O filósofo espanhol reivindica, em "Identidade e Amizade", a importância da cultura grega para dotar de maior sentido o modo de vida atual. Manuel Barrios Casares para El Cultural:
No cabe ser más fiel discípulo. Emilió Lledó
(Sevilla, 1927), filósofo y helenista de relieve, miembro de la Real
Academia Española, Premio Nacional de Literatura, uno de nuestros
últimos grandes humanistas, no sólo ha seguido al insigne maestro de sus
años de formación universitaria en Alemania, Hans-Georg Gadamer, en la adopción de un paradigma hermenéutico para abordar los problemas de la comprensión humana.
También
parece haberlo imitado en su peripecia vital: tal como Gadamer, tres
décadas después de jubilado, continuaba dictando lecciones fundamentales
para el siglo XX, así el pensador español se ha consagrado como un
venerable maestro que, a sus 94 años, sigue en plena forma intelectual y
que en el último decenio nos ha brindado piezas ensayísticas tan
destacadas como Palabras en el tiempo, Elogio de la infelicidad o Fidelidad a Grecia.
Identidad
y amistad. Palabras para un mundo posible tiene el sabor de las cosas
que se han dejado madurar y se entregan depuradas de accesorios
innecesarios, para ir al centro palpitante de los asuntos. Lledó
practica la filología en su sentido etimológico más eminente: como amor a
la palabra, atendiendo a las formas en que el lógos se articula como
acceso a una dimensión de la existencia potencialmente liberadora. Quien
la entiende así, la liga a la filosofía, sin limitar su ejercicio al
plano de la erudición lingüística, sino cultivándola como una disciplina
humanística de amplio espectro, que apunta en última instancia a la
reivindicación de la dignidad humana.
En
esta ocasión, se trata de reivindicar la importancia del legado de la
cultura griega para dotar de mayor sentido y anclaje a un modo de vida
como el actual, que parece haberlos sustituido por formas devaluadas. Es
el caso de las nociones que titulan la obra: la amistad se entiende hoy
de manera estrecha, como mera simpatía o cercanía a los afines, cuando
no como simple connivencia de intereses. Y la identidad se esgrime como
argumento para diferenciarnos de otros.
Lledó
sugiere que este endurecimiento de las palabras las devuelve a una
condición previa a la esfera racional: como seres naturales nos sentimos
inmersos en una lucha egoísta por sobrevivir; pero el lenguaje nos
permite disponer de un segundo hábitat, más seguro, del que surge el
éthos, un modo de estar en el mundo que forja costumbres, cultura,
política, y nos sirve de protección al permitirnos comprender mejor la
realidad, razonarla y proponer proyectos de futuro compartidos.
Es
necesario, pues, volver al sentido más originario, rico y ambicioso que
tuvieron términos como democracia, justicia, solidaridad, o los ya
mentados amistad e identidad, para recobrar la senda de su mejor
posibilidad. Con tal propósito, Lledó nos conduce en la primera parte
del libro a través de un espléndido estudio de las múltiples
concreciones de la philía en el mundo clásico hasta remontarse a ese
episodio admirable de la Ilíada, en el que Príamo reclama el cadáver de
su hijo a su asesino, Aquiles, y entre ambos surge un sentimiento de
mutua piedad ante el dolor y la pérdida del otro.
A partir de este topos homérico —ya explorado por Juan Carlos Rodríguez en El desarme de la cultura—,
Lledó incide en la idea de que este reconocimiento de una condición
humana común es la base de la que nacen las primeras formas de
convivencia democrática en Grecia y se arbitran los espacios del diálogo
y la educación para frenar los apremios vitales más subjetivos. El
ejemplo de Platón, al que Lledó había dedicado ya trabajos
fundamentales, sirve aquí de referente principal.
En
la segunda parte se aplica idéntico tratamiento al concepto de
identidad, desvelando las insuficiencias del individualismo
contemporáneo mediante el análisis de los límites de la vieja autarquía y
fundando una rigurosa crítica a los nacionalismos excluyentes con la
remisión al fondo común de lo humano como genuino germen de toda
intimidad y mismidad de la persona.
Quizá
el tono socrático de esta insobornable fe en el poder de la educación
para vencer los males de nuestra época debería complementarse con una
mirada más sombría al fuste torcido de la humanidad, a aquello que no se
resuelve sin más con apelaciones a la decencia y a la virtud, pues
entraña la crítica de mecanismos ideológicos más insidiosos. Pero esto
empañaría la bella luz que emana de una mirada tan confiada en el ser
humano, y que nos recuerda hasta qué punto los griegos nos enseñan aún a
ser ciudadanos.
Estamos,
sin duda, ante la gran lección de un profundo conocedor de la cultura
griega, que con su penetrante mirada a los clásicos logra, en el
crepúsculo del presente, reflejarse él mismo como un clásico.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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