Uma das palavras chave de 2020 foi woke, que alude a jovens interessados na "justiça social" que se crêem donos de um rigor moral e uma visão política superiores às dos outros. Victor Lenore para a revista Letras Libres:
Finales
de diciembre de 2011. Como es tradición, la revista Time escoge a su
personaje del año. En esa ocasión, se trató de alguien genérico: el
manifestante, protagonista permanente de los telediarios desde la plaza
Taksim hasta Zuccotti Park (Occupy Wall Street), pasando por nuestra
Puerta del Sol, entre muchos otros lugares. La publicación subraya que
“en 2011, los manifestantes no se limitaron a enunciar sus quejas, sino
que cambiaron el mundo”. ¿Tenemos un planeta muy distinto una década
después? La protesta sigue siendo una herramienta utilizada, desde Black
Lives Matter en Estados Unidos hasta las manifestaciones en Francia
contra leyes de impunidad policial, pero la figura del activista se ha
devaluado de manera evidente, incluso dentro de la propia izquierda.
¿Cómo
sabemos que decae ese prestigio? El primer indicio, simbólico pero
relevante, podemos encontrarlo en el humor. Por ejemplo, recordando la
sátira clásica “La burbuja”, que emitió Saturday Night Live en noviembre
de 2016. Allí dos jóvenes progresistas anuncian un “espacio de
seguridad”, especialmente pensado para activistas de izquierda
decepcionados por el triunfo electoral de Donald Trump. El producto que
venden es un barrio creado a medida de jóvenes “progres”, provisto de
alimentos ecológicos, bloqueo de webs conservadoras y billetes de dólar
con la cara de Bernie Sanders. El remate del chiste consiste en desvelar
que esa burbuja es Brooklyn, una de las zonas más cool de Nueva York,
pero encerrada en una campana de cristal. Desde el otro lado del
Atlántico, la misma disonancia parodiaba este año el cómico Andrew
Doyle, a través del personaje de Titania McGrath, joven pija activista
que reparte lecciones no solicitadas desde su púlpito moral en Twitter.
Una
de las palabras clave de 2020 ha sido woke, que alude a los jóvenes
interesados en la justicia social que se creen dueños de un rigor moral y
una visión política superior a los demás. “En realidad, ser woke es
mucho más fácil de lo que piensa la gente. Todo el mundo puede ser
activista. Solo hay que añadir una bandera del arcoiris a tu perfil de
Facebook, o increpar a una persona mayor que no entiende lo que
significa ‘no binario’, y ya estás mejorando el mundo. De hecho, las
redes sociales han posibilitado que demostremos lo íntegros que somos
sin tener que hacer nada en absoluto”, explica Titania en su libro,
publicado en castellano por Alianza. ¿Quién no conoce a unas cuantas
personas así?
En
el terreno del ensayo político, quien más crudamente describe esta
tendencia es el geógrafo francés Christophe Guilluy, autor del polémico
ensayo No society: el fin de la clase media occidental (Taurus). Esto
denunciaba en julio de 2019 en una entrevista en Letras Libres: “La
nueva burguesía ha utilizado el arma del antifascismo para desestimar
toda reivindicación social. Pensemos en los chalecos amarillos. Cuando
surgieron, enseguida se decía: son fascistas, son antisemitas… Era una
técnica retórica que permite deslegitimar toda reivindicación total,
permite que la burguesía se proteja. Por eso digo que en la actualidad
el antifascismo no es un combate contra el fascismo, sino una retórica
que es un arma de clase para protegerse de las reivindicaciones sociales
de la clase trabajadora”, denunciaba. Suena delirante, pero está
ocurriendo: un número significativo de activistas de izquierda están
usando algo que denominan “antifascismo” contra las clases populares.
Así de duro y embarrado se presenta el combate político de lo que queda
de siglo xxi.
El
periodista de izquierda Daniel Bernabé, recomendado por Pablo Iglesias,
considera que hoy “el 15-m carece totalmente de importancia, nadie se
acuerda de él y el mito construido no vale para nada. Nadie lo reclama
ni hay ningún debate en torno al mismo”, explica en una entrevista con
La Marea. “Nadie está reclamando más participación política, es lo
último en lo que pensamos. Ahora mismo solo nos interesan las certezas;
es una época de mucha incertidumbre”, concluye. Lo que no puede negar
nadie es que el movimiento 15-m se ha deshinchado por completo, a pesar
de tener cotas de apoyo del 78% en 2013 (según encuesta de Metroscopia
publicada en El País). Está claro que fue incapaz de cuajar ni de
reinventarse en la década de los diez.
El
documento clave para comprender aquella revuelta es un informe titulado
Estrategias y desafíos: la situación de la izquierda en España,
publicado en 2019 por la Fundación Rosa Luxemburgo (vinculada al partido
alemán Die Linke). El texto fue elaborado por los sociólogos españoles
César Rendueles y Jorge Sola. “La movilización social del 15-m y sus
ramificaciones ha contado con la primacía de un determinado grupo
social: los jóvenes de clase media con educación universitaria que
habían visto frustradas sus expectativas de reproducción social y eran
los que vivían con más intensidad el incumplimiento de la ideología
meritocrática. Por el contrario, los jóvenes de clase trabajadora o la
población migrante estuvieron notablemente infrarrepresentados tanto en
la dinámica de las movilizaciones como en los discursos e imágenes que
proyectaron. La brecha social en que se basaba el bloque del cambio era
la generacional, pero la voz cantante de la nueva generación tenía un
marcado sesgo de clase. Ni las mareas, ni Podemos, ni el municipalismo,
ni el feminismo han conseguido romper esa dinámica y articular
políticamente a los de (más) abajo, que sufren con mayor intensidad los
efectos materiales de la crisis”, escriben.
El
activismo se ha resentido por una colonización de los universitarios
sin trayectoria laboral, ni tampoco cargas familiares, centrados en la
teoría y en los grupos de debate con personas con un perfil social casi
idéntico al suyo. Es una situación muy distinta a la lucha contra la
dictadura franquista, donde participó una amplia gama de asociaciones,
desde espacios culturales a parroquias obreras, pasando por trabajadores
sociales, un colectivo cargado de legitimidad pero poco representado en
primera línea de la izquierda española actual. Parece que se valore más
manejar las grandes teorías académicas que una vida dedicada a ayudar a
los demás.
También
es interesante la visión de Elizabeth Duval, que se ha convertido en el
referente más joven de nuestra izquierda. En sus entrevistas, se
muestra escéptica con el activismo, incluyendo el relacionado con el
exitoso 8-m. “Son frentes con gran capacidad de convocatoria, pero poco
recorrido, ya que el Estado enseguida te aprueba el matrimonio
igualitario o aumenta el presupuesto contra la violencia de género,
dejándote sin nada más que pedir. En comparación, el movimiento
ecologista es más profundo, ya que sus demandas exigen un cambio del
modelo de civilización. Podemos se ha convertido en un agregador de
demandas de colectivos laborales maltratados, desde las kellys hasta los
riders. Cuando el gobierno mejore en algo las condiciones o una
sentencia los haga fijos, se quedan ya sin mucho que reclamar. Hace
falta un discurso más ambicioso o te acabas convirtiendo en el
departamento de Recursos Humanos del capitalismo”, subraya.
El
problema no es solo de nuestro país, como Duval ha explicado en las
páginas de su libro Reina (Caballo de Troya, 2020). También ha visto
estas dinámicas políticas en La Sorbona, donde estudia filosofía y
letras modernas. “El ambiente universitario francés tiene anarquistas,
trotskistas y autónomos. La conclusión a la que llego es que muchos de
estos trotskistas que se pueden permitir acudir a la Universidad de
París 1 Panteón-Sorbona vienen de ambientes acomodados donde la
militancia política es solo una actividad que da sentido estético a sus
vidas. Tiene algo de teatral, ya que no necesitan la revolución para
vivir dignamente, ese no es su problema”, señala.
Una
lección específica de este año es que las demandas políticas se
contaminan fácilmente con las conspiranoias de internet. En verano
vivimos la polémica de Planet of the humans, el documental producido por
Michael Moore, acusado de difundir información falsa contra el
ecologismo. Youtube lo retiró y luego volvió a subirlo a su plataforma
para no darle “más poder y mística de la que ya tiene”. Naomi Klein,
periodista de referencia del movimiento antiglobalización, también tuvo
que salir a desmarcarse de las teorías que ligaban su libro La doctrina
del shock a la teoría conocida como The Great Reset, que defiende que el
Foro de Davos está aprovechando la pandemia para sus planes de
dominación mundial. El enemigo de los activistas ya no son solo los
poderes establecidos, sino también el fuego amigo (sean figurones
desnortados o soldados de infantería fuera de control).
Cada
vez hay más factores de distorsión. Por ejemplo, los llamados “aliados
blancos” del movimiento Black Lives Matter. Este verano Stacey Patton,
columnista negra de The Washington Post, publicó un duro artículo donde
se preguntaba si muchos de estos activistas estaban haciendo más daño
que bien a la causa. “Durante el diluvio de imágenes de las primeras
veinticuatro horas de protestas, las cámaras se detuvieron con
frecuencia en los manifestantes blancos gritando lemas, simulando
muertes e infiltrándose en protestas organizadas para romper ventanas,
incendiar edificios e instigar a los manifestantes negros a atacar a la
policía y destruir propiedades. Agentes de todo el país informan de que
agitadores blancos inflaman la conflictividad, muchas veces mientras
líderes negros se esfuerzan por que las protestas sean pacíficas”,
lamenta Patton. Seguramente recuerdan las performances sobre colchonetas
de yoga simulando no poder respirar o los dibujos de tiza en el suelo,
al estilo de una escena del crimen, donde activistas blancos convertían
la protesta en una especie de teatro callejero o juego de rol.
El
libro más exitoso y contundente del año contra el actual estado de
izquierda militante es Blanco, del superventas Bret Easton Ellis.
Hablamos de un autor que se hizo rico por un uso magistral del
sensacionalismo, pero también por denunciar el vacío de la sociedad de
consumo (por tanto, no alguien especialmente prosistema). En esta
colección de ensayos, donde predominan observaciones basadas en
experiencias personales, Ellis acuña el término Generación Gallina,
nombre con el que se refiere a los millennials (el grupo de edad al que
pertenece su novio, con quien convive). Los describe como personas con
la sensibilidad a flor de piel, la sensación de tener derecho a todo y
una curiosa “insistencia en tener siempre la razón, a pesar de las en
ocasiones abrumadoras pruebas en contra”. Es otra vuelta de tuerca al
concepto “copito de nieve”, jóvenes criados entre algodones con
dificultades para lidiar con un mundo hostil.
Entre
los muchos ejemplos que maneja Ellis, podemos citar a glaad, traducible
como “Alianza de Gays y Lesbianas Contra la Difamación”, agrupación
especialmente rígida en sus análisis. En este sentido, lamenta “que la
glaad machacara despiadadamente al actor Alec Baldwin cuando este
arremetió contra los paparazzi con comentarios homófobos sin tener en
cuenta en ningún momento que acababa de interpretar a un gay nada
estereotípico en La era del rock (filme dirigido por un gay) y que
incluso había besado a Russell Brand en la boca”, recordaba.
Esta
inquisición digital de baja intensidad cala como la lluvia fina,
empapando nuestra percepción. “La glaad refuerza la idea de que los
hombres homosexuales son bebés ultrasensibles que necesitan mimos y
protección, pero no de los horrendos ataques homófobos en Rusia, el
mundo musulmán, China o India, sino de los sentimientos culturales
nacionales”, lamenta. La pregunta ya se la habrán hecho en algún punto
de este artículo: ¿puede sobrevivir el activismo occidental a esta
mezcla explosiva de narcisismo, puritanismo y debilidad de carácter?
Suena improbable, al menos a corto plazo. ~
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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