Carlos Manuel Álvarez comenta, no El País, as tuitadas da mulher do ditador cubano Díaz-Canel:
Lis Cuesta, la esposa del mandatario cubano Miguel Díaz-Canel,
ha recibido la misión de establecer en Twitter una suerte de propaganda
suave que permita no ya edulcorar la gestión presidencial de su marido
—ambos se encuentran ahí para ocultar algo más importante, quién manda
verdaderamente en el país—, sino aligerar con notas costumbristas el
peso demoledor de aquellas fuerzas represivas que aún sustentan los
restos agónicos del Estado castrista. Sin embargo, su escasa destreza en
el espacio público la ha convertido, tras varios lances desafortunados,
en una señora infumable que accede a la maldad a través de la torpeza.
La primera dama se fugó de algún cubículo burocrático de provincias
luego de segundas nupcias, pero, del modo en que parece dispuesta a
frivolizar la tragedia cotidiana de la gente, pudiera ser devuelta en un
santiamén a algún lugar todavía más inhóspito.
Tengo
la impresión de que la han enviado al matadero, el destino inevitable
de cada uno de los funcionarios exaltados que se tomaron en serio alguna
vez la tarea imposible de volver atractivo el ejercicio dictatorial,
cuando el atractivo inherente de las dictaduras es su propia cultura de
encierro, su cónclave depurado, por lo que termina devorando incluso a
quienes han decidido ponerla en marcha. Con el corazón dizque “en modo
estropajo” por los apagones a lo largo de la isla, Lis Cuesta se fue a
escuchar música a la clausura de los premios Cubadisco. Anuncia que le
duele algo que ella no sufre, y se consuela con algo que casi nadie
puede. Hay quien le ha recordado el final de Elena Ceaușescu, una letra que nadie quiere tener encima.
Sus
frecuentes burlas, presuntamente involuntarias, escapan del lenguaje
que manejan los regímenes militares, los Estados severos, que es la
sobriedad, la austeridad, el sacrificio, la preponderancia del valor.
Esa figura de control autoritario adquirió forma bajo el nombre de
Licurgo, padre fundador de Esparta, “el primero que compone un mundo que
excluye el mundo” cuando echa a rodar sus principios identitarios: no
escribir leyes, condenar el lujo. Castro hizo lo mismo en Cuba.
Su ley fue siempre oral. La palabra maltratada de sus interminables
discursos valía más que cualquier legajo constitucional; sentenciosa,
abrumadora y escolástica, su palabra no dibujaba ningún bien material,
la ganancia de ninguna riqueza.
Este
paralelismo sirve para obtener una conciencia más pulida del tipo de
poder que enfrentamos, su larga permanencia; proyectos que pernoctan en
el caldo burbujeante de la historia y de golpe vuelven a florecer. En
Las bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso señala que los modernos
encontramos en Tucídides señales que historiadores anteriores a nosotros
no podían prefigurar, justo porque desconocían la experiencia de
Stalin, y enseguida glosa un evento en que los lacedemonios
desaparecieron, sin dejar rastro, a 2.000 de sus ilotas o esclavos,
potenciales disidentes del férreo Estado espartano. “Sospechando de
ellos mandaron pregonar que los más valientes fuesen escogidos, y les
diesen esperanzas de libertad, queriendo conocer sus intenciones”, se
lee en Historia de la guerra del Peloponeso.
“El
largo recorrido del rey sagrado al Politburó se realizaba en un solo
gesto”, dice Calasso. En aquella tierra militarizada y funcionalista el
poder había pasado a los éforos, suerte de sacerdotes vigilantes,
guardianes en las sombras de la institución pública. “No era necesario
decapitar a los reyes. Seguirían en su puesto, pero vaciados de poder.
Si molestaban, sin embargo, podía ocurrir que los éforos decidieran
‘matarles sin proceso” Y más adelante: “A un lado un rey divino, que
sostiene con su cuerpo los atributos de la soberanía; al otro, seres
tendencialmente sin cara y sin nombre, omnividentes inquisidores: entre
ambos extremos corre toda la historia política. Es la historia de la
transformación del poder litúrgico en poder invisible”. Resulta difícil
encontrar unas líneas que definan con mayor celeridad y economía de
gestos el arco de los totalitarismos, entre ellos el cubano, por
supuesto.
Cualquiera
que haya entrevisto en alguna de sus múltiples formas a la virgen
aglutinante de la Seguridad del Estado, una deidad netamente pagana,
sabe que Díaz-Canel y su consorte ocupan justamente un puesto vaciado de
poder y que realmente gobiernan la isla los “seres tendencialmente sin
cara”, quizá no aquel que te interroga, pero sí otros que pertenecen a
su misma estirpe y juegan el mismo papel, a un tiempo fantasmagórico y
opresor. Quienes estudian las formas vigentes de la Administración castrista y
se limitan a reseñar y discutir sus estatutos escritos, sus acápites y
decretos formales, y obvian, aceptando su no existencia, las verdaderas
reglas fundamentales, las cláusulas omitidas, las desgarradoras normas
flotantes del orden policial, cometen una traición intelectual que les
garantiza cierta subsistencia cómplice. Aquel que dice que lo que no se
ve no sucede, en verdad le está pidiendo, a aquello que no se ve, que no
arrase con él, es decir, tiene más conciencia de la presencia de esa
virgen, de ese ojo siempre abierto, que ningún otro ciudadano, porque el
gran invento de los espartanos fue “conseguir que el terror fuera
percibido como normalidad”.
No
hay riesgo en aventurar que Díaz-Canel carece de voluntad o poder
político alguno, pero podemos, en cambio, ir un tanto más allá y decir
que, en algún punto, Fidel Castro
también. Cuando un tirano visita alguno de sus territorios, y ese
territorio ha sido expresamente engalanado para él, hay ahí el principio
de un escamoteo de lo real que luego va a adquirir connotaciones más
dramáticas. Enfermo, Castro dijo que el modelo cubano no funcionaba ni
siquiera para nosotros. Tenemos la opción, más plana, de pensar que se
trataba simplemente de una salida cínica o demagógica, pero de la misma
manera sospechar, y no habría contradicción alguna entre ambas
posibilidades, que a la máquina que Castro inventó ya no le importaba en
lo absoluto lo que su figura tutelar pensara. De hecho, el castrismo
aprendió a alimentarse del fracaso estrepitoso de casi cada una de las
empresas de su líder, desde la Zafra de los Diez Millones hasta la
Batalla de Ideas. Si triunfaba, Castro habría echado a perder aquel
prodigio, de ahí que en los años noventa, cuando empezó a sacar al país
de una severa crisis económica después de algunas medidas
liberalizadoras, tuvo que volver a sabotearlo de inmediato.
A
él tampoco le gustó el acercamiento con Obama, pero no tenía manera de
detenerlo, su obra le lanzaba un amargo adiós y lo dejaba en el andén,
decrépito. Raúl Castro, su hermano menor, pidió durante su mandato no
entorpecer el desarrollo de las pequeñas y medianas empresas privadas, o
que la prensa partidista ejerciera un papel más crítico. ¡Ay de quien
se tomara en serio aquellas palabras!, pues no había entendido aún qué
es lo que realmente mandaba en Cuba. Algunas desobediencias los tiranos
no la pueden castigar, porque quien desobedece en tales casos es la
tiranía, algo que es más fuerte aún que ellos.
Poco meses antes de la caída del Muro de Berlín,
Raúl dijo haber llorado frente al espejo del baño, mientras se
afeitaba, al darse cuenta de que el general Ochoa los había traicionado.
Esto es un eufemismo. Lloró al darse cuenta de que lo iban a fusilar, y
lo iban a fusilar los éforos, algo de lo que ni siquiera él podía
salvarlo. Nada de lo anterior supone una responsabilidad individual
menor para el tirano y sus secuaces, al contrario, son culpables de
incrustar en los hábitos ajenos un proyecto que los trasciende, una
sustancia viscosa que no se diluye con la muerte de ninguno de sus
artífices.
Los
espartanos descubrieron, y fijaron en el anaquel del tiempo, que “el
auténtico enemigo era la superabundacia que pertenece a la vida”. La
Seguridad del Estado, no ansía “la voracidad del poder. Suyo, y
únicamente suyo, es el placer de la policía, que es más sutil y
duradero: sentir la dependencia de la vida ajena del propio arbitrio,
pero permaneciendo en el anonimato. Parte de un cuerpo, de un equipo de
lobos”.
Ese
cuerpo ha tenido que emplearse a fondo, y a la vista de todos, en los
últimos años. Necesitan un gestor que les garantice el ocultamiento, y
los tuits de Lis Cuesta, en su candorosa imprudencia, forman parte de la
superabundancia, la recortan del batallón de funcionarios, le entregan
una distinción particular. Es, de golpe, la indolente, la tonta, la
cursi, la enajenada, la mareada, alguien que no entiende que le han
pedido que actúe, sí, solo que actúe como muerta. Su marido sigue
siendo, ejemplarmente, el anodino, pero si las fieras se la comen a
ella, también se lo van a comer a él.
BLOG ORLANDO TAMBOSI

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