BLOG ORLANDO TAMBOSI
Ensaio de Henry Hardy sobre Isaiah Berlin, do qual foi aluno e curador de suas obras, publicado por Letras Libres:
Isaiah
Berlin fue uno de los hombres más destacados de su época, y uno de los
principales pensadores liberales del siglo XX. Filósofo, teórico
político, historiador de las ideas; ruso, judío, británico; ensayista,
crítico, maestro; era un hombre de formidable poderío intelectual con un
raro don para entender un amplio rango de motivos, esperanzas y miedos
humanos, y una prodigiosamente enérgica capacidad para el disfrute de la
vida, de la gente en toda su diversidad, en sus ideas e idiosincrasias,
de la literatura, de la música, del arte.
Su
defensa y el refinamiento de lo que consideraba como la más esencial
concepción de la libertad alcanzó un estatus de clásico, y la presencia y
carácter de este concepto en el pensamiento moderno se debe en gran
medida a él. También identificó y desarrolló, con mucha originalidad, la
visión pluralista de los máximos ideales humanos en los que basaba su
postura liberal, y que, de igual manera, merece quedar hondamente
grabada en nuestra perspectiva. En contraste con la mayor parte de las
ideologías y credos que ha creado la humanidad, Berlin argumentaba que
no es posible llevar a cabo el conjunto de todos los valores en una
vida, o en una sola sociedad o período histórico, y que muchos ideales
no pueden siquiera ser medidos con la misma escala; de modo que no puede
haber una única clasificación objetiva de fines, ni tampoco
establecerse un único conjunto de principios según los cuales vivir.
De
esto se desprende no sólo que la gente debe ser libre (dentro de los
cruciales pero bastante amplios límites establecidos por las necesidades
de la misma humanidad), tanto de manera individual como colectiva, de
asumir como guía sus propias prioridades y visiones de la vida; sino
también, quizá de modo más radical, que una sociedad perfecta y sin
fricciones, no nada más es imposible en la práctica, sino que, en
principio, es incoherente como ideal. Este tipo de conclusiones hoy
pueden parecerle poco sorprendentes a algunos, pero esto, como sostenía
Berlin, es un avance más reciente, menos generalizado y menos seguro de
lo que podría suponerse; es también una idea benéfica, y puede
atribuírsele en parte.
Al
igual que otros grandes hombres, Berlin fue un magnífico catalizador.
Quienes tuvieron la fortuna de conocerlo pueden atestiguar cuán
increíblemente positiva, cálida y enriquecedora era la experiencia de
disfrutar de su compañía y escuchar el torrente incontenible de su
cautivadora charla. Era legendario como conversador tanto por su
imitable dicción, rápida y de sílabas comidas, como por su inimitable
alcance: era amplia y sorprendentemente leído en un buen número de
idiomas, conocía (e influenció profundamente) a muchos hombres y mujeres
notables en Inglaterra y el resto del mundo, y salpicaba sus
conversaciones y escritos con una impresionante cascada de nombres. (No
se trataba de una mención presuntuosa de sus conocidos: los nombres eran
una abreviatura de las ideas de sus portadores.)
Aunque
pasó toda su vida profesional, salvo el tiempo en que sirvió en el
ejército, como académico en Oxford, nunca tuvo una mentalidad
pueblerina, y se movía con igual soltura en los diversos mundos que
habitaba, muchas veces de manera simultánea, sobreviviendo día tras día,
sin flaquear, a una extenuante agenda de compromisos y distracciones.
Dio conferencias a distinguidas y cultas audiencias en muchos países, y
charlas para sociedades estudiantiles (no solamente en Oxford),
institutos universitarios y preparatorias, y donó generosamente su
tiempo a un número siempre creciente de solicitantes: ex alumnos con
problemas, especialistas en su obra, desconocidos que buscaban su ayuda o
consejo en relación con proyectos propios. Se le escuchaba con
frecuencia en la radio, especialmente en el Third Programme,1
y concedió numerosas entrevistas, en especial a periodistas
extranjeros. En verdad disfrutaba de lo que otros habrían percibido como
presiones intolerables y, aunque era perfectamente serio cuando la
ocasión lo demandaba, rodeaba de una aura de diversión, a veces de
picardía, todo lo que emprendía.
No
era, ni habría querido ser, ningún santo, pero era un buen hombre, con
pies del mejor barro, y poseía en abundancia lo que en otros definía
como “encanto moral”. Este último atributo resultaba particularmente
sorprendente en su manera de platicar, que podía desconcertar a quienes
no estaban familiarizados con ella. No se aferraba a sus puntos de
vista, sino que se ponía cómodo, miraba hacia arriba y seguía el hilo de
su pensamiento adonde quiera que fuese, con felices digresiones, y
digresiones de las digresiones, y, sin más ni más, retomaba el asunto de
sus anteriores afirmaciones, o cambiaba de tema, ajeno en apariencia a
lo que su interlocutor pudiera decir mientras tanto, incluso por un
lapso considerable.
Este tipo de conducta podría parecer de mala educación en otras personas, pero de su parte era algo muy natural, y era una muestra de su concentración mental en el tema, por el que se dejaba llevar casi juguetonamente, a veces en extrañas direcciones. Si bien hablar con él era un desafío para la mente, podía volverse molesto si uno quería resolver algún problema y llegar a una conclusión clara, y no siempre escuchaba con atención, a veces debido a que tenía una idea bastante acertada de lo que la persona iba a decir antes de que lo enunciara.
No
era muy afecto a (ni tenía mucha habilidad para) los juegos de palabras
puramente verbales, pero su ingenio, en el sentido más amplio, no tenía
paralelo. Podía ser asombrosamente rápido pescando las cosas al vuelo, e
igual de veloz para ofrecer una respuesta iluminadora. Su honestidad
reconfortaba y, para un hombre de su generación, era inusualmente
abierto: por comparación, hacía parecer malvada y antivitalista la
obsesiva circunspección de algunos miembros del establishment en Oxford.
Los chismes y anécdotas abundaban, pero despojados de malevolencia: de
hecho, era prácticamente incapaz de lanzar indirectas, y no buscaba
ganar puntos. Incluso cuando expresaba un punto de vista desfavorable
acerca de alguien, podía parecer más un movimiento en un juego que un
juicio condenatorio: le encantaba clasificar a la gente, y dividirla en
tipos; entre los más conocidos, erizos y zorros. Los primeros eran los
que propugnaban por una visión única y que lo abarcara todo, en
oposición con los que son más receptivos a la diversidad. En realidad,
su inclinación por crear categorías con desenfado era una manifestación
informal de su habilidad para extraer y sacar a la luz la esencia de una
persona o de un escritor oscuro.
Como
conferencista, tenía un completo dominio de su material, y era
fascinante escucharlo (por fortuna, muchas de sus conferencias fueron
grabadas, y ahora se pueden oír en el National Sound Archive en Londres2).
Era consciente de su judeidad, pero no de manera acartonada, y fue
sionista toda su vida: su papel en la creación del Estado de Israel fue
significativo. Fue director de Covent Garden y devoto aficionado a la
ópera; miembro del consejo de administración de la National Gallery. No
le faltaron reconocimientos –fue nombrado caballero, recibió la Orden
del Mérito, numerosos doctorados honorarios, la cátedra Mellon, la
presidencia de la Academia Británica, los premios Jerusalén, Erasmus,
Agnelli y Lippincott– pero siempre protestó porque recibía más de los
que le tocaban, y decía que sus logros eran sistemáticamente
sobrevalorados. Era todo un personaje, totalmente sui géneris, un
fenómeno, insustituible.
Isaiah
Mendélevich Berlin nació en 1909 en Riga, la futura capital de Latvia,
que entonces estaba bajo el dominio ruso, hijo de padres judíos que
hablaban ruso. Su padre, Méndel, tenía un aserradero (que,
principalmente, proveía de durmientes a los ferrocarriles rusos); su
madre, Marie, era una mujer culta y vivaz, entusiasta de las artes, que
transmitió todo ese interés artístico a su único hijo sobreviviente,
cuyo particular amor por la música, sobre todo, aunque no exclusivamente
por la ópera, fue un hilo conductor de profunda y creciente importancia
para él, desde su infancia y en adelante.
En
1915 el ejército alemán cercaba Riga, y los Berlin se fueron a vivir a
Rusia. Al inicio vivieron en Andreápol, luego, desde 1917, en
Petrogrado, donde en aquel año Isaiah fue testigo tanto de la Revolución
socialdemócrata como de la bolchevique. En cierta ocasión vio a un
hombre lívido, aterrorizado, que era arrastrado y pateado en la calle
por una turba enardecida; fue una experiencia formativa que le produjo
un indeleble rechazo de toda forma de violencia.
En
1920 la familia Berlin regresó a Riga, bajo un tratado con los
comunistas, y Méndel decidió mudarse a Inglaterra, donde tenía amigos y
contactos de negocios. Llegaron a principios de 1921 y vivieron primero
en Surbiton, luego en Londres, específicamente en Kensington y, unos
años más tarde, en Hampstead. Después de la escuela primaria, Isaiah
entró a St. Paul’s y, sin perder nunca el contacto con sus identidades
rusa y judía, emprendió un proceso continuo de anglicanización que le
permitió convertirse en una figura prominente en la cultura inglesa de
su tiempo.
En 1928 entró al Corpus Christi College en Oxford. Obtuvo las mejores calificaciones al titularse en estudios clásicos y PPE3
en 1931 y 1932. Luego lo entrevistaron (sin éxito) para trabajar en el
Manchester Guardian y se preparó para ejercer la abogacía; pero Richard
Crossman, entonces catedrático en el New College, le dio su primer
puesto, como maestro de filosofía. Poco después obtuvo una beca en All
Souls, que recibió mientras seguía enseñando, hasta 1938, cuando se
convirtió en miembro de la junta rectora del New College. Fue durante
esa primera temporada en All Souls que escribió su brillante estudio
biográfico sobre Marx para la Home University Library (Karl Marx: His
Life and Environment, 1939): irónicamente, no era, para nada, la primera
opción del editor de la serie para ese trabajo.
En
los primeros años de la Segunda Guerra Mundial Berlin continuó dando
clases. Luego, en 1941, fue enviado a Nueva York por el Ministerio de
Información. En 1942 lo transfirieron a la embajada británica en
Washington, dc, en donde trabajó hasta 1946 (salvo algunos meses que
pasó en Moscú), como jefe de un equipo encargado de reportar el
cambiante ánimo político de Estados Unidos. Los reportes enviados desde
Washington hasta Whitehall, no con su firma pero en su mayor parte
redactados por él, llamaron la atención de Winston Churchill, y se
volvieron famosos por su agudeza; una selección (Washington Dispatches
1941-1945, editada por H.G. Nicholas) se publicó en 1981.
Berlin
escribió atractivos textos sobre algunos aspectos de aquellos años: en
particular, sus descripciones de los encuentros que sostuvo en Rusia con
Borís Pasternak, Anna Ajmátova y otros escritores, son muy
conmovedoras. Su encuentro con Ajmátova tuvo un efecto especialmente
profundo en él; y los muchos pasajes que aluden a Berlin en los poemas
de la autora rusa testimonian lo muy importante que era para ella
también. “No será un amando esposo para mí/ Pero lo que logremos, él y
yo,/ Cambiará las cosas en el siglo XX”: estaba convencida de que había
una relación directa entre la reacción de Stalin a su encuentro en 1945 y
el comienzo de la Guerra Fría en 1946.
Al
final de la guerra, Berlin decidió que quería abandonar la filosofía en
favor de la historia de las ideas, “un campo de estudio en el que uno
puede esperar saber más al final de la propia vida que cuando uno
comienza a adentrarse en él”. En 1950, con esto en mente, regresó a All
Souls, donde en 1957 fue electo para la cátedra Chichele de teoría
política y social como sucesor de G.D.H. Cole. Su conferencia inaugural,
Dos conceptos de libertad, es una de sus obras más conocidas, y,
ciertamente, la más influyente. En ella, con gran pasión y sutileza, se
pronuncia en favor de la libertad “negativa” –la libertad de no ser
obstruido por otros, la libertad de obedecer a las propias decisiones– y
muestra con qué facilidad la libertad “positiva”, la (deseable)
libertad del autodominio, se pervierte en la “libertad” de alcanzar la
autorrealización de acuerdo con los criterios marcados y con frecuencia
impuestos por la fuerza por árbitros autoproclamados de los verdaderos
fines de la vida humana. Desde entonces, sus postulados siguen siendo
una referencia indispensable para la reflexión sobre la libertad, y
permean todas las discusiones bien sustentadas acerca del tema; sin
embargo, quizá debido, al menos en parte, a la naturaleza poco asertiva y
deliberadamente no sistemática de sus ideas, y su rechazo de panaceas
de cualquier tipo, no tuvo (para alivio suyo) discípulos ni fundó una
escuela de pensamiento.
Un
año antes de ser elegido para la cátedra, abandonando su aparentemente
asentada vida de soltero, se había casado con Aline Halban (nacida De
Gunzbourg). A sus más de cuarenta años encontró a la compañera que sería
el eje de su vida a partir de entonces; y, en sus tres hijastros (no
tuvo hijos propios), una familia que correspondía plenamente a su
cariño. Siempre le recomendaba a la gente que se casara.
En
1966 Berlin se convirtió en el primer presidente del nuevo colegio de
posgrado en Oxford, Wolfson, y renunció a su puesto de profesor al año
siguiente. El Wolfson College, donde trabajó hasta su “jubilación” en
1975, no existiría con su actual estructura ni bajo el nombre que ahora
lleva (al principio se llamaba Iffley College) sin su eficacia para
recaudar fondos y como carismático inspirador de nuevas formas
institucionales, tradiciones y lealtades. La generosidad de las
fundaciones Wolfson y Ford para patrocinar las instalaciones y dotar de
fondos al College se debió directamente a su labor personal.
Más
allá de lo que hizo en el Wolfson, el mayor legado de Berlin a las
generaciones futuras es lo que escribió: una amplia y enormemente
variada œuvre de inconfundible estilo y hondura. En su personal y
razonable apreciación, su trabajo más importante está en su exploración
de cuatro áreas de investigación: liberalismo, pluralismo, el
pensamiento ruso del siglo XIX, y los orígenes y desarrollo del
romanticismo. Sobre todas ellas arrojó nuevas luces, y la manera en que
lo hizo mantiene el poder para provocar que tenía cuando sus trabajos se
publicaron por primera vez.
Durante
la mayor parte de su vida su reputación como escritor quedó rezagada
respecto de su producción real, buena parte de la cual apareció en forma
de ocasionales ensayos (“Soy como un taxi: me tienen que hacer la
parada”), que, con frecuencia, se editaban con distribución limitada.
Comparativamente, pocas de sus obras habían aparecido en forma de libro,
principalmente Karl Marx, The Hedgehog and the Fox (un largo ensayo
sobre la visión de la historia de Tolstói), y Four Essays on Liberty,
que incluía su conferencia inaugural. Pero en 1976 se publicó Vico and
Herder, y poco después cuatro volúmenes de ensayos escogidos
(1978-1980).
Estos
libros desmintieron una afirmación hecha por su amigo Maurice Bowra
cuando a Berlin le fue concedida la Orden del Mérito en 1971: “Aunque
como Jesucristo y Sócrates no publica mucho, piensa y dice mucho y ha
tenido una enorme influencia en nuestros tiempos.”4
Otros volúmenes siguieron en los años noventa, incluyendo dos dedicados
a las obras que permanecían inéditas desde que las escribió, y The
Proper Study of Mankind, una antología retrospectiva de su trabajo que
se publicó en el año de su muerte.
En
contraste con el caso de Bowra, buena parte de la manera de hablar de
Berlin quedó capturada, felizmente, en su obra publicada, que está
imbuida de su personalidad e indica sus principales preocupaciones
intelectuales con la mayor claridad y fecundidad, si bien a veces
mediante sus investigaciones sobre las ideas de otros pensadores. Una de
las características más atractivas de su escritura es que nunca se
presenta como el estudioso distante, nunca olvida que la meta final de
la investigación es incrementar el entendimiento y la comprensión moral.
Dado que, como otro amigo, Noel Annan, lo formula, “Berlin siempre
emplea dos palabras en donde uno usaría sólo una”, su mensaje –una
noción que él detestaría– es imposible de resumir sin perder toda su
característica manera de expresarse. Pero su contenido central puede
enunciarse llanamente.
Berlin
alguna vez describió el corazón de su obra como “una desconfianza de
toda proclama de posesión de conocimiento inamovible sobre asuntos de
hecho o de principios en cualquier esfera de la conducta humana”. Su
convicción más fundamental, la que aplaudía cuando la notaba en la obra
de otros, y que adoptaba, enriqueciéndola, como propia, era que no puede
haber una respuesta única, universal, final, completa, demostrable ante
la más profunda de todas las preguntas morales: ¿Cómo debe vivir la
humanidad? Esto lo enunciaba como una negación de una de las más
antiguas y asumidas nociones del pensamiento occidental, expresada en su
forma más intransigente en el siglo XVIII bajo la bandera de la
Ilustración francesa.
Contrario
a la visión del Siglo de las Luces de que era posible llegar a una
síntesis clara y ordenada de todos los objetivos y aspiraciones, Berlin
insistía en que existe un número indefinido de ideales y valores últimos
que compiten y con frecuencia son irreconciliables, entre los cuales
cada uno de nosotros suele tener que elegir; una elección que,
precisamente porque no puede dotarse de una justificación racional
concluyente, no debe imponerse a los demás, por mucho que estemos
nosotros mismos comprometidos con ella. “La vida puede verse a través de
muchas ventanas, ninguna de las cuales es necesariamente transparente u
opaca, ni distorsiona más o menos que las demás.” Cada individuo, cada
cultura, cada nación, cada período histórico tiene distintos objetivos y
principios, que no pueden ser combinados, de manera práctica ni
teórica, en un sistema único y coherente que englobe todo y en el que
todos los fines se lleven enteramente a cabo sin pérdida, concesión o
conflictos. La misma tensión existe en cada conciencia individual. Más
igualdad puede implicar menos excelencia, o menos libertad; la justicia
puede obstruir la misericordia; la honestidad puede excluir la
amabilidad; el conocimiento de uno mismo puede afectar la creatividad o
la felicidad; la eficiencia inhibir la espontaneidad. Pero éstas no son
dificultades temporales ni locales: son características generales,
indelebles y a veces trágicas del paisaje moral; la tragedia, de hecho,
lejos de ser el resultado de un error evitable, es un rasgo intrínseco
de la condición humana. En lugar de una impecable síntesis debe haber un
proceso permanente, en ocasiones doloroso, atropellado, de intercambios
desordenados y un cuidadoso sopesar de demandas contradictorias.
Íntimamente
conectada con esta tesis pluralista –que a veces se confunde con
relativismo, cosa que Berlin rechazaba, y que es de hecho muy distinto–
está una creencia en el ser libres de interferencias, especialmente de
aquellos que creen saber más que uno, y que pueden elegir por nosotros
de una manera más inteligente que la nuestra. El pluralismo de Berlin
justifica su profundo rechazo a la coerción y manipulación por parte de
autoritarios y totalitarios de todo tipo: comunistas, fascistas,
burócratas, misioneros, terroristas, revolucionarios y todos los demás
déspotas, igualadores, sistematizadores o proveedores de “felicidad
organizada”. Como uno de sus héroes, el pensador ruso Alexánder Herzen,
con quien compartía muchas características, Berlin sentía horror por los
sacrificios que habían tenido lugar en nombre de ideales utópicos que
deben hacerse realidad en algún punto poco específico del futuro
distante: la gente real no tiene que sufrir ni morir hoy en nombre de
una quimera de eventual dicha universal.
Berlin
siempre discutía estas ideas en términos de individuos específicos, no
en abstracto, pues tenía en cuenta que es el impacto de las ideas en las
vidas de las personas lo que les da la razón a esas ideas. En esto se
auxiliaba de su inusual capacidad para la identificación imaginativa con
gente cuya visión de la vida difería bastante y muchas veces estaba muy
alejada de la suya. Esto le permitía escribir textos ricos y
convincentes sobre una amplia variedad de figuras históricas y
contemporáneas: Belinski, Hamann, Herder, Herzen, Maquiavelo, Maistre,
Tolstói, Turguénev, Vico, Churchill, Namier, Roosevelt, Weizmann y
muchos otros. Sus descripciones de los personajes a los que se sentía
más cercano muchas veces tienen una marcada resonancia autobiográfica:
decía de otros, con deslumbrante habilidad, lo que no se habría atrevido
a decir de sí mismo, lo que probablemente no creía de sí mismo, aunque
sus palabras a veces se aplicaban con precisión a su propio caso. Si
hubiera estado lo suficientemente interesado en su vida y opiniones por
sí mismas, hubiera sido su propio biógrafo ideal; pero entonces también
habría sido un hombre distinto.
Con
frecuencia, la gente describía a Isaiah Berlin, especialmente en su
vejez, mediante superlativos: el mejor conversador del mundo, el lector
más inspirado del siglo, una de las mentes más agudas de nuestra época;
incluso, de hecho, un genio. Quizá sea muy pronto para estar seguros de
esas contundentes afirmaciones. Pero no hay duda de que mostró en más de
una dirección las inesperadamente amplias posibilidades que se abren
para nosotros en el más alto nivel del potencial humano, y el poder del
intelecto sabiamente dirigido para iluminar, sin solemnidades indebidas
ni oscuridades innecesarias, las más profundas cuestiones morales que
enfrenta la humanidad.
– Traducción de Una Pérez Ruiz
1
La tercera estación de radio difundida por la BBC, fundada en 1946 e
incorporada en 1967 a Radio 3 de la misma BBC. Se distinguía por sus
transmisiones nocturnas y su programación de perfil cultural.– N. de la
T.
2 Sus conferencias Mellon sobre romanticismo también pueden ser escuchadas en la National Gallery of Art en Washington, DC.
3
Siglas de “Philosophy, Politics and Economics”, una licenciatura
interdisciplinaria que suele asociarse con Oxford, la primera
universidad en ofrecerla.– N. de la T.
4
Carta a Noel Annan, citada en “A Man I Loved”, de Annan, en Maurice
Bowra: A Celebration, editado por Hugh Lloyd-Jones (Londres, 1974), p.
53.
Postado há 6 hours ago por Orlando Tambosi
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