BLOG ORLANDO TAMBOSI
O
historiador Jeffrey Veidlinger publica uma rigorosa investigação sobre
os 'progroms' que, entre 1918 e 1921, normalizaram a violência genocida
contra os judeus. David Barreira para El Cultural:
La
ciudad de Lviv, en la actual Ucrania, presenció a principios de julio
de 1941 una de las primeras matanzas en la retaguardia inauguradas por
la Operación Barbarroja, la invasión nazi
de la Unión Soviética. Un pogromo masivo contra la población judía se
saldó con más de dos millares de muertos. Se les culpaba de una masacre
de prisioneros perpetrada por los bolcheviques antes de abandonar la
plaza. Los judíos fueron obligados a exponer públicamente los cadáveres
en descomposición para ser identificados por sus familiares. Ciudadanos
de a pie y campesinos recorrieron el macabro escenario y dirigieron su
furia contra los que hasta ese momento habían sido sus vecinos,
apaleándolos, burlándose de ellos, agrediéndolos sexualmente y
obligándolos a cantar canciones comunistas.
"Vi
a miles de judíos mutilados, golpeados de la manera más brutal; mujeres
desvestidas hasta quedar completamente desnudas y niños cubiertos de
sangre", recordaría el testigo Jakub Dentel. El 26 de julio, los
Einsatzkommando alemanes, en colaboración con la policía auxiliar y la
milicia ucranianas, mataron a otro millar de judíos. Aquellos hechos, no
obstante, resultaban familiares para muchos miembros de la comunidad:
los primeros asesinatos en masa del Holocausto fueron un aumento significativo de un fenómeno ya conocido en la zona dos décadas antes.
En 1918, al término de la Gran Guerra,
Lviv, emplazada en la Galitzia oriental, quedó bajo dominio polaco tras
tres semanas de conflicto con las tropas ucranianas. El sábado 22 de
noviembre, y en los días posteriores, los refuerzos llegados de Cracovia
atacaron a los civiles judíos con una virulencia que escandalizó a la
comunidad internacional: los soldados les agredieron deliberadamente en
sus lugares de trabajo y casas, a las que prendieron fuego, rompieron
los rollos de la Torá y las antigüedades de las sinagogas, humillaron a
las mujeres tratándolas como prostitutas...
Víctimas del pogromo de Cherkasy.
73
judíos murieron —aunque un informe habla de 108 cuerpos hallados en una
fosa común— en un pogromo de una brutalidad inédita y al que se sumó la
población local expoliando los hogares de los judíos. Se les atacaba
con el pretexto de que habían disparado a los militares polacos, habían
importado el bolchevismo, ocultaban armas, especulaban con la moneda y
el azúcar o explotaban a los inocentes polacos. "Vosotros, los judíos,
ya nos habéis robado bastante, ya era hora de saquearos a vosotros",
dijo un comandante militar. Disturbios y pillajes antisemitas se
registrarían a continuación en más de un centenar de localidades de una
región gobernada entonces por Polonia.
Entre noviembre de 1918 y marzo de 1921, durante la guerra civil rusa,
se documentaron más de un millar de pogromos antisemitas en quinientas
localidades de lo que hoy es Ucrania, en un territorio que se disputaban
los ucranianos, los polacos y los rusos blancos y rojos. El número
total de judíos asesinados superó con creces los 100.000. Cerca de
600.000 huyeron a otros países —el artista Marc Chagall
definiría a los niños refugiados en Moscú como "los huérfanos más
desdichados"—. Fue un "exterminio" que para Jeffrey Veidlinger,
catedrático de Historia y Estudios Judaicos en la Universidad de
Michigan, rememora a "un holocausto distinto" o, más bien, al "auténtico comienzo del Holocausto".
Judíos manifestándose en Reino Unido contra los pogromos de Polonia.
En
el corazon de la Europa civilizada (Galaxia Gutenberg), el investigador
reconstruye con sumo detalle y usando numerosas fuentes de archivo y
testimonios recogidos por trabajadores humanitarios, abogados y
activistas comunitarios cuando los cuerpos todavía estaban calientes, la
oleada de ataques que normalizó la "violencia genocida" contra los
judíos y allanó el terreno para una idea a priori inconcebible: su
eliminación total. El resultado es una narración estremecedora,
extenuante de tanta atrocidad. Cuando todo lo relativo al Holocausto
parece estar requetecontado, este libro provoca una nueva conmoción al
recuperar la historia de un derramamiento de sangre que fue catalizado por los nazis para impulsar su "solución final".
Sorprende,
por lo tanto, la escasa presencia en la memoria colectiva sobre la
Shoah de esta suerte de prólogo. Más todavía al comprobar la reacción y
oposición de las democracias tras salir a la luz los pogromos masivos en
Ucrania. El Literary Digest, por ejemplo, se preguntaba en portada:
"¿Será una masacre de judíos el próximo horror europeo?". Para entonces,
Hitler todavía era un donnadie
y el contexto no lo dominaba la II Guerra Mundial. La pregunta se fecha
en 1919 y el extermino ya se concebía como una posibilidad.
El
desconocimiento de los pogromos —palabra que deriva del ruso gromit,
"aplastar" o "destruir", y tan familiar que hasta dio nombre a un
triunfante caballo de carreras británico de principios de 1920— no
resulta casual. "El genocidio nazi alemán,
con su escala sin precedentes y su pavoroso número de muertes, ofreció
la oportunidad de una suerte de absolución, la ocasión para borrar las
pruebas de atrocidades pasadas y para relativizar los pecados de las
generaciones anteriores, permitiendo que los pogromos fueran olvidados
al compararse con afrentas mayores", escribe Veidlinger.
¿Porque
quiénes fueron los instigadores? Principalmente militares armados que
arrancaron las barbas a los varones judíos, destrozaron pergaminos,
violaron a las niñas y mujeres y torturaron a ciudadanos antes de
fusilarlos en las afueras de las ciudades. Pero un detalle relevante:
contaron con el beneplácito y el apoyo de grandes segmentos de la
población, que culpaba a los judíos de acaparar el pan, importar ideas
hostiles, simpatizar con el enemigo y conspirar contra la nación.
Hombres intentando recuperar los rollos de la Torá en Demiivka después del pogromo de Kiev, 1920.
Los
pogromos fueron "públicos, participativos y rituales". "A menudo
ocurrían en una atmósfera carnavalesca de borrachos cantando y bailando;
la masificación permitía disolver las responsabilidades, atrayendo a
gente corriente y a ciudadanos honrados que en otras circunstancias no
se hubieran sumado a estos procesos", destaca el historiador. "La
frecuente participación de vecinos y conocidos, clientes de confianza y
amigos de la familia era lo que más irritaba a las víctimas, provocando
en ellas un sentimiento de impotencia y extrañamiento, un trauma que
duró más que sus heridas físicas".
El colaboracionismo fue un fenómeno que se repetiría durante la ocupación nazi:
los informes de operaciones enviados a Berlín celebraban el entusiasmo
con que los vecinos de Galitzia y el oeste de la provincia de Volinia,
zonas que presenciaron el asesinato de entre 12.000 y 35.000 judíos
entre 1918 y 1921, atacaban a la población judía por iniciativa propia.
Incluso algunas de las ejecuciones fueron realizadas por habitantes
locales, como miembros de la policía ucraniana. La retórica era la misma
de dos décadas atrás: equipara al enemigo racial con los bolcheviques,
como habían hecho las milicias campesinas o los cosacos.
"Cuando
llegaron los alemanes —concluye Veidlinger—, cargados de odio
antibolchevique e ideología antisemita, se encontraron con un territorio
en donde se habían cometido matanzas durante décadas y donde el
asesinato en masa de judíos inocentes formaba parte de la memoria
colectiva, es decir, un territorio en el cual lo inimaginable ya se
había convertido en realidad".
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