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A medicina científica do século XIX trouxe conhecimentos indispensáveis sobre os processos físicos e químicos do corpo humano. José Manuel Sánchez Ron para El Cultural:
De
entre las diversas disciplinas en que dividimos nuestro conocimiento,
la medicina es muy especial. Requiere de la ciencia y de la técnica,
pero sólo con ellas no cumpliría la función que le es propia, una
humanitaria unción que la sitúa en una posición privilegiada en nuestros
intereses y necesidades: la de cuidar de nuestra salud, previniendo
males posibles y tratando de curar los que ya se han manifestado. La
física y la química nos sirven para comprender el universo, sus
contenidos y leyes que lo rigen, la geología explica la composición y
dinámicas del planeta Tierra, y las diferentes ramas tecnológicas logran
que trascendamos las parcas posibilidades que permite el cuerpo humano.
Todo
esto es importante, hace que podamos considerarnos “pequeños dioses”
(no sin exageración pues hay mucho que no conocemos y mucho que,
seguramente, nunca conoceremos: por ejemplo, por qué existe el
Universo), pero la medicina, las ciencias biomédicas, nos resultan más
cercanas e importantes para nuestras necesidades cotidianas.
Desde
semejante perspectiva es posible entender algunos hechos concernientes a
la historia de la ciencia. Tal es el caso del Supercolisionador
Superconductor (SCS), el gigantesco acelerador de partículas que los
físicos de altas energías estadounidenses consideraban indispensable
para proseguir con el desarrollo de la estructura del denominado modelo
estándar, y que iba a estar formado por un túnel de 84 kilómetros de
longitud en cuyo interior miles de bobinas magnéticas superconductoras
guiarían dos haces de protones que, después de millones de vueltas,
alcanzarían una energía veinte veces más elevada que la conseguida en
los aceleradores existentes. El coste del proyecto, cuyo diseño empezó a
debatirse en 1983, se estimó inicialmente en 6.000 millones de dólares.
Después de una azarosa trayectoria, y con la excavación del túnel ya
realizada, el 19 de octubre de 1993 el Congreso de Estados Unidos
canceló el proyecto.
De haberse completado su construcción, el famoso bosón de Higgs muy probablemente se hubiese descubierto allí y no en 2012 en el LHC del CERN,
en Ginebra. Las principales razones que explican que no se continuara
con la construcción de ese gigantesco acelerador de partículas tienen
que ver con el final de la Guerra Fría –a la postre, como se está
comprobando, final temporal–, un enfrentamiento que exigía constantes
mejoras en las tecnologías de defensa y ataque, tecnologías nutridas en
buen medida por aquella física; y, por otro lado, con la irrupción en
escena de las ciencias biomédicas, un campo científico enormemente
fecundo y mucho más próximo a la ciudadanía, que estaban experimentando
un desarrollo extraordinario. Los grandes beneficiarios de semejante
cambio de paradigma en la política científica estadounidense fueron los
Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos.
Gran
parte de las reconstrucciones de la historia de la ciencia están
organizadas haciendo hincapié en desarrollos que tuvieron lugar en la
física, la química o la matemática: los Elementos de Euclides, la
Revolución Científica de los siglos XVI y XVII, la nueva química
introducida por Lavoisier, el electromagnetismo de Faraday y Maxwell, la evolución de las especies de Darwin, las teorías especial y general de la relatividad o la física cuántica constituyen hitos de esa historia que nunca se olvidan.
Menos
frecuente, sin embargo, es resaltar la medicina científica que alumbró
el siglo XIX, una medicina que aportó conocimientos indispensables sobre
los procesos físicos y químicos –de eso trata la fisiología, que
floreció entonces– del cuerpo humano, pero también avances que
combatieron el dolor y las infecciones como la anestesia, las técnicas
de asepsia (Lister), la teoría microbiana de la enfermedad (Pasteur y
Koch) y la vacunación moderna (Jenner, Pasteur). Desde esta perspectiva,
el siglo XIX representa un punto de ruptura con un pasado oscuro para
la salud. Una ruptura expuesta de manera magnífica en el libro de Ronald
Gerste, apropiadamente titulado Sanar el mundo. La edad dorada de la
medicina, 1840-1914 (Taurus, 2023).
La
medicina es ciencia, sí, pero como ya he señalado también precisa de la
técnica. Y esta se manifiesta en la medicina actual en instrumentos,
tal vez tan abundantes que resquebrajan uno de los aspectos más
necesarios de esta disciplina, la relación médico-enfermo. De uno de
esos instrumentos trata otro buen libro: El arte del bisturí
(Salamandra, 2022). El bisturí, la “otra mano” del cirujano.
Especialmente
quienes son ya más pasado que futuro tienden a veces a pensar que “el
ayer” fue mejor que el presente, creencia que sólo ellos pueden atesorar
porque únicamente ellos conocieron esos ayeres. Y sí, existieron
pasados que fueron mejores que el hoy, como los que atañen a la
contaminación de nuestro planeta, la biodiversidad y el clima, pero más
allá de estos apartados, el paso del tiempo suele mejorar muchas cosas.
Y
las posibilidades de sanar de la medicina es una de ellas. Aun así,
sabemos perfectamente que no es todopoderosa, que nos acechan
enfermedades de muy diversos tipos o senilidades incapacitantes. Y al
hilo de los dolores o desmembramientos emocionales o identitarios que
ello acarrea, llega la conciencia de nuestra finitud, consecuencia de la
más inevitable de las “enfermedades”, el envejecimiento, y su
conclusión, la muerte, de la que trata, en su dimensión más general, no
limitada a los humanos, otra obra, Todas las muertes (Crítica, 2023), de
Ricard Solé.
De
uno de los caminos por los que transita la enfermedad trata un nuevo
libro, Al final, asuntos de vida o muerte (Salamandra 2023), del
neurocirujano británico Henry Marsh. Antes de que un cáncer de próstata
le invadiera, él era el médico que en sus libros anteriores recordaba y
explicaba casos – ciertamente con gran empatía– con los que se había
enfrentado.
Hoy
es el paciente al que no se le puede engañar porque sabe. “Ahora
–escribe –, cuando pienso en cómo la incertidumbre sobre mi futuro y la
proximidad de la muerte me atormentaban, cómo daba bandazos entre la
esperanza y la desesperación, me asombra lo poco que reflexionaba sobre
el efecto que mis palabras producían en mis pacientes”. Sincero
reconocimiento, pero tardío, que me lleva de nuevo a recordar lo
necesario que es la relación médico-enfermo. Ya sé que el tiempo
apremia, que son muchos los pacientes a tratar, que hay muchas máquinas
en las que es fácil, y seguramente necesario, delegar, pero ¿puede una
máquina consolar?
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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