sábado, 26 de agosto de 2023

Guerras disparatadas entre Espanha e América

BLOG  ORLANDO  TAMBOSI

Compartilhamos algo que nos faz, aos espanhóis e americanos, tão iguais: um armistício ou uma festividade que enterre a demagogia. Carlos Granés para The Objective:


De que hubo un trasvase emocional, cultural y cognitivo de España a América Latina en los siglos XVI y XVII, como plantea el ensayista colombiano Mauricio García Villegas en El viejo malestar del Nuevo Mundo, no cabe duda. Para probarlo no hace falta apelar a la religión y al idioma, como suele hacerse, ni tampoco al manoseado e ideologizado concepto de hispanidad, que tan de moda se ha puesto. Basta con atender a los delirios y a los disparates, unos surgidos de la soberbia, otros de la imaginación sobredimensionada, que se replican casi calcados a las dos orillas del Atlántico.

Este año, hace unos meses y casi al mismo tiempo, se publicaron en España el cómic Hay que arreglar lo de Dinamarca, del dibujante español Román López-Cabrera, y Cartas abiertas, la última novela del colombiano Juan Esteban Constaín, uno de los autores imprescindibles de América Latina. Y ambas obras, lo cual es una coincidencia casi inverosímil, narran dos de las guerras más absurdas jamás declaradas en la historia de Occidente, una en España y la otra en Colombia, las dos contra poderosos reinos europeos distantes e indiferentes, y las dos olvidadas en archivos polvorosos y solo resueltas con armisticios y borracheras muchísimas décadas más tarde.

La cosa es así de fascinante y absurda. En 1808, cuando Napoleón se convierte en enemigo de España, el pueblo andaluz de Huéscar se toma demasiado en serio el nuevo panorama geopolítico y decide tomar cartas en el asunto. El cabildo se pasa dos pueblos, literalmente, y le declara la guerra a uno de los aliados de Francia, el reino de Dinamarca, autorizando a los huesqueños a enfrentar a las huestes danesas allí donde se cruzaran con ellas. Seis años después terminó la invasión francesa y se firmó el tratado de Valençay, que reconciliaba a Fernando VII con Napoleón, pero nada se decía en él ni en ningún otro del conflicto entre Huéscar y Dinamarca, que quedaba abierto y vigente, así no se hubieran enterado de ello los daneses ni nadie en el resto del mundo.

Casi sesenta años después, en 1867, cuando en Colombia estuvo vigente la Constitución federal de Rionegro que descentralizaba el país y le daba autonomía a los caudillos locales, ocurrió algo similar. El Estado Soberano de Boyacá le declaró la guerra a Bélgica, aunque ya no por culpa de una guerra internacional sino por la negativa de una familia de aquel país a que su hija se casara con un soldado colombiano, destinado en Lovaina. Aquel soldado se convertiría con el tiempo en el flamante presidente de Boyacá, y vengaría la ofensa y la herida de amor declarándole la guerra a Leopoldo II con el pretexto de una disputa que había casado su gobierno con una compañía ferroviaria belga. Los belgas, por supuesto, tampoco se enterarían de que estaban en guerra con Colombia hasta muchos años después.

Los dos episodios, tan parecidos, tan sintomáticos de una misma mentalidad, estuvieron sepultados hasta los años ochenta del siglo XX, cuando un embajador belga descubrió que su país tenía un conflicto irresuelto con su país de destino, Colombia, y cuando un delegado de Cultura en Granada encontró unos papeles viejos con la declaración de guerra. Una vez desempolvados los percances bélicos, tanto en el caso que narra Constaín como en el que ilustra López-Cabrera, lo que siguió fue una performance báquica, con discursos, muñecos gigantes de la pareja agraviada, viaje en tren desde Bogotá hasta Boyacá con delegación de políticos, poetas y colados, en el caso colombiano; y hordas de daneses disfrazados de vikingos, paella de dudosa calidad, vino peleón y corresponsales beodos de medio mundo, en el español. La bravuconada decimonónica que intentaba compensar la pequeñez con un enemigo poderoso, lógica de pequeños Quijotes fingiendo que luchaban contra gigantes poderosos que ni se enteraban del asunto, acababa en España en 1981 y en Colombia en 1988 con una juerga monumental y un carnaval que a cualquiera lo reconciliaba con la existencia y hasta con los más enconados enemigos.

Esa soberbia en la política, tan risible y pomposa, contrasta con el esplendor y la imaginación que se despliega en la fiesta. Tal vez eso es lo que nos hace falta para darnos cuenta de que siendo distintos, compartimos algo –marcos mentales, formas de relacionarnos con el mundo- que nos hace a españoles y americanos tan iguales: un armisticio, una gran juerga o una festividad compartida que entierre la demagogia y resentimiento coyuntural, que despierte el interés mutuo y nos hermane de la misma forma en que el disparate reconcilió a los huesqueños con los daneses y a los belgas con los boyacenses.
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