A filosofia ocidental foi reduzida a uma culpa milenar que um processo de propaganda ideológica se dispõe a expiar. Andreu Jaume para The Objective:
Hace ya bastantes años, en el 2007, Rafael Sánchez Ferlosio y Fernando Savater sostuvieron
en las páginas de El País una estupenda discusión a cuenta de la
asignatura de «Educación para la Ciudadanía». Ferlosio reprochaba a
Savater que identificara instrucción con educación, puesto que, según
él, «el rostro inexpresivo del saber por el saber» era lo que debía
hacer nacer en el discente la opinión y la conducta que la educación, «a
la manera de una trofalaxia», querría meterle en la boca «ya masticadas
y bien ensalivadas». La educación estaría así impregnada de un
contenido ideológico que terminaría por menoscabar el conocimiento.
Savater contestó con un artículo muy agudo, titulado «Instruir
educando», en el que se reafirmaba en sus posiciones:
«En
principio, la instrucción –que describe y explica hechos– y la
educación, que pretende desarrollar capacidades y potenciar valores, son
formas de transmisión cultural distintas pero complementarias, es
decir, en modo alguno opuestas ni mutuamente excluyentes. Por poner un
ejemplo: dar cuenta objetiva de ciertos sucesos y procesos es
instructivo; verificar así lo valioso de la objetividad para el
conocimiento humano es educativo. Otro: constatar la reprobación casi
universal del asesinato dentro de las comunidades humanas es
instructivo; deducir de ello el notable valor de la vida del prójimo
(aunque no así, ay, el de los menos próximos) para los hombres resulta
educativo».
Llevaba
razón Savater cuando recordaba la evidencia de que toda instrucción
puede ir acompañada de una educación beneficiosa, lo que equivale a
reconocer que los universales éticos no son tales si no se razonan y se
ejemplifican debidamente. Basta recordar el espectro de aquella
«Educación para la Ciudadanía» impulsada por el Gobierno de Rodríguez
Zapatero y de vida tan efímera, para constatar la importancia de la
cuestión. En España sigue siendo muy difícil asumir la obviedad de que
la Constitución –y por tanto la monarquía parlamentaria– custodia la
modernidad en nuestra democracia, frente a las propuestas reaccionarias
de los nacionalismos que buscan mantener la naturaleza política de los
contenidos naturales que la Carta Magna aspira a diluir en el bien
común. Se trata de una verdad que, por mucho que se instruya, si no va
acompañada –como ocurre en nuestros colegios– de una explicación
educativa acerca de sus orígenes, sus motivaciones y sus objetivos,
acaba por no tener ningún efecto. De ahí que en nuestro país sigan
teniendo más prestigio los mitos folclóricos que los esfuerzos
legislativos que nos libraron por fin del fardo del Antiguo Régimen.
De
todos modos, en la severa distinción de Ferlosio anidaba un temor
comprensible. Si esa educación se intoxicaba de una determinada
propaganda ideológica podía convertirse en un arma de doble filo y
terminar por degenerar en un burdo adoctrinamiento. Al final de su
artículo, titulado «Educar e instruir», Ferlosio advertía que la
publicidad se había adueñado de todo en las modernas democracias: «Al
mercado pertenece, por lo demás, el que es hoy prácticamente único y
supremo educador: la publicidad en general y especialmente la de la
televisión. En todos los grupos de edad es la publicidad la que gobierna
las pautas y determina los criterios de la comparación social. Esta
comparación –hoy elevada al grado de obsesión– es la que dicta la
aceptación, la integración y hasta el prestigio social del individuo».
Cabría añadir que ha sido precisamente por falta de educación por lo que
la instrucción ha devenido en mero adoctrinamiento publicitario.
Estos días nos hemos enterado de que los nuevos libros de texto de la Ley Celaá
acusan a casi todos los filósofos occidentales, desde Platón hasta
Ortega, de machistas. Hay incluso en esos manuales ejercicios para que
los alumnos detecten «cuándo los filósofos piensan mal». La filosofía
occidental ha sido reducida así a una culpa milenaria que un proceso de
propaganda ideológica se dispone a expiar. La verdad es que ya va siendo
hora de que la filosofía desaparezca de una vez por todas de la
educación y pase urgentemente a la clandestinidad, donde poco a poco van
ingresando todas las disciplinas humanísticas. De acuerdo con esa
perspectiva de género, ahí no hay ni instrucción ni educación, sino tan
sólo un anuncio que ha hecho fortuna en nuestra época. Acusar a Platón
de machista es tanto como tacharlo de «binario», «antiecologista» o
«tránsfobo», desplazando un concepto hasta desvirtuarlo por completo.
Con la supuesta intención de despertar en el alumno la conciencia
crítica sobre la discriminación histórica entre sexos, la Ley Celaá
ampara la destrucción sin paliativos de toda la tradición de pensamiento
que ha permitido –empezando por Las leyes de Platón– discutir y
desafiar el papel de la mujer en la sociedad de cada momento. La
operación, si bien se mira, es de una perversidad escalofriante. El
señuelo de la emancipación ideológica –el fin del heteropatriarcado– es
utilizado para adiestrar al alumnado en nuevas consignas que vienen a
sustituir a los dogmas que la filosofía ha denunciado desde sus inicios.
Tanto el sueño de una instrucción incontaminada como la propuesta de
una transmisión del saber fundada en la ética quedan pulverizados. Y
todo ello en aras de formar a una juventud cada vez más sumisa y
obsecuente, aunque entretenida, eso sí, con el espectáculo de la falsa
independencia de juicio. Ferlosio habló de «trofalaxia», el mecanismo
por el cual los insectos eusociales, como las hormigas o las abejas, se
alimentan unos a otros boca a boca. Pues eso.
BLOG ORLANDO TAMBOSI

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