BLOG ORLANDO TAMBOSI
A revista Letras Libres republica um perfil de Hans Magnus Enzensberger (1929-2022) escrito por Mario Vargas Llosa para a edição de 30 de novembro de 2010:
Para
saber de veras cuán bonitas son, hay que ver a las mujeres saliendo de
la cama; para saber cómo son, a los escritores hay que verlos en los
congresos abiertos al público y con periodistas. Uno se lleva sorpresas:
los opacos se vuelven brillantes, los aburridos ingeniosos y los que
parecían cautos unos demagogos. Un raro caso de escritor que jamás
decepciona en un congreso –literario o político– es Hans Magnus
Enzensberger. Lo vi por primera vez en Salzburgo, hace más de treinta
años, durante los debates para la concesión del Prix International de
Littérature, defendiendo la candidatura del novelista finlandés Veijo
Meri con tanta gracia y agudeza que era imposible no darle el voto.
Desde entonces, he coincidido con él en muchas reuniones similares y
siempre me pareció inmunizado contra el deterioro congresístico, capaz
de intervenciones originales y argumentos ingeniosos, aderezados con un
humor que no tiene nada de alemán porque es una bocanada de aire fresco
en la atmósfera habitualmente soporífera de las sesiones.
Enzensberger
es también una rara avis en otro sentido. Es uno de los contados
intelectuales europeos que habla de América Latina con conocimiento de
causa, sin caer en los estereotipos, y sin establecer esa sutil
discriminación que, por ejemplo, permitía a un Günther Grass defender el
sistema democrático y condenar el totalitarismo en Europa pero exhortar
a los latinoamericanos a “seguir el ejemplo de Cuba”. Tal vez porque
conoce la lengua –ha traducido al alemán la poesía de César Vallejo, la
de Heberto Padilla y otros poetas latinoamericanos– y porque ha viajado
por allí con los ojos muy abiertos y escuchado a unos y otros sin
prejuicios ni ideas preconcebidas, Enzensberger ha escrito con gran
penetración sobre la historia y la cultura del nuevo continente, tanto
que muchos latinoamericanos han aprendido mucho sobre sí mismos en sus
páginas. Yo soy uno de ellos. Llevo varios años trabajando en una novela
sobre los últimos días de Trujillo, he leído una vasta bibliografía
sobre el tema y puedo asegurar que el ensayo de Enzensberger sigue
siendo uno de los más lúcidos análisis sobre el fenómeno de las
satrapías militares en general, y la dominicana del Generalísimo
Trujillo en particular. También lo es el ensayo que dedicó a Bartolomé
de las Casas y su lucha denunciando los horrores cometidos contra los
indígenas americanos por españoles y portugueses durante la conquista y
colonización.
Como
casi todos los escritores del mundo que no fueran graníticamente
reaccionarios, Enzensberger compartió las ilusiones que despertó la
Revolución cubana al triunfar, el último día de 1958. Prueba de ello son
muchos de los textos que escribió sobre o inspirados en Cuba en los
años sesenta, entre ellos la teatralización del Interrogatorio de La
Habana que efectuó el propio Fidel Castro a los cubanos anticastristas
capturados durante la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, en 1961.
Pero, a diferencia de otros, que se contentaron con entusiasmarse a la
distancia, Enzensberger fue a Cuba, paso allí un tiempo, observó, hizo
preguntas impertinentes, husmeó a diestra y siniestra, y se atrevió –fue
uno de los primeros– a mostrar la otra cara de la revolución castrista.
Tras la heroica fachada del pequeño país resistiendo la embestida del
imperialismo no estaban la libertad ni la democracia popular, sino un
sistema autoritario en marcha, que se parecía cada día más al modelo
soviético. Para mí, y para muchos latinoamericanos que, desde mediados
de los años sesenta, comenzábamos a preguntarnos si se justificaba
nuestro apoyo a la Revolución cubana en nombre de la libertad y la
justicia, fue iluminadora la investigación hecha por Enzensberger, en la
misma Cuba, sobre la manera como el Partido Comunista cubano reclutaba a
sus adherentes y mostrando el verticalismo antidemocrático de su
estructura. Por eso, no me extrañó nada, cuando el sonado caso Padilla,
que Hans Magnus fuera uno de los redactores y firmantes del manifiesto
que elaboramos, en mi casa de Barcelona, Juan y Luis Goytisolo, José
María Castellet, Enzensberger y yo, protestando por la farsa de la
confesión y arrepentimiento públicos a que fue obligado el poeta
disidente cubano, y que, de algún modo, rompió el hechizo que hasta
entonces (1971) mantenía a buena parte de los intelectuales del mundo
entero embelesados con la dictadura castrista.
No
por haber tomado una distancia crítica con Cuba, dejó Enzensberger de
ser de “izquierdas”. A diferencia de tantos otros, que hicieron de su
condición “progresista” un instrumento para el arribismo o una excusa
para dejar de pensar por cuenta propia, la obra y la conducta política
de Enzensberger restituyeron la dignidad y el sentido creador y ético
que tuvo el apelativo –ser de izquierdas– en el ámbito intelectual antes
de ser maculado por el estalinismo y el oportunismo. En los años
setenta y ochenta –y ahora mismo– sus poemas, ensayos, artículos han
seguido cuestionando lo establecido y persiguiendo las astutas
metamorfosis de la injusticia en la peripatética sociedad moderna.
Aunque disimulado por el rigor del análisis o el juego de los símbolos y
las imágenes, en todos sus textos subyace un sentimiento de cólera por
lo mal hecho que está el mundo y la convicción de que es posible
mejorarlo.
Pocos
intelectuales han seguido siendo tan leales a esta idea del
“compromiso” (l’engagement), incluso en los años cuando parecieron
triunfar el maniqueísmo, los fanatismos encontrados. En los sesenta y
los setenta, comprometerse dejó de significar una denuncia de la
injusticia cualquiera que fuese la cobertura ideológica que la
encubriese, y mudó en alinearse con una de las dos únicas opciones
posibles: el comunismo o el capitalismo. De este modo, innumerables
escritores progresistas optaron en contra de una forma de injusticia y a
favor de otra, que, si el escritor era lúcido, consideraba un mal menor
y pasajero, o si era cínico negaba que existiera. De acuerdo a esta
hemiplejia moral, los progresistas se horrorizaban con los crímenes de
los generales fascistas bolivianos, peruanos, uruguayos, argentinos,
griegos o chilenos, pero su conciencia no se turbaba lo más mínimo
porque millones de personas quisieran huir de Cuba o de Alemania
Oriental; protestaban contra la política racista de África del Sur, pero
no por la invasión soviética de Afganistán, y permanecían ciegos y
sordos cuando el Vietnam socialista invadía Camboya e instalaba allí un
gobierno hechizo, o cuando los tanques del Pacto de Varsovia aplastaban
la Primavera de Praga. El escritor comprometido se había vuelto un
militante, para quien las consideraciones políticas –oportunidad,
eficacia, conveniencia– prevalecían sobre las éticas.
Enzensberger
es una prueba de que había escapatoria a esa siniestra alternativa
entre dos injusticias, que era posible ser un inconforme y un dinamitero
del mundo capitalista, reconociendo la bancarrota del socialismo real,
sin por ello “dar armas al enemigo”. Era –es– una postura difícil, desde
luego, amenazada de malentendidos, que exige un perpetuo estado de
alerta y un inmenso esfuerzo de lucidez y de honestidad en cada palabra
que se escribe, es decir, nada recomendable para los intelectuales
perezosos, para los arribistas y para los que prefieren callar antes que
equivocarse.
Los
tiempos serán siempre difíciles para alguien que elige esa conducta,
sobre todo en momentos en que el mundo parece estar navegando, como el
Titanic, en la primavera de 1912, al encuentro con el iceberg. En su
poema El hundimiento del Titanic, de 1980 (hay una excelente traducción
al español hecha por Heberto Padilla y la colaboración del autor y de
Michael FaberKaiser, publicada por Plaza y Janés), Hans Magnus
Enzensberger reflexionó sobre este tema con más gravedad –pero también
con más hondura– que en sus inteligentes “poemas para los hombres que no
leen poesías”. El largo y hermoso texto, de 33 cantos y 16 poemas, es
dantesco por su ambición, por las apariciones que hace en él Dante, y
por su horizonte apocalíptico. El hilo conductor es la catástrofe
sobrevenida el 14 de abril de 1912 al hundirse el trasatlántico luego de
chocar con un iceberg que le abrió el casco y perecer ahogadas millar y
medio de personas (se salvaron setecientas). La tragedia está evocada
con lujo de detalles –el menú de la última noche, las piezas que tocaba
la orquesta, los juegos en cubierta, cómo se distribuyeron botes y
salvavidas por orden jerárquico, los radiogramas de socorro–, como una
metáfora de nuestra civilización, en peligro también de naufragio.
Es
un poema sobre las ilusiones perdidas, o, más bien, sobre el fin de las
ilusiones, de las ficciones ideológicas, de las manipulaciones
históricas y filosóficas para fabricar certezas políticas que terminan
siendo falsas. Curiosamente, el poema, pese a su tono con frecuencia
sombrío –aunque hay en él de tanto en tanto estallidos de regocijo y
humor– y a su mordacidad amarga, no contagia una sensación pesimista, de
derrotismo e impotencia. Más bien, de lucidez frente al peligro. Emana
de él una invocación a no rendirse frente a la adversidad, y, al mismo
tiempo, a no intentar combatirla con exorcismos y conjuros de charlatán
de feria, a enfrentarla de manera realista, sin hacer trampas.
En
uno de sus más amargos cantos, el tercero, el poeta se recuerda
escribiendo los primeros versos del poema, años atrás, en La Habana, y
pensando: “Mañana todo será mejor, y si no/ mañana, entonces pasado
mañana. Bueno,/ tal vez no mucho mejor/ pero al menos diferente. Sí,
todo/ iba a ser muy diferente./ ¡Era formidable sentir eso! Ah, sí, lo
recuerdo”. En realidad, la fiesta había terminado hacía rato “y lo que
quedaba era un asunto/ que debían resolver el hombre del World Bank/ y
el camarada de la Seguridad del Estado./ Exactamente como en casa y en
todas partes” (versos proféticos, sin duda, pues aquello ha ocurrido en
China, en Vietnam, y ocurrirá probablemente en Cuba y Corea del Norte).
La
melancolía de estos versos no debe dar la impresión de que el poema
incurre en el nihilismo existencial o el cinismo político, dos caras de
la frivolidad. Rechaza las falsas soluciones, pero afirma que los
problemas humanos tienen solución y, en todo caso –lo dice el último
verso–, el poeta se propone seguir a flote. Las falsas soluciones son
las que predican los que viajan en los camarotes de lujo a quienes van
apretujados en las sentinas, y las de los ideólogos del quinto canto,
distraídos en eclipsar la realidad en una pirotecnia retórica sin
advertir que el barco ha comenzado a sumergirse.
El
hundimiento del Titanic es mucho más que un poema político. Asuntos
graves se codean con asuntos risueños y los estilos cambian de estancia
en estancia: lírico, épico, elegíaco, dramático. Por asociación, el
Titanic lleva al poeta a recordar el fin del mundo, tema recurrente de
la pintura medieval, y a componer un poema al anónimo maestro de Umbría
que pintó uno de esos bellos cataclismos. El menú de la última noche
dispara su mente hacia una pintura veneciana del xvi: La última cena.
Ambos poemas son diestros ejercicios de plástica verbal, descripciones
luminosas de elevada sensualidad. Pero en Enzensberger el arte no se
contenta con el puro placer de los sentidos o del intelecto, y los
poemas reflexionan también sobre lo que costó pintar aquellos cuadros,
las servidumbres y tormentos que la sociedad impuso a los pintores –las
exigencias de los mecenas, el fanatismo de los inquisidores, las
limitaciones técnicas– para poder plasmarlos. Esos hombres que pintaron
catástrofes debieron correr el riesgo de ser sacrificados –de ser
víctimas de catástrofes– y de allí surge la autenticidad que comunican
sus obras. Que sus cuadros existan y nos conmuevan tantos siglos después
prueba que vencieron y, también, que incluso las catástrofes pueden
tener un sesgo positivo, tornarse estímulos para escribir, pintar,
componer, vivir. ¿Quién dice que no hay buenos poemas con moraleja? Este
es un magnífico poema y su moraleja convincente: si vamos a hundirnos,
aprendamos a nadar. ~
Londres, agosto de 1999
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