Artigo do escritor chileno Mauricio Rojas, publicado em Libertad.org,
analisa a relação entre democracia e liberalismo, distinguindo a
democracia liberal da iliberal - de longa história na América Latina:
América
Latina no ha sido un campo fértil para la democracia. Su historia es, en
gran medida, la historia de sus dictadores y caudillos, de los golpes
militares, la corrupción, el clientelismo y la violencia política. Sin
embargo, los últimos decenios han sido testigos de una serie de procesos
de democratización y reducción de la violencia política que sin duda
debemos celebrar. Se realizan elecciones competitivas regularmente y la
plaga de los golpes de Estado parece pertenecer al pasado.
Esta
evolución de signo positivo ha provocado un cambio mayor en el escenario
político latinoamericano. Los principales conflictos políticos de la
región se han desplazado de los enfrentamientos violentos y el
combateentre democracia y dictadura (ya sea de derecha o de izquierda) a
una lucha dentro de la democracia, entre dos concepciones radicalmente
distintas de la misma: una de raigambre liberal, basada en la libertad
individual y la limitación del poder, y otra, de corte personalista y
autoritario, basada en la subordinación del individuo a un poder
político que tiende a crecer ilimitadamente y que se encarna en la
figura del caudillo gobernante.
Esta
concepción y este uso autoritario de la democracia tienen ya una larga
historia en América Latina. Su arquetipo no es otro que el régimen
implantado en Argentina por Juan Domingo Perón en 1946. Este discípulo
de Mussolini se transformó, a su vez, en la gran fuente de inspiración
de quien lo llegaría a superar con creces en el arte de desquiciar una
sociedad valiéndose de sus victorias electorales: Hugo Chávez. Con él, y
gracias a la inmensa riqueza petrolera de Venezuela, la concepción
antiliberal de la democracia llega a su consumación y se transforma en
un modelo que muchos otros tratarán de imitar en la región. Hoy, la idea
de la democracia refundacional y plebiscitaria encuentra ecos incluso
en países como Chile, que parecían inmunes a este tipo de ideas.
Ahora
bien, este conflicto entre dos formas opuestas de ver la democracia no
es privativo de América Latina, sino que ha sido una característica de
la gran ola de democratización inaugurada a mediados de los años 70 en
Europa del sur (Portugal, Grecia y España), continuada en América Latina
durante los 80 y reforzada dramáticamente a partir del derribo del Muro
de Berlin en 1989. La democracia se amplió entonces como nunca antes y
los países con procesos electorales abiertos pasaron de 45 en 1975 a 115
en 1995. Esto llenó a muchos de optimismo, incluso se llegó a hablar
del “fin de la historia”, es decir, de acuerdo a la célebre formulación
de Francis Fukuyama, de la aceptación universal de la democracia liberal
como forma natural de gobierno.
Esta
visión optimista se vio pronto ensombrecida por el surgimiento de
fuertes tendencias autoritarias en muchas de las nuevas democracias.
Esto es lo que Fareed Zakaria, en un destacado ensayo publicado en la
revista Foreign Affairs en 1997, llamó el auge de la democracia
iliberal. Merece la pena detenerse un instante en los argumentos de
Zakaria, ya que pueden ayudarnos a entender lo ocurrido recientemente en
Latinoamérica.
Su idea
central es que el carácter de la democracia depende de la existencia
previa de unas instituciones y una cultura cívica que limiten el poder y
protejan tanto la libertad individual como la autonomía de la sociedad
civil. Este tipo de instituciones es el que se desarrolló en Inglaterra a
partir de la Carta Magna de 1215 y fue consagrado definitivamente por
la célebre Declaración de Derechos de 1689. En Estados Unidos, estas
tradiciones fueron depuradas de todo elemento feudal y aristocrático, lo
que dio origen al experimento más radical de autogobierno popular. Esta
fue la herencia histórica que dio su carácter liberal a la democracia
estadounidense, y no su constitución o sus leyes, que no fueron sino la
codificación de unas instituciones y una cultura política previamente
existentes.
Esta
primacía de las costumbres y su fundamento social sobre lo legal es lo
que Alexis de Tocqueville destacó en su notable obra sobre la democracia
en América. Y el mismo Tocqueville nos dio el ejemplo más claro posible
sobre la relación existente entre el sustrato sociocultural y las
leyes. En su momento, Méjico copió, al pie de la letra, la constitución
de Estados Unidos, pero ello no lo hizo más democrático ni liberal. Su
sociedad, desigual y jerárquica, era, simplemente, el opuesto a la
profundamente igualitaria y libertaria que habían fundado los colonos
inmigrantes del norte.
Este
argumento, enunciado de manera clásica por Tocqueville y retomado por
Fareed Zakaria, nos pone ante un problema mayor: la democratización en
países como los nuestros, caracterizados por estructuras sociales
profundamente desiguales y una notoria ausencia de cultura cívica
liberal, es una tarea infinitamente más compleja y difícil que la que
enfrentaron los norteamericanos cuando crearon su célebre democracia.
Ellos no hicieron sino reafirmar y consagrar una forma social y unos
principios preexistentes, mientras que ennuestro caso la democratización
debe ser mucho más que un proceso de carácter político-constitucional;
debe ser, simultáneamente, un proceso de cambio social y cultural, ya
que no podemos aspirar a tener democracias liberales estables sin una
base social y cultural capaz de sustentarlas.
Quiero
hacer hincapié en este aspecto porque es, a mi juicio, decisivo para que
la propuesta liberal tenga vitalidad e impacto en sociedades que
requieren grandes cambios. Debemos ser críticos del orden imperante y
apropiarnos del cambio, hacerlo nuestro, es decir, hacerlo liberal. De
otra manera, serán los caudillos populistas y socialistas los que se
apropiarán de y canalizarán la necesidad de cambio. Este es, a mi
parecer, nuestro gran desafío, y no sólo en América Latina sino
igualmente en España, donde el surgimiento de Podemos nos ha puesto
frente a la amenaza muy real de que la frustración justificada de tantos
españoles sea canalizada hacia una propuesta de cambio que tiene todos
los ribetes del populismo y de lademocracia antiliberal.
Para
concluir, quiero volver al texto de Fareed Zakaria a fin de destacar
otro aspecto importante de la complejidad de nuestro desafío presente. A
su juicio, las cosas eran relativamente simples cuando los enemigos de
la libertad enarbolaban abiertamente las banderas del golpismo
(reaccionario o revolucionario) y la dictadura. Entonces, la lucha por
la democracia sin más, sin apellidos ni calificativos, era una bandera
natural de los liberales. Era, prácticamente, el resumen de todas
nuestras aspiraciones, como bien lo puede seguir siendo, para sólo dar
un par de ejemplos, en la China o la Cuba de hoy. Todo se complica, sin
embargo, cuando los enemigos de la libertad también hablan en nombre de
la democracia y de la soberanía popular, y más aún cuando son capaces,
al menos por un tiempo, de ganar elecciones.
Ello nos
obliga a desarrollar una lucha mucho más sofisticada que parte no ya de
la democracia como panacea sino de sus problemas y sus posibles usos y
abusos contra la libertad. Ello nos obliga, por ejemplo, a recordar lo
que ocurrió en la Atenas clásica cuando la democracia se transformó en
una herramienta de poder de aquellos demagogos que un día condenaron a
Sócrates a la muerte. Nos obliga a recordar también las preocupaciones
de los padres de la constitución estadounidense por limitar el poder y
evitar aquello que Tocqueville, tan acertadamente, llamó “la tiranía de
la mayoría”.
En
buenas cuentas, nos obliga a reconocer con toda claridad que existe una
tensión inmanente entre libertad individual y poder político, por más
democrático que este sea. Por ello mismo es que quiero terminar citando
algunas palabras muy dignas de ser meditadas que José Ortega y Gasset
expresó en 1927:
Democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho político completamente distintas.
La democracia responde a esta pregunta: ¿quién debe ejercer el poder público? La respuesta es: el ejercicio del poder público corresponde a la colectividad de los ciudadanos.
El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: ejerza quienquiera el poder público, ¿cuáles deben ser los límites de éste? La respuesta suena así: el poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado.BLOG ORLANDO TAMBOSI
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