BLOG ORLANDO TAMBOSI
O progressismo afirma buscar a igualdade, mas, na realidade, sua sobrevivência depende da possibilidade de perpetuar a relação desigual de poder. Dante Augusto Palma para The Objective:
Es
imposible comprender en toda su magnitud los enfoques sobre los grandes
temas de la agenda pública española de las últimas semanas sin tomar en
cuenta la incidencia de la perspectiva del progresismo woke. Y no me
refiero solamente al beso de Rubiales o
a la delirante persecución a un grupo de chavales por los comentarios
desafortunados que pudieran hacer en privado por whatsapp, sino también a
la eventual posibilidad de una amnistía a los implicados en el procés.
Es
que resulta harto evidente que el progresismo se ha transformado en la
religión de los tiempos presuntamente seculares, aun cuando esto
incomode a sus devotos y aun cuando, naturalmente, haya resistencias.
Es más, como bien indicara un colaborador de este mismo espacio, Miguel Ángel Quintana Paz,
la nueva religión progresista, a pesar de su obsesión contra la
tradición judeocristiana y la Iglesia, se ha apropiado de muchos de sus
símbolos, como ser, por ejemplo, el énfasis en la víctima. Claro que, en
esta apropiación, el aprecio por la víctima deviene glorificación del
victimismo con la consecuente divisoria entre personas que, por su color
de piel, religión, género, etc. están determinados a ser víctimas o
victimarios.
Sin
embargo, Quintana Paz agrega que hay un aspecto central de la tradición
judeocristiana con la que el progresismo no se lleva bien: el perdón.
Efectivamente,
más allá de la retórica garantista, una acción que contradiga los
valores neopuritanos de la nueva dogmática, será perseguida de manera
implacable independientemente del momento en que haya ocurrido. El
linchamiento público puede ocurrir por un comentario en una red social
realizado 15 años atrás; o, peor aún, en esta lógica de aplicación
retroactiva de los linchamientos, utilizando los valores de la sociedad
actual se pueden juzgar las acciones ocurridas hace 500 o 1000 años, tal
como atestigua la moda del derribo de estatuas o la censura a determinadas obras y autores clásicos.
Sin embargo, llegados a este punto, es necesario hacer algunas consideraciones.
En
primer lugar, esta particular relación que el progresismo tiene con el
perdón debe entenderse a la luz de lo que es, desde mi punto de vista,
uno de sus rasgos esenciales, esto es, la construcción de los vínculos
sociales a través de la noción de «deuda». Efectivamente, como decíamos
antes, la sociedad progresista es una sociedad partida en dos donde hay
víctimas y victimarios. Si eres no hombre, no blanco, no hetero, etc.
perteneces al bando de las víctimas. Si no, lamentablemente, eres un
privilegiado y te toca estar del lado de los victimarios. Esa condición
es inamovible porque lo que lo define es una identidad y no las acciones
de los individuos. Así, a estas personas que son víctimas «por esencia»
se les debe algo que sería, por definición, imposible de pagar y, por
ende, el victimario tiene una deuda que, también por definición, sería
imposible de saldar. En otras palabras, nada de lo que hagan los varones
blancos y heteros será suficiente. Nunca. Entonces el progresismo dice
buscar la igualdad, pero en realidad su continuidad depende de la
posibilidad de perpetuar la desigual relación de poder existente entre
acreedores y deudores.
En
la comparación entre el castigo social en forma de linchamiento
«virtual», tan de moda últimamente, y el castigo por la vía judicial,
está el mejor ejemplo del funcionamiento de este progresismo que no
perdona y postula deudas eternas. Es que cuando una persona realiza un
acto que está fuera de la ley, existe una penalidad en función del acto.
Es lo que se conoce como «proporcionalidad». Para tal acto, tal castigo
en proporción al acto realizado. Desde la pena más baja a la pena más
alta. Pero lo central allí es que con el cumplimiento de la pena, sea la
que fuera, «la deuda» se extingue, aun para los peores crímenes. Eso
quiere decir que el malviviente «paga» y cuando «paga» no debe más. Su
castigo no es eterno. No sucede lo mismo con las «faltas» juzgadas por
el progresismo woke.
Allí no hay proporcionalidad, ni purga ni redención; el castigo no
termina nunca, del mismo modo que la cancelación es para siempre.
A
su vez, en segundo lugar, dado que no hay proporcionalidad, el acto más
trivial puede ser juzgado con una severidad inusitada según el humor de
la turba. En otras palabras, como todo es lo mismo, alguien puede decir
que lo de Rubiales es una agresión sexual que merece la cárcel, o un
comentario idiota en un whatsapp privado puede iniciar una «cacería»
mediática que, en el mejor de los casos, solo acabe con el fin de la
carrera académica de un estudiante y su humillación pública.
Ahora
bien, si el progresismo fuera coherente en esta dinámica tan nociva,
alcanzaría con advertir que estamos transitando una pendiente
resbaladiza hacia una sociedad asfixiante que atenta contra nuestras
libertades. Pero me temo que hay algo peor, de modo que a aquella
advertencia hay que sumar una segunda vinculada a la particular
selectividad que muestra el progresismo al implementar su pasión
persecutoria sobre determinadas personas y determinados hechos.
Pensemos, si no, en la eventual amnistía que se estaría negociando a cambio de los votos necesarios para la investidura de Pedro Sánchez.
Se trata curiosamente de un concepto vinculado a la idea del «perdón».
De hecho, la propia noción de «amnistía» deriva del griego «amnestía»
que significa, justamente, «olvido», y del cual se sigue un sinfín de
conceptos caros a nuestra civilización occidental, al menos desde Platón
a la fecha.
En
este caso puntual y por evidentes razones políticas, de repente puede
haber perdón y olvido aun cuando la acusación que pesa sobre Puigdemont y demás intervinientes, tiene como objeto una acción que en cualquier lugar del mundo sería juzgada con la máxima severidad.
Entonces
ya ni siquiera es el problema de que todo parece lo mismo y de que
acciones menores de eventual incivilidad o falta de decoro, se evalúen
de manera desproporcionada, sino que acciones que deben considerarse
desde el punto de vista penal, de repente, gozan del beneficio del
olvido y el perdón solo por la conveniencia del poder de turno. Resulta
así evidente que el progresismo ha devenido una religión en la que hay
perdón, pero solo de manera selectiva.
Aun
con un grado de cinismo, permítaseme concluir estas líneas afirmando
que podríamos perdonarles que fueran sectarios y fascistas, pero lo que
no vamos a aceptar es que sean incoherentes; aunque mejor sería acabar
con aquella frase que pronunciara un gran cantautor catalán cuando en un
perfecto castellano afirmara: «si no fueran tan temibles, nos darían
risa».
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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