Artigo de Álvaro Vargas Llosa - publicado pelo Instituto Independiente - sobre essa ridícula figura que é Justin Trudeau, premier canadense e campeão do politicamente correto:
Justin Trudeau es un tipo simpático por quien no votaría si fuera
canadiense porque ha alejado al Partido Liberal de sus mejores
tradiciones sin desprenderse de las peores, pero que, en comparación con
otros progresistas, tienen la virtud de ser más ingenuo que creyente,
más espontáneo que programado, y, hechas sumas y restas, más inofensivo.
Tiene, eso sí, todos los tics del biempensante contemporáneo. Basta
recordar que a una mujer que dijo «mankind» («humanidad») la corrigió
explicándole que debía emplear el término «peoplekind» (que nadie
utiliza) por ser «incluyente». O que recorrió la India vestido con
trajes tradicionales para rechazar el colonialismo.
De allí que sea una ironía crudelísima de la moral pública que hayan
resultado suyas esas fotos y vídeos en los que aparece embetunado en sus
años mozos, jugando a ser el negro o marrón que no es. La tormenta que
se abate sobre él por eso no sólo nos habla del cazador cazado, sino que
encierra esta lección sobre estos tiempos hipersensibles: la corrección
política es un dogma inquisitorial que no acepta desviaciones por
pequeñas o inocentes que sean, una matrioshka que encierra una muñeca
más pequeña, y otra más, en un viaje infinito hacia la pureza
infinitesimal. Lo siento por los hipersensibles, pero se me antoja una
estulticia, ella sí racista, comparar la fiesta de disfraces de un joven
que tenía afición por el cosplay y el juego indumentario con la
tradición del minstrel, ese género entre teatral y musical surgido en el
nordeste estadounidense en el siglo XIX con el que actores blancos
pintados de negro contribuyeron a estereotipar a los esclavos hasta que,
pasada la guerra civil, cayó en desuso. La práctica del «blackface» no
murió del todo, como lo demuestran algunas películas de los 20 y los 30
(lo mismo vale para el «yellowface», como recordamos quienes recordamos
la película «Desayuno en Tiffany’s», donde Mickey Rooney interpreta
exageradamente a I. Y. Yunioshi disfrazado de japonés).
La naturaleza de la vida pública no consiste en enjuiciar la vida
privada de sus protagonistas, y mucho menos la de décadas antes, a menos
que ella implique un acto violento, defraudador u ofensivo extrapolable
al escenario de la sociedad. No hay en los juegos indumentarios del
joven Trudeau nada de eso, sino humor desaprensivo y desinformado que, a
diferencia del minstrel, no se propone estereotipar a una colectividad
ante el resto de la sociedad bajo el pretexto de entretenerla, sino dar
rienda suelta, en una reunión organizada para rehacer el mundo con
desmesura burlesca, al pleno derecho de hacer el tonto. Si
colectivizamos la vida privada para convertir cada acto íntimo en un
hecho social, desindividualizamos al ser humano y le imponemos las
reglas de la tribu. Y allí reside lo grave de la corrección política: su
condición de moral colectivista y religión que quema herejes.
Hay diversas razones para no votar por el amigo Trudeau, como su
interferencia con la investigación que llevó a cabo la fiscal general
contra una compañía bajo sospecha de haber cometido actos de corrupción.
Pero haberse embetunado para jugar a ser Aladino no es una de ellas.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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