Poucos autores mentem tão bem quanto o autor de "Casa Verde"e "A Guerra do Fim do Mundo". Rafael Narbona para El Cultural:
Mario Vargas Llosa
no es tan solo un narrador. También es un excelente crítico literario.
Sus ensayos sobre Tirant lo Blanch, García Márquez o Flaubert son piezas
que por sí solas justificarían su fama como escritor. El ruido que
generan sus opiniones políticas está provocando que algunos olviden su
condición de clásico vivo. Sucede algo similar con Javier Marías
o Arturo Pérez-Reverte, dos autores con una obra de extraordinario
mérito, pero cuya desinhibición a la hora de opinar les ha acarreado
muchas antipatías.
Se
acusa a Vargas Llosa de ser un reaccionario, pero yo creo que es más
correcto decir que es un liberal. No siente nostalgia por el pasado, ni
se opone a la eutanasia, el aborto o el matrimonio igualitario. No
comparto muchas de sus opiniones —especialmente su fe ciega en la bondad
del mercado, si bien tampoco creo en la bondad nada ciega del Estado,
un ogro escasamente filantrópico, por parodiar la famosa expresión de
Octavio Paz—, pero acusarle de reaccionario me parece injusto y falso.
En 1997, Vargas Llosa publicó
un breve y esclarecedor ensayo sobre cómo escribir una novela: Cartas a
un joven novelista. En vez de adoptar un tono profesoral, recurrió a un
ardid que sorteó eficazmente el riesgo del academicismo. Creó —es lo
que hacen los demiurgos, quiero decir, los escritores— a un joven
aspirante a novelista que le pedía consejo para iniciar su aventura como
autor de ficciones. Vargas Llosa dividió su ensayo en doce cartas, no
sé si por el alto valor simbólico de ese número, y con ese estilo
elegante y preciso que le caracteriza, comenzó a desgranar
orientaciones. Omitió la palabra consejo, quizás porque siempre ha sido
reacio al paternalismo, quizás por su respeto a la libertad individual.
Vargas
Llosa recomienda al joven novelista no pensar demasiado en el éxito,
pues su eclosión es algo imprevisible. A veces esquiva obscenamente al
que lo merece y se prodiga con el que apenas ha soñado con él. Lo
esencial para escribir no es la expectativa de lograr premios y honores,
sino considerar que no hay otra forma de vivir. La vocación literaria
no es una elección racional, sino una necesidad. Si es sincera, no puede
olvidarse o dejarse de lado. Siempre se experimentará como una urgencia
inaplazable.
La
rebeldía puede ser una de las motivaciones que impulsan a escribir,
pero la más común es la insatisfacción. Se escribe porque se piensa que
la vida tal como es resulta insuficiente y decepcionante. La ficción
permite ampliar la realidad y, a veces, cambiarla. Escribir multiplica
nuestras experiencias, abriendo la puerta de territorios inaccesibles.
Algunos celebrarán esa posibilidad como un auténtico regalo, pero no es
un don gratuito, sino algo que se obtiene a cambio de una exigente
servidumbre, casi una esclavitud.
La
vocación literaria no es un pasatiempo, sino una actividad excluyente:
"No se escribe para vivir, sino que se vive para escribir". Vargas Llosa sostiene
que no hay novelistas precoces, pero él lo fue. Con solo veintiséis
años publicó La ciudad y los perros, una novela magistral. Sin embargo,
no suele ser lo habitual.
El
novelista no elige sus temas. Su libertad es escasa. En realidad, son
los temas los que le eligen a él. Las novelas se nutren de lo vivido. Es
lo que sucedió con La ciudad y los perros, donde Vargas Llosa recreó
sus años como cadete en el Colegio Militar Leoncio Prado. Eso sí, la
literatura no es un simple testimonio. Los temas proceden de la
experiencia personal, pero deben reelaborarse literariamente, como hizo
Proust, que convirtió su vida, bastante banal y anodina, en un poderoso
fresco de su época. El novelista parte de algo real, pero lo que hace es
mentir. La literatura es una impostura, prestidigitación, ilusionismo.
Pero
en esa impostura se halla la verdad más profunda del autor, sus
demonios más íntimos. No hay temas malos o insulsos, pues lo fundamental
no es lo que se cuenta, sino cómo se hace. El tratamiento y no el tema
es lo que convierte un texto en literatura. La distinción entre fondo y
forma es artificial, pues lo que vuelve creíble y conmovedora una
historia es la manera en que se narra. Los grandes novelistas poseen un
gran poder de persuasión. Nos hacen creer que es posible levantarse de
la cama y descubrir que te has convertido en un gigantesco insecto.
El
éxito de una ficción se pone de manifiesto cuando el texto se emancipa
de su creador, adquiriendo autonomía propia. No hay un estilo canónico
para contar una historia. Lo único preceptivo es que el estilo transmita
coherencia interna y necesidad, como sucede con Joyce.
¿Se podría haber escrito el Ulises de otro modo? Sin duda, pero no
sería la obra genial que ha deslumbrado a generaciones de lectores.
¿Cómo saber cuándo se ha hallado la palabra justa? Imitando a Flaubert,
que leía en voz alta sus textos y no se quedaba conforme hasta que le
"sonaban bien".
Aunque
Vargas Llosa no lo dice, no está de más señalar que la literatura es
una actividad sensual. Las palabras se paladean, como si fueran notas.
El estilo correcto es incompatible con el discurso moralizante. Según Flaubert,
cuya autoridad invoca el escritor peruano una y otra vez, un novelista
debe narrar, absteniéndose de opinar. Es cierto, pero en algunos casos
las opiniones se funden con el texto sin arruinarlo, como sucede con
Juan Benet o Javier Marías. Victor Hugo nunca ahorró al lector sus
opiniones, pero era otra época. Flaubert, padre de la novela moderna,
acabó con ese modo de narrar, pero a veces reaparece y los resultados no
son necesariamente nefastos.
Un
novelista no debe tener miedo a los tiempos muertos. En una novela son
necesarios, pues añaden cohesión y continuidad. Las digresiones y la
introspección también son elementos que contribuyen a mejorar el texto.
Virginia Woolf no se preocupó tanto del mundo exterior como de su vida
interior. Sus novelas son un paisaje del alma. Nos muestran cómo somos
por dentro. Los hechos no son lo único que define a un ser humano. Sus
emociones son sumamente clarificadoras. Nos dicen que hay tras un rostro
ensimismado, una mirada retraída o un gesto de aparente indiferencia.
Se
adopte el registro que se adopte, el lector siempre tiene que olvidar
el artificio, sentir que contempla una realidad que ha suplantado al
mundo. Para lograrlo, el novelista debe saltar en el tiempo y el
espacio, pero si no lo hace de forma creíble, provocará sensación de
irrealidad. No solo es importante lo que se cuenta. Quizás es más
significativo lo que se calla. Una novela solo es un fragmento de una
historia mucho mayor, pero lo que se oculta, lo que no se dice, debe ser
omitido de la forma adecuada.
Según
Vargas Llosa, Hemingway es un maestro en esta cuestión. Así como en una
novela ciertas cosas se quedan en la sombra, otras destacan,
adquiriendo un protagonismo hiperbólico. Los objetos que se describen
minuciosamente actúan como guías, articulando lo narrado, tal como puede
hacerlo una diagonal en un lienzo. Además, esos objetos no se denotan
tan solo a sí mismos. En realidad, connotan el universo, la totalidad.
Las
novelas a veces recurren a los vasos comunicantes: dos historias que
fluyen simultáneamente, superponiéndose y complementándose. Flaubert
combina magistralmente una feria agrícola con una escena de seducción.
Vargas Llosa domina este procedimiento, que salpica muchas de sus
novelas. En Conversación en la Catedral, intercala la charla de Zavalita
y Ambrosio con acontecimientos del pasado. Lejos de fragmentar la
acción, introduce perspectivas complementarias que imprimen más densidad
en los personajes.
Vargas
Llosa finaliza su ensayo aconsejando —esta vez sí— al joven novelista
que olvide todo lo que le ha dicho y que empiece a escribir. Aunque es
un personaje imaginario, ese muchacho podría ser ese autor que en un
mañana no muy lejano revolucionará la novela, ideando nuevas técnicas.
El género narrativo no cesa de reinventarse y eso garantiza su
continuidad. El día en que las novelas repitan una y otra vez el mismo
modelo, sin innovar ni añadir nada diferente, habremos llegado a la fase
terminal de una invención genial. Afortunadamente, estamos lejos de ese
momento aciago.
De
hecho, Vargas Llosa ha comenzado una nueva novela con ochenta y seis
años. Sus reflexiones sobre el género son un ejercicio de sabiduría.
Lejos de formalismos y academicismos, nos aportan la visión de un autor
que ha vivido felizmente esclavizado por una impostura. Escribir novelas
es mentir y pocos autores mienten tan bien como el autor de La casa
verde y La guerra del fin del mundo, dos obras que nos ayudan a
comprender mejor al ser humano, un animal paradójico incapaz de vivir
sin ficciones.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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