Ao longo do século XX, exigiu-se dos escritores e intelectuais a tomada de posição diante do stalinismo, da revolução cubana e outros experimentos totalitários. Muitos pagaram com a vida ou o exílio. Gisela Kozak Rovero para Letras Libres:
Jean
Paul Sartre en Qué es la literatura conmina a los escritores en la
primera mitad del siglo XX a dar el gran paso final: escribir una
literatura proletaria. Irónico y demoledor con sus adversarios, Sartre
afirma que ya habían conseguido la libertad de expresión; la
deshonestidad intelectual del filósofo y escritor francés clamó a los
cielos. La persecución de intelectuales, artistas y escritores en el
campo socialista dejaba bien claro que la libertad de expresión no se
trataba de una conquista inamovible de las vituperadas democracias
liberales burguesas. El propio Sartre, dejada atrás su masoquista
relación con el estalinismo, apoyaría desde su prestigio internacional
la salida del futuro Nobel de Literatura, Josef Brodsky, de la Unión
Soviética, por dar un solo ejemplo.
La
modernidad exigía al hombre o mujer de letras una honestidad estética
improbable entre los escritores consentidos por la nomenclatura del
socialismo real del este de Europa, de China o de Cuba. Tal honestidad
produjo una literatura espléndida en su altura estética y miras morales.
Imposible comparar una novelita moralista y panfletaria como Así se
templó el acero, de Nicolai Ovstrovsky, de gran éxito en la Unión
Soviética, con la grandeza de Archipiélago Gulag, de Alexander
Solyenitzin, monumento a la escritura como fortaleza última de la
verdad; tampoco con una de las grandes novelas del siglo XX, Vida y
destino, de Vassili Grossman. La broma, del checo Milán Kundera, y la
increíble Una tumba para Boris Davidovich, del serbio Danilo Kiš, por no
hablar del albano Ismail Kadaré con El Palacio de Cristal, conforman un
contra-canon revolucionario que cuenta con páginas brillantes.
En
La polis literaria. El boom, la Revolución y otras polémicas de la
Guerra Fría, el cubano-mexicano Rafael Rojas describe el impacto de la
Revolución cubana en los escritores latinoamericanos de los años
sesenta. La toma de posición frente a este proceso político constituía
la piedra de toque de las definiciones exigidas a los escritores como
intelectuales, gente comprometida con su tiempo. La plana mayor de los
narradores y poetas de la época, desde Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y
Octavio Paz, pasando por Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, José
Donoso y Julio Cortázar, hasta llegar a los grandes nombres de la isla
–Severo Sarduy, José Lezama Lima, Cabrera Infante, Virgilio Piñera,
Alejo Carpentier– se vieron compelidos a pronunciarse. Recuerdo
perfectamente que, en los años ochenta, los estudiantes de Letras se
dividían por los debates de los escritores alrededor de la Revolución
cubana. La izquierda quería a Borges de su lado, pero lo odiaba porque
nunca lo logró; menos todavía perdonaba el cambio de bando de Mario
Vargas Llosa, a raíz de la vergonzosa historia de rapacidad política
revolucionaria alrededor del poeta Heberto Padilla.
Vale la pena detenerse en un texto en el que colaboró un escritor ya mencionado en esta serie de artículos, Mario Vargas Llosa. Se trata de Literatura en la revolución y revolución en la literatura,
una fascinante polémica entre el peruano, el colombiano Óscar Collazos y
Cortázar. El título del texto no pudo ser más preciso: la literatura
proletaria había pasado a mejor vida con las tristes historias que
habían sepultado al período estalinista dentro del sector más sensible
de las letras continentales. Para Cortázar, el pueblo revolucionario
merecía la mejor literatura posible, una literatura hecha ella misma del
ethos de la revolución, una literatura modernísima que, al interrogarse
a sí misma por el destino y hacer del lenguaje, elevase al proletariado
a su mejor nivel; escribir una literatura facilona y conservadora, al
estilo de la soviética, es una manera de rebajar al hombre nuevo. Vargas
Llosa defendió la irrenunciabilidad del escritor a sus demonios; pasara
lo que pasara en política, el escritor debía ser fiel a sí mismo. El
muy joven Collazos terció en la polémica con una apasionada defensa de
la fidelidad a la revolución, instancia éticamente superior que
supeditaba a sus fines la capacidad crítica del escritor. Nadie, por
mejor escritor que fuese y más honesto intelectualmente, podría señalar a
la revolución. Como decía el camarada Fidel Castro, dentro de
revolución todo, fuera de la revolución nada. A medio siglo de la
polémica Cortázar-Collazos-Vargas Llosa, sorprende el apasionado alegato
juvenil por el silencio, del que Collazos iba a abjurar posteriormente.
Es justo decir que el joven Collazos se hacía eco de una actitud que
marcó la relación entre literatura y socialismo, representada nada más y
nada menos que por el ya mencionado Jean Paul Sartre: todo sea por el
luminoso futuro de la clase obrera.
La
antes joven y amada Revolución cubana ya cuenta con sesenta años: Jesús
Díaz (fallecido), Zoé Valdés, Wendy Guerra, Ena Lucía Portella, Iván de
la Nuez, Amir Valle, Leonardo Padura, Odette Alonso, entre tantos
otros, han dado fe dentro y fuera de la isla de lo que ha sido su larga y
desgraciada historia. La Revolución sandinista y la bolivariana han
tenido una relación sumamente tensa con los escritores opositores,
aunque en Venezuela se prefirió echar abajo al mundo editorial que
tomarse la molestia de perseguirlo. Gioconda Belli y Sergio Ramírez,
antes comprometidos con el sandinismo en su primera etapa en los años
ochenta, se han vuelto sus críticos acérrimos; en el caso de mi país, la
migración y la publicación nacional de muy corto alcance han sido las
opciones.
China
y Corea del Norte conservan la vetusta tradición comunista de los
escritores en querella con el poder. Mao Zedong escribió poesía, pero
durante la Revolución cultural, en los años sesenta, buscó extirpar de
raíz los valores burgueses representados en la estética y en las ideas
occidentales. Su cruzada para llevar a China a la edad de piedra cesó
con su muerte y con la pérdida de influencia de su esposa y sus
secuaces; no así los afanes de la censura. En el siglo XXI, escritores
como Liou Xiaobo, Liao Yiwu y el Nobel de Literatura Gao Xingjian han
enfrentado las consecuencias de su escritura no complaciente; otro
premio Nobel de Literatura, Mo Yan, reconoció, cuando se encendieron las
polémicas alrededor de su galardón, la existencia de la censura en
China, menor que en los tiempos de Mao pero todavía en pie. Corea del
Norte sigue igual que siempre, tal como lo testimonia La acusación.
Cuentos prohibidos de Corea del Norte, texto que salió clandestinamente
de Corea del Norte hace unos años y cuyo autor lo firmó con el seudónimo
de Bandi.
El
riesgo asumido por este narrador nos retrotrae a los tiempos heroicos
de la literatura, los tiempos en que tantos escritores alrededor del
planeta arriesgaron sus vidas por sus ideales; la diferencia es que no
es lo mismo soñar con el futuro que revisar el cadáver de un pasado
considerado la redención de la humanidad. Con todo, siguen contándose
por millones y millones quienes creen que en el poder omnímodo del
Estado reside la magia contra todas las opresiones: vengo de un país que
se lo creyó hace un cuarto de siglo y está en la ruina. Nadie aprende
por cabeza ajena.
Gisela Kozak Rovero es escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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