Pode-se apreciar neste romance os traços de Stendhal, Flaubert ou Balzac, mas Conad possui voz própria, poderosíssima, que situa o homem frente a uma fatalidade inelutável. Rafael Narbona para El Cultural:
Tras sobrevivir al cólera, la fiebre y un naufragio, Joseph Conrad inició su carrera literaria.
Las paradojas de la literatura determinaron que el genio de Shakespeare
hallara su mejor discípulo en un exiliado polaco, con una fonética
lamentable y una sintaxis afrancesada. El duelo, que se publicó por
entregas en 1907, surgió durante un periodo de enfermedad, que
contribuyó a fomentar los rasgos obsesivos de un relato impregnado por
una atmósfera neurótica y recurrente.
Fascinado por el bonapartismo, Conrad pretendió recrear
el espíritu de una época, donde la dignidad y la autoestima se
vinculaban con la capacidad de enfrentarse a la muerte. No hay libertad
sin esa tensión que determina la diferencia entre el amo, que pone en
juego su vida, y el esclavo, que acepta la servidumbre a cambio de
preservarla.
El
duelo asimila esta distinción hegeliana, reconociendo que el hombre con
valor para despreciar su vida es sin embargo incapaz de contribuir a la
marcha de la historia con ninguna realización concreta. En esta
ocasión, el amo es el bonapartismo que, tras un triunfo efímero, será
derrotado por el Antiguo Régimen, con más recursos para sobrevivir y
producir riqueza.
Inspirada
en hechos reales, la disputa entre Feraud y D'Hubert, oficiales del
regimiento de húsares de las tropas napoleónicas (catorce años de duelos
a florete, sable y pistola), surge del mismo fondo enfermizo que empuja
a Lord Jim a buscar la redención en una muerte innecesaria. Conrad nos
recuerda al inicio de la narración que Napoleón I
desaprobaba los duelos entre los oficiales de su ejército. Sin embargo,
sus campañas pueden interpretarse como "un duelo contra toda Europa".
Aparentemente,
Feraud es un espadachín pendenciero e irreflexivo y D'Hubert se limita a
defender su honor, pero en realidad lo que se dirime son dos
interpretaciones de la historia. La locura de Feraud es tan insensata
como la de Napoleón. Ambos ambicionan sustituir las condiciones
materiales de la historia por el impulso fáustico de una voluntad
individual. Por el contrario, D'Hubert representa la necesidad de
restituir el Antiguo Régimen, no para perpetuar las diferencias
sociales, sino para someter al individuo a la coerción legítima de la
ley. El drama de D'Hubert es que son las circunstancias y no su voluntad
lo que determina su acción.
Descendiente
de la pequeña nobleza rural diezmada por Nicolás I, Joseph Conrad
simpatiza con Feraud. Al igual que su rival, advierte cierta grandeza en
su mezcla de orgullo, fatalismo y tenacidad. Su ferocidad es virtud en
tiempo de guerra, pero al volver a la sociedad civilizada no es más que
un forajido, carne de horca.
Feraud
desafía a D'Hubert por una nadería. Su violencia es desproporcionada,
pero no irracional. Feraud es un inadaptado, un hombre predestinado al
fracaso. Su exasperación tiene un carácter profético, pues no hay futuro
para los partidarios del Emperador. El cesarismo y el furor heroico
serán tan efímeros como el terror revolucionario. El orden burgués exige
su inmolación. En cambio, D'Hubert conservará sus privilegios en la
Europa de la restauración, pero con la conciencia de haber traicionado a
su pasado.
D'Hubert
experimenta una ternura irracional hacia Feraud, a pesar de su absurdo
instinto homicida. Su relación recuerda la terrorífica amistad entre
Bruno y Guy, los atormentados protagonistas de Extraños en un tren, de Patricia Highsmith.
Esta vez, los sentimientos no proceden de dolorosas tramas familiares,
sino del estrato más profundo de la moral militar, que contempla la paz
como una desgracia. En cierta medida, D'Hubert se considera un impostor y
admira la vesania de Feraud, que vaga por la tierra como un espectro,
añorando un mundo iluminado por el fogonazo de los cañones y el ruido de
los sables.
Aunque
su carácter difiera, los dos húsares han consagrado sus vidas a "la
religión de la espada" y la existencia les parece desprovista de sentido
cuando ya no se encuentra amenazada. Tal vez, Feraud y D'Hubert son el
mismo hombre. Ambos han fracasado; los dos viven una vida que no aman.
El idilio entre D'Hubert y una insípida jovencita es mucho menos
convincente que la relación entre dos hombres incapaces de concebir su
vida sin el otro. En su disputa, se advierte cierto odio fratricida,
pero también un extraño amor. Aparentemente, Feraud desprecia a su rival
y D'Hubert solo desea finalizar un asunto que le persigue sin tregua.
Napoleón
es el vínculo que los mantiene unidos, la matriz que los alumbró y les
reservó un nicho en la historia. No es difícil identificar al Emperador
con el Padre que engendra y divide a sus hijos. D'Hubert niega al Padre;
Feraud nunca le cuestiona. Esa diferencia determina que D'Hubert
consiga una vida propia y Feraud permanezca solo, aunque en realidad la
nueva vida de D'Hubert solo es una farsa, un matrimonio de comedia.
Se puede apreciar en El duelo la huella de Stendhal (la epopeya del yo), Flaubert (el estudio de las emociones) o Balzac
(la crónica social), pero Conrad posee una voz propia, poderosísima,
que sitúa al hombre frente a una fatalidad ineluctable. "Ningún hombre
-escribe- tiene éxito en lo que emprende", pero ese hecho no justifica
el nihilismo.
Conrad
nunca se identificó con las ideas revolucionarias. El terrorismo
siempre le pareció una enfermedad de procedencia oriental y nunca
simpatizó con las ideologías, pues no creía en las respuestas
colectivas, sino en la ética individual. Sin patetismo ni excesos
retóricos, Conrad actualizó la figura del héroe clásico, que lucha
contra el destino, sin otra ilusión que preservar su fama. Feraud y
D'Hubert han forjado su identidad al servicio de una idea repudiada por
la historia. Después de Santa Elena no queda nada, salvo el recuerdo de
un insensato combate.
El
duelo nos plantea cuestiones esenciales: el tema del doble, la
compulsión de la repetición, el conflicto entre identidad y diferencia,
la concepción del autor como una máquina de producir verdad e impostura,
la solidaridad entre lo siniestro y lo sublime, la tensión entre el
mercado de la opinión y la nostalgia del estado natural, el no-ser que
marca el inicio de cualquier despliegue ontológico, la energía de lo
reprimido, la distinción entre revolución y rebelión.
Conrad
no simpatizaba con los revolucionarios, pero sí con los rebeldes y los
proscritos. Los padrinos de Feraud en el último duelo muestran la
decadencia del orgullo bonapartista: trajes mugrientos, rostros
endurecidos con un parche en el ojo o con el extremo de la nariz
amputado por congelación y, sobre todo, sin otro patrimonio que el
sentido del honor como único y postrero vínculo con la existencia.
D'Hubert vence a Feraud, pero se trata de una victoria ficticia. Ambos
han sido derrotados por la historia. El resto de sus vidas se consumirá
en un destierro tan miserable como el de su admirado Napoleón,
lentamente envenenado por una sociedad intolerante con los sueños
temerarios.
La
casi imperceptible ironía de Conrad escatima al lector la desolación de
un final falsamente feliz, donde la tragedia se disfraza de rutina
burguesa. A pesar de su apariencia decimonónica, El duelo pertenece a la
misma estirpe que las Memorias del subsuelo o Bartleby el escribiente,
donde la conciencia, desprendida de dioses y códigos morales, se aferra a
lo irracional y gratuito, declinando la posibilidad de la acción y sin
otra expectativa que el fracaso y la desesperanza. La pluma de Conrad,
bañada en la penumbra del último Romanticismo, nos escatima la luz, pero
no el asombro.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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