Compartilhamos algo que nos faz, aos espanhóis e americanos, tão iguais: um armistício ou uma festividade que enterre a demagogia. Carlos Granés para The Objective:
De
que hubo un trasvase emocional, cultural y cognitivo de España a
América Latina en los siglos XVI y XVII, como plantea el ensayista
colombiano Mauricio García Villegas en El viejo malestar del Nuevo
Mundo, no cabe duda. Para probarlo no hace falta apelar a la religión y
al idioma, como suele hacerse, ni tampoco al manoseado e ideologizado
concepto de hispanidad, que tan de moda se ha puesto. Basta con atender a
los delirios y a los disparates, unos surgidos de la soberbia, otros de
la imaginación sobredimensionada, que se replican casi calcados a las
dos orillas del Atlántico.
Este año, hace unos meses y casi al mismo tiempo, se publicaron en España el cómic Hay que arreglar lo de Dinamarca, del dibujante español Román López-Cabrera,
y Cartas abiertas, la última novela del colombiano Juan Esteban
Constaín, uno de los autores imprescindibles de América Latina. Y ambas
obras, lo cual es una coincidencia casi inverosímil, narran dos de las
guerras más absurdas jamás declaradas en la historia de Occidente, una
en España y la otra en Colombia, las dos contra poderosos reinos
europeos distantes e indiferentes, y las dos olvidadas en archivos
polvorosos y solo resueltas con armisticios y borracheras muchísimas
décadas más tarde.
La cosa es así de fascinante y absurda. En 1808, cuando Napoleón se convierte en enemigo de España, el pueblo andaluz de Huéscar se toma demasiado en serio
el nuevo panorama geopolítico y decide tomar cartas en el asunto. El
cabildo se pasa dos pueblos, literalmente, y le declara la guerra a uno
de los aliados de Francia, el reino de Dinamarca, autorizando a los
huesqueños a enfrentar a las huestes danesas allí donde se cruzaran con
ellas. Seis años después terminó la invasión francesa y se firmó el
tratado de Valençay, que reconciliaba a Fernando VII con Napoleón, pero
nada se decía en él ni en ningún otro del conflicto entre Huéscar y
Dinamarca, que quedaba abierto y vigente, así no se hubieran enterado de
ello los daneses ni nadie en el resto del mundo.
Casi
sesenta años después, en 1867, cuando en Colombia estuvo vigente la
Constitución federal de Rionegro que descentralizaba el país y le daba
autonomía a los caudillos locales, ocurrió algo similar. El Estado
Soberano de Boyacá le declaró la guerra a Bélgica, aunque ya no por
culpa de una guerra internacional sino por la negativa de una familia de
aquel país a que su hija se casara con un soldado colombiano, destinado
en Lovaina. Aquel soldado se convertiría con el tiempo en el flamante
presidente de Boyacá, y vengaría la ofensa y la herida de amor declarándole la guerra a Leopoldo II
con el pretexto de una disputa que había casado su gobierno con una
compañía ferroviaria belga. Los belgas, por supuesto, tampoco se
enterarían de que estaban en guerra con Colombia hasta muchos años
después.
Los
dos episodios, tan parecidos, tan sintomáticos de una misma mentalidad,
estuvieron sepultados hasta los años ochenta del siglo XX, cuando un
embajador belga descubrió que su país tenía un conflicto irresuelto con
su país de destino, Colombia, y cuando un delegado de Cultura en Granada
encontró unos papeles viejos con la declaración de guerra. Una vez
desempolvados los percances bélicos, tanto en el caso que narra Constaín
como en el que ilustra López-Cabrera, lo que siguió fue una performance
báquica, con discursos, muñecos gigantes de la pareja agraviada, viaje
en tren desde Bogotá hasta Boyacá con delegación de políticos, poetas y
colados, en el caso colombiano; y hordas de daneses disfrazados de
vikingos, paella de dudosa calidad, vino peleón y corresponsales beodos
de medio mundo, en el español. La bravuconada decimonónica que intentaba
compensar la pequeñez con un enemigo poderoso, lógica de pequeños Quijotes fingiendo que luchaban contra gigantes poderosos
que ni se enteraban del asunto, acababa en España en 1981 y en Colombia
en 1988 con una juerga monumental y un carnaval que a cualquiera lo
reconciliaba con la existencia y hasta con los más enconados enemigos.
Esa
soberbia en la política, tan risible y pomposa, contrasta con el
esplendor y la imaginación que se despliega en la fiesta. Tal vez eso es
lo que nos hace falta para darnos cuenta de que siendo distintos,
compartimos algo –marcos mentales, formas de relacionarnos con el mundo-
que nos hace a españoles y americanos tan iguales: un armisticio, una
gran juerga o una festividad compartida que entierre la demagogia y
resentimiento coyuntural, que despierte el interés mutuo y nos hermane
de la misma forma en que el disparate reconcilió a los huesqueños con
los daneses y a los belgas con los boyacenses.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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