A ciência é um processo que, diferentemente da ideologia, se distingue
pela flexibilidade intelectual. Essa perpétua disposição para a mudança
causa mal-estar às pessoas que cultivam certezas absolutas em todos os
campos. Artigo do professor de psicologia evolucionária David Barash,
publicado por Letras Libres:
Dicho por un científico sonará algo presuntuoso, pero aún así lo voy a
decir: la ciencia es uno de los esfuerzos más nobles y exitosos de la
humanidad, y es la mejor manera que tenemos de comprender cómo funciona
el mundo. Sabemos más que nunca acerca de nuestros cuerpos, de la
biósfera, del planeta y del cosmos. Somos capaces de fotografiar a
Plutón, de desentrañar la mecánica cuántica, de sintetizar químicos
complejos y de asomarnos a las operaciones del ADN (y hasta
manipularlo), por no hablar de nuestros cerebros e incluso de nuestras
enfermedades.
En ocasiones es cierto que el éxito de la ciencia causa problemas.
Las armas nucleares –quizá la amenaza más inmediata a la vida en la
Tierra– fueron un triunfo de la ciencia. Y luego tenemos los
inconvenientes paradójicos de la medicina moderna, en particular la
sobrepoblación, así como la destrucción del medio ambiente que la
ciencia sin quererlo ha promovido. Sin embargo, nada de esto es la causa
de la crisis de legitimidad que enfrenta hoy la ciencia centrada en una
desconfianza y negación rampante por parte del público.
¿Cómo puede ser? ¿Por qué a las personas de ciencia nos cuesta tanto
defender y promover nuestras mayores hazañas? Hay varios factores en
juego. En algunos casos, la ciencia entra en conflicto con las creencias
religiosas, en particular con las de los fundamentalistas –cada año me
veo en la necesidad de dar a mis estudiantes de licenciatura una
“charla” en la que hablo con franqueza con ellos sobre los
cuestionamientos que la ciencia evolutiva planteará a las creencias
religiosas literalistas que puedan tener–. En el espectro político,
existe un conflicto entre los hechos científicos y las perspectivas
económicas de corto plazo. Las personas que niegan el cambio climático
tienden a ser no solo analfabetas científicas sino a recibir apoyo de
corporaciones emisoras de co2. Los antivacunas fundan su ímpetu en las
repercusiones de un único estudio desacreditado que sigue resonando
entre personas predispuestas a creer en la “medicina alternativa” y
opuestas a la sabiduría establecida.
El problema, no obstante, es mucho más profundo. Muchos de los
hallazgos científicos van en contra del sentido común y ponen en
entredicho nuestros presupuestos más profundos sobre la realidad: el
hecho de que aun los objetos más sólidos están compuestos en su mayoría,
a nivel subatómico, de espacio vacío, o la dificultad de concebir cosas
que van más allá de nuestra experiencia cotidiana, como pasa con las
enormes temperaturas, escalas de tiempo, distancias y velocidades, o
(como en el caso de la deriva continental) con los movimientos
extremadamente lentos –por no hablar de la posibilidad, estadísticamente
verificable pero inimaginable en otros sentidos, de la selección
natural de generar, con el paso del tiempo, resultados de una
complejidad deslumbrante–. Encima de todo esto está la paradoja
persistente de que entre más conocemos sobre la realidad menos central e
importante resulta ser nuestra especie.
Y, sin embargo, hay un factor desatendido en la desconfianza que
tiene el público frente a la ciencia, y está en el corazón de los
esfuerzos científicos. La capacidad de autocorregirse es la fuente de la
inmensa fuerza de la ciencia, pero en cambio al público lo desconcierta
que la sabiduría científica no sea inmutable. El conocimiento
científico cambia con enorme velocidad y frecuencia –como debe ser–, sin
embargo la opinión pública arrastra los pies y se niega a ser
modificada una vez que queda establecida. Y este rápido reflujo de la
“sabiduría” científica ha hecho que mucha gente se sienta mareada,
confundida, y cada vez más renuente a acercarse a la ciencia en sí.
En su muy influyente libro La estructura de las revoluciones
científicas (1962), el físico y filósofo de la ciencia Thomas Kuhn
discutió que la “ciencia normal” avanza siguiendo ciertos paradigmas
dominantes. En otras palabras, cada disciplina científica está gobernada
por una serie de teorías y supuestos metafísicos aceptados dentro de
los cuales la ciencia normal opera. Periódicamente, cuando esta
rutinaria “solución de enigmas” lleva a resultados inconsistentes con la
perspectiva dominante, sobreviene un periodo disruptivo y emocionante
de “revolución científica” después del cual se establece un nuevo
paradigma y la ciencia normal vuelve a operar.
Extrañamente, Kuhn comentó que los nuevos paradigmas no
necesariamente ofrecen una imagen más precisa del mundo real. Es una
aseveración particular: por ejemplo, en el campo propio de Kuhn, la
astronomía, la perspectiva copernicana de un sistema solar heliocéntrico
es claramente superior a la geocéntrica anterior. El lenguaje de Kuhn
ha permitido tener una sensación exagerada de lo revolucionario que
puede resultar un paradigma nuevo. Cuando Newton dijo: “Si he visto más
lejos, es porque estaba parado sobre los hombros de gigantes”, no solo
estaba siendo modesto; estaba más bien enfatizando el grado en que la
ciencia es acumulativa, construida a partir de los logros anteriores y
no a partir de saltos cuánticos.
Kuhn, sin embargo, estaba en lo cierto acerca de esto: el proceso
acumulativo genera no solo algo más, sino también algo completamente
nuevo. En ocasiones lo nuevo implica el descubrimiento literal de algo
que no se conocía con anterioridad (los electrones, la relatividad
general, el Homo naledi). Por lo menos tan importantes, sin embargo, son
las novedades conceptuales; cambios en los modos en que la gente
entiende –y con frecuencia malentiende– el mundo material: sus
paradigmas operativos.
Claro que las leyes y los procesos fundamentales del mundo natural
existen de manera independiente de los paradigmas humanos: la Tierra
orbita alrededor del Sol independientemente de si las personas tienen
una perspectiva ptolemaica o copernicana. Como dijo B. F. Skinner:
“Ninguna teoría cambia aquello sobre lo que quiere teorizar.” Los
detalles factuales del mundo están en una continua fluctuación
heraclitiana, pero las reglas y los patrones básicos que subyacen a
estos cambios en el mundo físico y biológico permanecen constantes.
Hasta donde sabemos, la luz viajaba a la misma velocidad durante la era
de los dinosaurios que ahora, así como la relatividad general y especial
eran válidas antes de ser identificadas por Albert Einstein. Nuestros
hallazgos, sin embargo, están en constante “evolución”.
Este tipo de cambio es al mismo tiempo emocionante y atemorizante.
Después de todo, cuesta mucho trabajo dejar de lado una idea preciada,
en particular una que tomó tiempo para que se propagara y que al final
termina siendo aceptada ampliamente. Y para muchas personas –científicos
y no científicos– es mucho más difícil dejar ir ideas que parecían
tener el sello de aprobación de la ciencia. ¿No se trata de eso la
ciencia: una serie de hechos factuales inamovibles sobre lo que sabemos
que es verdad?
De hecho, esa frase misma es falsa. La ciencia es un proceso que,
contrario a la ideología, se distingue por la flexibilidad intelectual,
por una aceptación grácil, agradecida (aunque a veces renuente), de la
necesidad de cambiar de opinión según las evoluciones de nuestra
comprensión del mundo. La mayoría de las personas no son
revolucionarias, ni en el ámbito científico ni en ninguno otro. Pero
cualquiera que aspire a estar bien informado necesita comprender no solo
los hallazgos científicos más importantes, sino también estar al tanto
de su naturaleza provisional y de la necesidad de evitar las categorías
excesivamente sólidas: estar al tanto de cuándo hay que dejar ir el
paradigma existente y reemplazarlo con uno nuevo. Lo que es más, hay que
estar al tanto de que estas transiciones son señales de progreso y no
de debilidad, una consideración mucho más difícil de lo que parece. Un
buen paradigma es difícil de dejar ir.
Hay una larga lista de ideas que se consideraron como
“científicamente válidas” en su momento y desde hace tiempo han sido
descartadas. La creencia en una Tierra plana fue una muy prominente,
junto con el sistema ptolemaico que había ubicado a nuestro planeta como
el centro de todas las cosas celestiales. Aunque es sencillo
ridiculizar esa temprana perspectiva geocéntrica, fue impresionantemente
“científica” en su momento, apoyada en modelos matemáticos elaborados y
en los datos empíricos disponibles en ese tiempo –aunque, claro, estaba
basada en una astronomía visual y no en el uso de telescopios.
La alquimia es, en un sentido real, el ancestro de lo que ahora
llamamos química, pero sus practicantes tuvieron que retractarse de su
paradigma anterior para convertirse, al final, en químicos “reales”.
Otras teorías perdidas incluyen al “éter luminífero”, por mucho tiempo
considerado la sustancia que propagaba las ondas de luz y cuyo alcance
explicativo se extendió hasta incluir a la radiación electromagnética en
general, o la teoría calórica, que planteaba la existencia de una
sustancia hipotética hecha de calor, y que pasaba de cuerpos más
calientes a otros más fríos.
Algunos de estos cambios de paradigma ocurrieron antes de que la
ciencia misma se convirtiera en un empeño institucional, y entonces no
minaban la legitimidad de la ciencia como proyecto. El término
“científico” no existió hasta que el historiador y filósofo inglés
William Whewell lo acuñó en 1834. Una vez que la ciencia se convirtió en
una disciplina intelectual y a los científicos se les identificó como
sus practicantes, entonces junto con lo bueno (el progreso en la
correcta comprensión del mundo natural) llegó lo malo (el hecho de que
la sabiduría de la ciencia no fuera sólida como la piedra).
Los cambios de paradigma no están confinados al pasado distante. En
mi propia especialidad, el estudio del comportamiento animal, fue de
rigueur durante décadas evitar cualquier suposición de conciencia
animal, o incluso la presencia de una mente animal. Cualquier
insinuación de antropomorfismo era como el tercer riel en la
investigación del comportamiento animal: tocarlo quizá no implicaba
morir electrocutado pero sí perderte una beca o un puesto académico.
Este paradigma de los animales “sin mente” se derivaba en parte de la
aplicación errada del principio de la navaja de Ockham (las
explicaciones más simples siempre son preferibles) y en parte también de
la consecuencia del conductismo radical, un esfuerzo por transformar a
la psicología en algo puramente objetivo y científico –un enfoque en
gran medida pasado de moda–. Los hallazgos recientes, incluyendo el
trabajo realizado con Alex (que tristemente ya murió), el loro gris
africano, así como los impresionantes estudios sobre la cognición de
chimpancés, cuervos y perros, han evidenciado que estas criaturas son
capaces de hazañas intelectuales que se comparan favorablemente con las
de seres humanos normales y sanos. En su momento negadas por la ciencia,
las mentes animales son ahora sujetos legítimos de estudio bajo la
rúbrica de la “etología cognitiva”.
La mente animal es un objeto legítimo de investigación científica, y
al mismo tiempo la mente humana ha sido trasladada al universo físico.
Esto es profundamente confuso para quienes estaban comprometidos con el
concepto místico de la conciencia como algo inefablemente separado de la
materialidad. René Descartes es famoso como filósofo y matemático, sin
embargo él se consideraba a sí mismo principalmente un investigador
empírico, y de hecho fue un pionero en el siglo xvii de la fisiología.
Parte de la ciencia de Descartes se basaba en la certeza de que el
cuerpo y la mente eran entidades distintas, una concepción que sigue
siendo muy influyente en la imaginación popular. Sin embargo, una de las
disciplinas científicas más productivas en nuestros días es la
neurobiología, cuyos hallazgos han hecho cada vez más difícil sostener
ese concepto de dualidad cartesiana de que la conciencia humana está más
allá del alcance de la investigación científica y de las explicaciones
físicas y biológicas. “Tú, tus alegrías y tus penas, tus memorias y tus
ambiciones, tu sentido de identidad personal y tu libre albedrío”,
escribió Francis Crick en su libro La búsqueda científica del alma. Una
revolucionaria hipótesis para el siglo XXI (Debate, 1994), “no son más
que el comportamiento de un enorme ensamblaje de células nerviosas y sus
moléculas asociadas”.
Algunos de los cambios de paradigma más importantes han tenido lugar
en el campo de la biomedicina: por eso no es ninguna sorpresa que muchas
de las quejas sobre la inconsistencia de la ciencia surjan a partir de
la confusión ante los consejos cambiantes sobre nuestros cuerpos y el
cuidado que tenemos que tener de ellos. Gracias a Louis Pasteur, Robert
Koch, Joseph Lister y otros microbiólogos pioneros del siglo XIX y XX,
comprendimos el rol que desempeñan los patógenos en las enfermedades, lo
que llevó al descubrimiento científico de que “los gérmenes son malos”.
Este paradigma particular –que desplazó a la creencia en el “aire malo”
y nociones similares (el término influenza viene de la supuesta
“influencia” de los miasmas en las enfermedades)– fue rechazado con
particular fuerza por las autoridades médicas del momento. Los doctores,
que rutinariamente realizaban autopsias a cadáveres atestados de
enfermedades, no estaban dispuestos a aceptar la idea de que sus manos
sin lavar fueran las transmisoras de enfermedades a sus pacientes, al
grado de que el médico Ignaz Semmelweis, quien en 1847 demostró el papel
de los patógenos en las manos como causa de la fiebre puerperal, fue
ignorado, vilipendiado y finalmente conducido a la locura.
Más recientemente, la gente por fin se había acostumbrado a
preocuparse por criaturas tan pequeñas que no pueden verse simplemente, y
ahora una nueva generación de microbiólogos ha demostrado el
sorprendente hecho de que muchos microbios asociados con nosotros
(incluidos pero no limitados a los que componen el microbioma
intestinal) no solo son benignos sino que son esenciales para la salud.
Las células nerviosas, nos dijeron, no se regeneran, en especial las
del cerebro. Ahora sabemos que sí lo hacen. Los cerebros incluso
producen nuevas neuronas; así que sí se le pueden enseñar nuevos trucos a
un perro viejo. Lo mismo pasa con el supuesto hasta hace poco de que
una vez que una célula embrionaria se diferencia para volverse una
célula de la piel o del hígado su destino está sellado. Gracias a la
tecnología de clonación esto ha cambiado, ya que se descubrió que los
núcleos de las células pueden ser inducidos a diferenciarse en otros
tipos de tejido también. Dolly la oveja fue clonada a partir del núcleo
de una célula mamaria completamente diferenciada, lo que prueba que el
paradigma de la diferenciación celular irreversible debía ser revisado.
Los biólogos han sabido desde hace mucho que la vida es frágil y existe
en condiciones muy específicas y especiales. Au contraire: se han
descubierto organismos vivos en algunos de los ambientes más desafiantes
imaginables, incluidas las ventilas hidrotermales en el fondo del mar y
condiciones anaeróbicas que antes se consideraban carentes de vida. Las
vidas individuales sin duda son frágiles, pero la vida es notablemente
robusta.
Hasta hace poco, los doctores estaban seguros científicamente de que
por lo menos se requería una semana de reposo absoluto después de un
parto vaginal normal, sin complicaciones, y más después de alguna
cirugía invasiva. Ahora a los pacientes quirúrgicos se les alienta a que
comiencen a caminar lo más pronto posible. Durante décadas, las anginas
protuberantes pero benignas se le extirpaban a un niño con la garganta
adolorida. Ahora ya no. La psiquiatría nos ofrece una panoplia
problemática y generalizada: la homosexualidad, hasta 1974, se
consideraba una enfermedad mental; la esquizofrenia se pensaba que era
causada por los malos comportamientos verbales y emocionales de “madres
esquizofrenógenas”; y las lobotomías prefrontales eran el tratamiento
científicamente aprobado para la esquizofrenia, la enfermedad bipolar,
la depresión psicótica y, algunas veces, incluso simplemente como una
manera de calmar a un paciente irascible e intransigente.
Probablemente los casos más notables de paradigmas médicos hallados,
luego perdidos, luego recuperados y más tarde colocados en una especie
de limbo científico ocurren en el campo de la nutrición. No fui el único
niño que creció en la década de los cincuenta para quien un desayuno
normal estaba compuesto por dos huevos. Para las generaciones
siguientes, el colesterol era poco menos que un veneno. ¿Y ahora? Ahora
no tanto. No hay duda de que las grasas trans son malas, muy malas. Pero
otras grasas han pasado por un ciclo vertiginoso de exilio, aceptación y
después tolerancia moderada solo porque reducen el apetito y quizá
puedan ayudar a limitar la obesidad. La cafeína también era mala, un
veredicto que se revirtió –pero solo hasta cierto punto–. ¿El vino? ¿En
especial el vino tinto? Malo. Más bien, en realidad, bueno. Siempre y
cuando no se exceda. ¿Azúcar? Primero bien, luego no. Y ahora, más o
menos. Y no empecemos a hablar del gluten.
Desprovistos de los paradigmas anteriores, muchos de ellos
reconfortantes, ¿qué nos queda? Algunas de las certidumbres destronadas
no se extrañan, por lo menos no por el momento: cambiar de dieta (aunque
no sea sencillo) es algo relativamente claro, como también lo es
reconceptualizar nuestra percepción de los microbios y la capacidad de
las células nerviosas para regenerarse o de otras para diferenciarse.
Sin embargo, perder cualquier paradigma desorienta y la pérdida de
algunos puede ser hasta descorazonadora. Quizá lo que lamentamos sea la
pérdida de certeza, del tipo de certeza que las religiones ofrecen a sus
seguidores. Quizá se trate de una búsqueda de autoridad, el tipo de
autoridad que buscábamos en nuestros padres. O de una añoranza universal
por tener un puerto confiable –conceptual y no marítimo, obviamente– en
medio de las tormentas de imponderables de la vida. Cualquiera que sea
la causa, a las personas se les dificulta aceptar que la realidad del
mundo sea inestable, cambiante e impermanente. Y esta dificultad, a su
vez, nos incomoda a propósito de la única certeza y estabilidad que la
ciencia nos ofrece: que los paradigmas vienen y se van.
Y más preocupante todavía, los cambios en los hallazgos científicos
han permitido que los malhechores siembren dudas. Los creacionistas
señalan la dinámica intelectual cambiante entre los partidarios del
gradualismo filético (que la evolución avanza lentamente) y el
equilibrio puntuado (que algunas veces avanza muy rápido), para señalar
que el darwinismo está severamente puesto en duda. No lo está. Los
especialistas están en desacuerdo únicamente en el ritmo al que la
evolución por selección natural sucede; no ponen en duda que es algo que
sucede. Lo mismo pasa con la controversia sobre si la unidad de medida
de la selección es el gen, el individuo o el grupo. Pero, en el mismo
sentido, los negadores del cambio climático señalan las constantes
revisiones a los modelos atmosféricos y los datos como “prueba” de que
la ciencia en sí misma es falsa. “Si la ciencia climática es algo
establecido”, escribió el columnista conservador Charles Krauthammer en
The Washington Post en 2014, “¿por qué sus predicciones siguen
cambiando?” Hay que decirle al Sr. Krauthammer que esto pasa porque
conforme conseguimos mejores datos podemos hacer mejores predicciones
(que confirman el calentamiento global antropogénico a un grado mucho
más y no menos preocupante).
Un posible correctivo para todo esto sería el modo en que enseñamos
ciencia. Actualmente nuestros hallazgos se comunican como un catálogo de
Cosas que Sabemos, lo cual tiene la doble desventaja de hacer que la
ciencia parezca un ejercicio laborioso de memorización, pero también da
la falsa impresión de que nuestro conocimiento es algo petrificado e
inmutable, como un insecto del periodo cretácico atrapado en un pedazo
de ámbar. Quizá, más bien, deberíamos enseñar ciencia como una
emocionante revisión de Las Cosas que No Sabemos (Todavía).
Sin la manta reconfortante de la permanencia ilusoria y la verdad
absoluta, tenemos la oportunidad y la obligación de hacer algo
extraordinario: ver el mundo como es, y entender y aceptar que nuestras
imágenes seguirán cambiando, no porque estén equivocadas, sino porque
nos hacemos cada vez más con mejores instrumentos de visión. Nuestra
realidad no se vuelve más inestable, lo que pasa es que nuestro
entendimiento de la realidad es, por necesidad, un trabajo en proceso.
La pérdida de paradigmas puede resultar algo doloroso, pero es
testimonio de la condición vibrante de la ciencia y de la imparable
mejoría del entendimiento humano conforme nos acercamos a una
comprensión cada vez más precisa del modo en que opera el mundo. Según
la Biblia, fuimos castigados por comer el fruto prohibido del Árbol del
Conocimiento del Bien y el Mal. En nuestra búsqueda de conocimiento –no
del bien y el mal, pero (como dijo Shakespeare) de cómo se agita el
mundo– también absorbemos un tipo de castigo. Afortunadamente, perder un
paradigma es mucho menos devastador que perder el paraíso. Más aún, a
diferencia de los supuestos modos de Dios, la ciencia no necesita
ninguna justificación especial más allá de la satisfacción que brinda,
así como los hallazgos prácticos que ofrece. Cada paradigma perdido se
compensa con la sabiduría encontrada.
Recientemente escuché a un hombre entrevistado en la estación de
radio pública local sobre la dificultad de mantenerse al día en lo que
consideraba “los virajes de la sabiduría científica”. Dijo: “Fui soldado
en Irak en dos ocasiones y sé lo difícil que es atinarle a un blanco en
movimiento. Lo que desearía es que los expertos científicos se quedaran
quietos.”
Pero ese es el punto. Quedarse quieta es exactamente lo que la ciencia no hará.
David P. Barash es profesor emérito de psicología de la Universidad de Washington en Seattle. Su libro más reciente es Through a glass brightly (Oxford University Press, 2018
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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