Só será especificamente cristão quem ponha o acento em duas coisas, por raro que sejam ouvidas hoje: que Jesus morreu para nos salvar e ressuscitou. Miguel Ángel Quintana Paz para The Objective:
No
ha mucho escaseaban las discusiones sobre el cristianismo por redes
sociales, más allá de los habituales círculos de beatas ateas o
creyentes. Recuerdo bien Twitter en torno al año 2012, verbigracia. Mi
timeline estaba copado por gráficas de economistas que nos explicaban
cómo salir de la crisis; de gráficas de politólogos que nos explicaban
cómo arreglar España; de gráficas de informáticos que nos mostraban cuán
populares eran esos otros dos asuntos.
Hoy,
sin embargo, es habitual encontrarse a partidos como Vox apelando a las
raíces cristianas de Europa, así como a periodistas que les discuten si
sus propuestas son de veras acordes con tan venerable raigambre.
También la Iglesia reclamó nuestra atención cuando, durante otoño de
2017, mostró en su rama catalana un apoyo desasosegado a quienes
deseaban dar un golpe, no solo de efecto, por allá. Es más, incluso sus
detractores más furibundos habrán de reconocer que el papa Francisco ha
logrado granjearse a buena parte del panorama mediático mundial, que
celebra sus declaraciones sobre gais o ecología pese a que, como bien
sabe cualquier experto, poco haya cambiado a ese u otros respectos la
doctrina vaticana.
Era
quizá previsible que lo cristiano volviese a la actualidad: el apacible
pacto liberal según el cual nuestra fe, nuestras creencias metafísicas,
nuestros modelos de vida buena, debían quedarse dentro de la casita de
cada uno (en pocas palabras, el pacto que entusiasmó a medio mundillo
académico tras que John Rawls lo dejara escrito en su Liberalismo
político de 1993) hace tiempo que ha quebrado. Y lo ha roto precisamente
la izquierda, antaño su valedora principal frente a las ansias
conservadoras o democristianas de que la moral sí contara en lo público.
Hoy, en cambio, son izquierdistas quienes, bajo el eslogan de «lo
personal sí es político», llevan años legislando sobre nuestras
relaciones más íntimas; son ellos quienes ambicionan usar la educación
pública para adoctrinar según su propia moral (sexual, trans, ecologista
o cosmopolita); y son ellos quienes, incluso, extienden hasta las
grandes empresas, capitalismo moralista mediante, su avidez de modelarnos según su idea del Bien particular.
Si,
por consiguiente, empezamos a hablar por todas partes de lo que es
moral e inmoral; si además las redes democratizan tales prédicas; y si,
para más inri, habita entre nosotros un modelo alternativo de
civilización, como el islam, que cuenta con ideas muy distintas al
respeto, sorprenderá poco que también las propuestas cristianas hayan
escapado de cierto armario en que se habían refugiado. Y no extrañará
que hoy hablen de ellas no solo obispos o curas –que, naturalmente,
(casi) siempre lo hicieron–, sino incluso compatriotas que, sin ser cristianos, descubren en tal religión asunto de fecundo debate.
Con
todo, como bien saben las chicas más populares del instituto, que todo
el mundo hable de ti no implica necesariamente que te conozcan. Y tengo
para mí que muchas de las cosas que se dicen sobre el cristianismo,
incluso en la hasta hace poco Catolicísima España, se alejan un tanto de
qué representa esta tradición en verdad. Me ha parecido, pues, oportuno
elaborar un breve prontuario de instrucciones que aclaren de qué va lo
cristiano y, sobre todo, de qué no va.
Si
usted, amigo periodista, solo sabe de religión aquello que le
insinuaron en aquellas clases de ídem, dedicadas a hacer murales por la
paz; si usted fue un niño que iba a catequesis, pero solo recuerda vagas
apelaciones a que viva la gente, la hay donde quiera que vas, y viva la
gente, es lo que nos gusta más; si usted considera que la Biblia es muy
larga (que lo es) y la vida muy corta (que lo es también); entonces
aquí tiene un breve compendio de las principales deformaciones con que
creo, humildemente, que se malinterpreta hoy día el cristianismo. Así
como un pequeño esbozo de su verdad.
Error número 1: el cristianismo va de ser buena persona
Hay
que empezar diciendo que este yerro ha proliferado desde hace ya siglos
incluso en personas de indudable talla intelectual. Se diría que, así
como en sus primeros tiempos a los cristianos se les acusaba de malvados
que se deleitaban en crímenes perversos, de reciente se les acusa de
buenazos que en el fondo solo inventaron a un señor barbudo y celeste
para que resulte más fácil hacer el bien. Ser cristiano sería, pues, una
excusa como cualquier otra (que estoy enamorado, que me acabas de dar
una alegría, que hoy luce el sol) para portarnos bien. Thomas Jefferson
llegó incluso a editar unos evangelios en que borró todas las molestas
referencias milagreras, o aquellas en que salía por en medio Dios: para
él, como para muchos tras él, lo importante era quedarse solo con los
mandatos morales de Jesús, sin peces raros que se multiplican o bodas en
que corre el vino por doquier.
¿Cuál
es el problema de esta versión moralista del cristianismo? En primer
lugar, que los datos no cuadran: es dudoso que los cristianos sean
personas moralmente más elevadas que los demás. Lo explicamos ya en otro de nuestros artículos por aquí.
Pero,
además, reducir el cristianismo a meros mandamientos nos forzaría a
expulsar nada menos que los textos más antiguos que de él conservamos,
las cartas de Pablo, de la categoría de «cristianas». Porque si en algo
insistió una figura clave como la suya, fue justo en que la cosa no iba
de implantar solo un nuevo listado de leyes morales. Siglos más tarde,
el danés Søren Kierkegaard se pondría incluso más tajante: para ser
cristiano había que superar la obsesión con la ética, igual que para ser
ético habría que superar la obsesión con lo sensual. (En un mundo de
ofendiditos que se lanzan recriminaciones morales continuas, Kierkegaard
es acaso uno de los filósofos que se nos hacen más necesarios; pero
habremos de dejar tal sugerencia para otro tiempo y lugar).
Error número 2: el cristianismo va de hacer el bien
Esta
segunda equivocación se parece a la primera en su afán moralista, pero
es incluso más peligrosa: pues, lejos de hacernos mirar hacia dentro de
nosotros mismos, se conforma con que actuemos hacia fuera del modo
adecuado. ¿Adecuado según qué criterios? Por desgracia, en una época
como la nuestra en que se han trastocado en las cabezas de muchos el
Bien y el Mal, lo que se defiende como bueno en los medios de
comunicación, empresas, oenegés, etcétera, con frecuencia es una forma
(emotivista, empática y amigable) de escasa bondad.
Hablábamos de este asunto hace dos semanas, a propósito de Hans Küng.
Mucha gente, a menudo de querencias “progresistas”, ha descubierto
encantada que el cristianismo en el fondo no es sino buscar lo mismo que
la ONU, Apple y Facebook nos cuentan hoy que es el bien: abundante
empatía, amplia conciencia ecológica, cierta obsesión con el bienestar
de los animales, amigables eutanasias a quien lo pase mal, fronteras
abiertas, manifestaciones de Black Lives Matter y, bueno, alguna manía
personal que se consiente como llevar un discreto crucifijo o rezarle a
Santa Rita de Casia; aspectos folclóricos que aportan a la vida (siempre
que no pretendan ir más lejos) cierto color.
Debo confesar que desde pequeño he sentido muy ajena esta idea del cristianismo. Si ya me cuesta, más que al profeta Jonás,
hacer lo que todo un Dios pudiera ordenarme, no digamos cuánto se me
resiste el cuerpo entero a acatar lo que me digan idolillos como Greta
Thunberg, el PSOE u Oxfam.
Error número 3: el cristianismo va de creer en Dios
Durante los años 90 cantaba Joan Osborne:
«Si Dios tuviese cara, ¿cómo sería? ¿Te gustaría verla… si implicase
tener que creer en cosas como el cielo, y Jesús, y los santos, y todos
los profetas?». En realidad, la simpática cantautora de Kentucky se
quedó corta: para muchos el cristianismo va de creer en un montón de
cosas más. Frente a los antivacunas, que creen cosas fácilmente
resumibles (que las vacunas no funcionan, o contienen chips, o matan);
frente a los terraplanistas, que creen algo aún más sencillo (la Tierra
es plana, y ya está); los cristianos serían tipos un tanto enrevesados,
que asumen montones de cosas raras (milagros, ángeles, apariciones,
profetas, santos, cielos, vírgenes, cristos… y las respectivas historias
de cada uno de esos entes).
Esta
visión del cristianismo ha calado incluso en gente muy respetable: aún
recuerdo a una famosa filósofa católica conferenciándonos en una
universidad pontificia que la buena noticia cristiana consistía en que
«Dios existe». Confieso que no me atreví a preguntarle luego, en el
turno a ello dedicado, qué tenían entonces de especial los cristianos
allá por el siglo I, cuando prácticamente todo el mundo ya creía que
existía al menos algún Dios. ¿Tan importante era llamarlo Yahvé, Júpiter
u Osiris?
La
clave de toda esta confusión se resuelve, de hecho, si miramos a esos
primeros predicadores cristianos. «Dios existe» no es nunca lo que
cuentan. (Tampoco, claro está, «los santos» o «los ángeles» o «el cielo»
existen). Lo que anunciaban era algo mucho más preciso. Pero como eran
tipos, a diferencia de tanto periodista, filósofa o niños actuales, muy
atinados, pasemos con ellos a la última parte. Es decir:
Lo que el cristianismo sí es
¿Cuál
fue la Buena Nueva (en griego, el Evangelio) en que sí insistieron
aquellos primeros hombres de nuestra era? Desde luego, no las enseñanzas
morales de Jesús (regla de oro, cuidado a los pobres, amor al prójimo,
Sermón de la montaña), que ya existían prácticamente todas ellas en el
judaísmo de la época, ese gran desconocido para muchos cristianos.
Jesús, como moralista, tuvo poco de original. De hecho, Pablo, cuando
tiene que escribirse con los primeros creyentes en Jesús, apenas cita
tales preceptos, aunque los conocía: no era eso lo que le urgía
resaltar.
¿De
qué habla Pablo, en cambio? Habla de alegría entre los creyentes (como
Jn 15:11); habla de fraternidad entre ellos (como Jn 13:35). Así que la
pregunta es obvia: ¿cómo habían llegado aquellos hombres a esa meta que
todos ansiaríamos, la de vivir alegres y en concordia con los demás?
La
respuesta está en que se sentían liberados de todo que nos impiden
alcanzar tal meta. Por ejemplo, es difícil ser feliz en un mundo en que
sabes que te vas a morir. Pero los cristianos habían descubierto, y
contaban estentóreos, que eso ya no era así: Cristo había resucitado y
todos nosotros, algún día, habríamos de resucitar también.
Otro
obstáculo ímprobo para la felicidad es la culpa; pero los primeros
cristianos también se sentían por completo libres de ella. Jesús había
asumido las culpas de todos y Dios, a través de Él, nos había perdonado.
Todos esos defectos que todos sabemos que acarreamos habían dejado de
importar de un plumazo: porque ya no le importaban, literalmente, ni a
Dios. (Qué diferencia con la religión culpabilizante, tanto de sí mismo
como de los demás, que muchos viven aún hoy).
En
suma, los primeros cristianos no predicaban ni que había que ser
buenos, ni que había que cambiar el mundo, ni que hay arcángeles en el
cielo: predicaban la muerte y resurrección de Cristo, como descubrirá
cualquiera que eche un simple vistazo al Nuevo Testamento. Esto es lo
que caracteriza el cristianismo. Todo lo demás viene por añadidura:
cierto modo ético de comportarse, la fe en ciertas cosas, toda
preocupación por los demás. De hecho, ninguna de esas cosas es posible
sin que Dios te haya salvado de morir y te perdone (dicho en lenguaje
teológico: ninguna de esas cosas es posible sin la gracia de Dios).
De
modo que espero estar cumpliendo con lo prometido ante el lector, sea
periodista, filósofa respetable o niño. Hoy hay miles de ofertas en el
mercado sobre cómo vivir la vida, sobre qué reglas éticas seguir o sobre
qué cosas creerse. Pero, de entre todas ellas, ya sabe que no son
cristianas las que le insistan en portarse bien, en ser buena persona,
en ser ecologista o en creer que la virgen de tanto en tanto se pasa por
El Escorial. Solo será específicamente cristiano quien ponga el acento
en dos cosas, por raro que hoy resulte oírlas: que Jesús murió para
salvarle y resucitó.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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