'
Marca d'água', do Nobel norte-ameriano, é uma leitura deliciosa que saúda a cidade italiana como capital europeia da beleza e reivindica sua defensa contra a manada de turistas. Alberto Ojeda para El Cultural:
Marca d'água', do Nobel norte-ameriano, é uma leitura deliciosa que saúda a cidade italiana como capital europeia da beleza e reivindica sua defensa contra a manada de turistas. Alberto Ojeda para El Cultural:
Varias lecturas y algún suvenir que de rebote llegó a sus manos fueron envenenado a Joseph Brodsky
con Venecia. Siendo un veinteañero tenía claro que, si alguna vez salía
de Rusia, el primer lugar que quería visitar era la capital véneta. El
plan lo tenía muy bien definido en su cabeza, como revela en Marca de
agua (Siruela), el bello libro que le dedicó a la ciudad, donde
entrecruza, a través de la estética, la poesía y la filosofía, “Alquilar
una habitación en la planta baja de algún palazzo para que las olas
levantadas por las embarcaciones, al pasar, salpicaran mi ventana,
escribir un par de elegías al tiempo que apagaba mis cigarrillo en el
húmedo suelo de piedra, toser y beber y, cuando me estuviese quedando
sin dinero, en vez de subirme a un tren, comprarme una pequeña Browning y
volarme la tapa de los sesos sin más miramientos, incapaz de morir en
Venecia por causas naturales”.
Esta
proyección ultrarromántica no terminó de consumarla, por suerte. Pero
sí que estableció una íntima cotidianidad con Venecia. “Con dos o tres
excepciones, debidas a ataques al corazón y emergencias concomitantes,
mías o de otro, cada Navidad, o poco antes, emergía de un
tren/avión/barco/autobús y arrastraba mis maletas, cargadas de libros y
máquinas de escribir, hasta el umbral de este o aquel hotel, este o
aquel apartamento”. Era una rutina que asentó ya durante su etapa como
profesor en los Estados Unidos, a partir de los 32 años (en 1972),
cuando ya se había autoexiliado de la URSS. Cada invierno, tenía cinco
semanas de margen para dejar atrás las obligaciones lectivas y ese
lapso, a lo largo de dos décadas, lo aprovechó para ‘empadronarse’
puntualmente en Venecia.
El
frío atroz que le envolvía, con una humedad que calaba sin excepción en
todas las estancias en que se hospedaba, no lo arredraba. Con
resignación asumía además que la calefacción siempre terminaba fallando.
Era parte de la rutina veneciana, que, sin fuente de calor alguna,
acentuaba su rigor. “Como resultado, tú tiemblas y te vas a la cama con
los clacetines de lana puestos, porque aquí los radiadores mantienen sus
ciclos erráticos incluso en los hoteles. Sólo el alcohol puede aborber
el rayo polar que te atraviesa el cuerpo tan pronto pones el pie sobre
el suelo de mármol, con o sin zapatillas, con o sin zapatos”.
Muy
simpática es la pugna que mantiene con su compañera para evitar el lado
de la pared, que despide una gelidez polar. Echan a suerte a quién le
toca pasar la noche pegado al congelador. Ella pierde y procede a
afrontar el trance. “Se envolvió bien para pasar la noche -jersey de
lana rosa, bufanda, medias, calcetines largos- y después de contar uno,
due, tre!, saltó a la cama como si se tratara de un oscuro río. Para
ella, italiana, romana, con unas gotas de sangre griega en sus venas,
probablemente lo fuera”.
Pero
él quería el invierno. Así le valía. Venecia en verano le originaba un
desdén mayúsculo. Decía que jamás iría en fechas estivales. “Ni aunque
me apuntaran con una pistola”. Daba sus razones, que tienen su gracia
por la mala leche con que están cimentadas: “Tolero muy mal el calor, y
las fuertes emisiones de hidrocarburos y sobacos aún peor. Las hordas en
pantalón corto, especialmente cuando relinchan en alemán, también me
atacan los nervios, entre otras cosas por la inferioridad de su anatomía
-la de cualquiera- frente a la de las columnas, pilares y estatuas, o
por el efecto que su movilidad -y todo lo que la abastece de
combustible- proyecta en la estasis del mármol”.
Si
levantara su cabeza hoy, su estupefacción sería aun peor. ¿Qué pensaría
de la invasión desaforada que sufre la laguna? Menos mal que ya le
cortaron el paso a los grandes cruceros, que con sus gigantescas medidas
alteraban los equilibrios de un hábitat tan frágil, uno de los más
expuestos a los efectos del cambio climático. En Marca de agua,
publicado en 1992, el escritor estadounidense de origen ruso (y judío),
ya alertaba del desastre que se avecinaba sobre la ciudad, que a su
juicio era “una obra de arte, la mayor que ha producido nuestra
especie”.
Y
añadía: “No es posible devolver la vida a un cuadro, mucho menos a una
estatua. Se los deja en paz, se los protege de los vándalos, en cuyas
hordas tú mismo puedes encontrarte”. Una interpelación directa del Nobel
de 1997 que conviene tener muy presente, al igual que el magnífico
alegato contra el turismo masivo que despliega el escritor neerlandés
Iljan Leonard Pfeijffer en Gran hotel Europa (Acantilado), también con
Venecia como epicentro de su incisiva narración.
Brodsky
alternó romances y periodos muy solitarios en Venecia, en los que
apenas hacía vida social. Cuenta que era muy perezoso para organizarse
con protocolos como los de comprar entradas para un museo o para La
Fenice, y que por tanto pasaba el tiempo enclaustrado, leyendo y
escribiendo. Una situación que no difería tanto de sus delirios
románticos juveniles. En la colección de estampas que agavilló en Marca
de agua regala pasajes que ilustran bien el efecto que provoca en un ser
humano el síndrome de Stendhal.
De alguno de esos chispazos estéticos han nacido otras obras, como Gemella dell’aqua, composición de Luis de Pablo,
que se inspiró en una imagen recogida en el libro: los músicos de un
ensemble tocando en una iglesia sobre una tarima para salvar l’aqua alta
que anega el suelo. De ahí concluye Brodsky que la música es gemela del
agua. Por cierto, ya que estamos con la música, tiene su gracia cómo el
poeta dispara contra Wagner y Chaikovski, por los que sentía “alergia”.
Y ya que estamos con las alergias de Brodsky, consignamos otra de la que también da cuenta en Marca de agua. La lectura de los Cantos de Ezra Pound
le conduce a la siguiente reflexión: “Resultaba extraño, en alguien que
había vivido tanto tiempo en Italia, que no se hubiera dado cuenta de
que la belleza nunca puede ser un objetivo, de que es siempre un
subproducto de otra clase de empeño, a menudo de naturaleza muy
corriente”. Para tomar nota: poner demasiada intención consciente en el
empeño de construir algo bello es contraproducente.
El
caso es que a los arquitectos y constructores de Venecia sí parece que
persiguieron la sublimación de las formas. Y que la aspiración tuvo una
recompensa. Brodsky la describe con un vuelo metafísico que deja al
lector suspendido en el embeleso: “Es como si el espacio, más consciente
aquí que en ningún otro lugar de su inferioridad frente al tiempo, le
respondiera con la única propiedad que este no posee, con la belleza”.
En ella quiso fundirse Brodsky. Sus cenizas, tras morir en Nueva York,
fueron llevadas, por expreso deseo suyo, al cementerio veneciano de la
isla de San Michele, donde también yace Stravinski.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário