aún en 2023,
puedes echarle a otro el franquismo en cara por cualquier cosa que
diga, te vale para hacer películas y series y, cómo no, para escribir
otro libro si no se te ocurre nada. Franco da
mucho que hablar; da también algún dinero y, desde luego, proporciona
argumentos imbatibles. Al final hasta nos va a caer bien.
Una cosa que he pensado del franquismo, después de transitar las setecientas páginas que Ignacio Martínez de Pisón le
dedica solo a los primeros cinco años de expansión del régimen, es que
resulta más fácil entender el franquismo que entender vivir en el
franquismo. Nosotros manejamos hoy un juguete cerrado, unas conclusiones
incluso pueriles (Franco, malo; ergo yo, héroe), y vemos aquel periodo
espantoso por sus costuras finales y su disolución a nuestro favor.
Hemos llegado a la historia justo a tiempo para entender el franquismo
de un vistazo.
Esto
es así, siguiendo a Althusser, porque "la ideología no tiene exterior",
y nuestro pensar y pesar el franquismo es algo que hacemos cómodamente
desde ese exterior que se inicia en 1976, a partir del cual la dictadura
deja de ser un entorno y se convierte en lejanía. Cuanto más lejos estamos de Franco, más ridículo nos parece que mandara sobre nadie tanto tiempo.
En Castillos de fuego (Seix
Barral), la extraordinaria novela que nos regala este febrero Ignacio
Martínez de Pisón, esto se ve muy bien. O sea, se ve muy bien cómo los
ciudadanos que viven bajo un sistema autoritario naufragan en la
filosofía de los finales. Es el final del sistema, en tanto utopía, el
que lo mantiene vivo y lo alarga. Es la necesidad de pensar la dictadura
por el sueño de su disolución la que hace que no acaben nunca. Al
franquismo ya lo daban por muerto en 1942, como al Real Madrid cada año
en la liguilla de la Champions.
Inclinados a ser normales, no revolucionarios
Solo
es uno de sus innumerables méritos, pero Castillos de fuego genera una
ternura inolvidable a lo largo de su millón de palabras al mostrarnos a
unos personajes perdidos en el laberinto autoritario. Hay que
esconderse, pelear, sobrevivir, porque esto acabará algún día. "Franco
tiene los días contados. Los yanquis se han tomado en serio lo de
liberar Europa del fascismo y no lo van a dejar a medio hacer". Después
de derrotar a Hitler,
Estados Unidos vendrá a por Franco, es el cálculo inocente de los
inconformes. Como quien hace cola en una taquilla sin saber que ya no
quedan entradas.
"Los
escaparates estaban ya iluminados, lo que le transmitió una
tranquilizadora sensación de orden: al fin y al cabo, las cosas
funcionaban", leemos. Siempre es por ahí por donde empieza a verse que una dictadura va a prolongarse mucho
tiempo: las cosas funcionan. Una dictadura con electricidad tiene
futuro, porque la gente se acostumbra a no votar, pero nunca a estar
oscuras. La vida diaria es menos política de lo que ahora mismo pensamos
(o nos han hecho pensar); la vida diaria son cuatro cosas básicas a
partir de las cuales todo es tolerable. Estamos fatalmente inclinados a
ser normales, no a ser revolucionarios.
Imaginen lo que cansa ser revolucionario todos los días.
Eso le sucede a Cristina, el fabuloso personaje creado por el autor, hermana de un fusilado por Franco,
y de otro perseguido por el régimen y que ha acabado (este hermano
vivo) en el maquis. Cristina echa una mano a la revolución, pero de
pronto se cansa: "¿Algún día vendrán los rusos a liberarnos? Ya me da lo
mismo que manden unos o manden otros. Yo solo quiero vivir. Ser una
persona corriente y llevar una vida corriente. ¿Es mucho pedir? Quiero
hacer las cosas que hace la gente normal. Y eso no es normal: ¡Pasarse
los domingos espiando a ancianas!".
Y
más adelante, dirá: "Solo tenemos una vida. Esta vida. Y no podemos
desperdiciarla. Debemos tratar de vivir el presente. No vamos a estar
siempre a vueltas con el pasado".
¿Por qué se asienta y alarga una dictadura?
Porque la gente no quiere hacer Historia (derrocar un régimen), sino
hacer lo cotidiano, es la épica de las cosas vulgares y bonitas la que
mueve la vida. Así, si la resistencia a Franco hubiera conseguido que la
gente no pudiera beber vino, pasear con la novia de la mano por un
parque o jugar al mus en el bar, se acababa la dictadura en dos meses.
Martínez de Pisón va diseminando por la novela las numerosas obras, reformas y edificaciones que el régimen acometió en la capital de España,
desde la finalización de Nuevos Ministerios en 1942 a la apertura de la
cárcel de Carabanchel en 1944. Castillos de fuego, minuciosamente
documentada, recrea con precisión un Madrid de miseria y tiendas de
moda, de espías y hambre, pintado desde Tetuán de las Victorias a Usera,
pasando, casi calle a calle, por la vida de toda la ciudad.
Autor invisible
Es, en ese sentido, una obra galdosiana, que se sitúa también a medio camino entre Almudena Grandes y Pérez-Reverte.
Con la primera, coincidiría en las pequeñas historias, no pocas de amor
y sentimiento, y con Reverte en el conocimiento preciso de los nombres
de las cosas, desde los útiles de una carpintería a la impedimenta
militar.
Pero lo que diferencia Castillos de fuego de Inés y la alegría o de Línea de fuego es
el tono, de una neutralidad casi entomológica. Frase sencilla, cada
frase una información, el autor no existe, es invisible y todo lo sabe,
no él, sino la gramática.
Llevamos
un comienzo de año con muchas novelas españolas publicadas, y no pocas
firmadas por autores relevantes o conocidos o valiosos. Castillos de
fuego está, por decirlo con prudencia, a años luz de todas las demás
novelas que han llegado a las librerías en 2023. Por ambición, por
técnica, por emoción, por trabajo. Lo normal es que acabe en película o
serie, así que léanla cuanto antes.
Postado há 3 days ago por Orlando Tambosi
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