Putin não esconde seus valores: diante da "decadência do Ocidente", busca mostrar a Rússia como o último bastião de uma cultura ocidental imune a qualquer revolução liberal. Adrián Rocha para Letras Libres:
Los
mayores desafíos para las democracias liberales, desde sus orígenes,
han sido aquellos movimientos políticos que promueven ideas opuestas al
régimen liberal. Luego de la Segunda Guerra Mundial, y fundamentalmente
desde la disolución de la URSS, el compendio de valores liberales logró
calar hondo en una gran cantidad de países, que fueron incorporándose a
un conjunto de Estados en mayor o menor grado democráticos.
Este
proceso tuvo un capítulo particular en cada región del mundo, pero el
factor común era que toda transición tenía como telón de fondo el
contexto de la Guerra Fría. Ya fuera en el caso de las dictaduras
anticomunistas –como en América Latina–, o en el de los gobiernos que
comenzaban a dar sus primeros pasos en el abandono del autoritarismo
comunista –como en las exrepúblicas soviéticas y del Pacto de Varsovia–,
lo que había dado forma y contenido a esos modelos autoritarios era, de
un lado, la lucha contra el comunismo y, de otro, la lucha contra el
capitalismo y contra la OTAN.
Disuelta
la Unión Soviética y finalizados los regímenes burocrático-autoritarios
y dictatoriales, el desafío entonces radicó en el fortalecimiento de
esos organismos nacionales e internacionales creados para encauzar
articuladamente los conflictos sociales, políticos y militares mediante
arreglos institucionales que tuvieran capacidad suficiente para aplicar y
ejecutar los acuerdos. Pero para lograr este objetivo –que muchos
realistas consideraron idílico–, primero era necesario contar con
ciertos niveles de democratización interna en la mayor cantidad de
países del sistema internacional.
Este
desafío democrático quedó en buena medida aislado de los objetivos del
entramado institucional internacionalista, precisamente por un principio
caro a la naturaleza de los estados modernos: el principio de
soberanía, vector del orden internacional desde la Paz de Westfalia en
1648. Así, luego de las dos guerras mundiales, la no intervención de
fuerzas externas en asuntos domésticos abrió la discusión sobre la
paradoja de la soberanía: en qué medida un Estado que no es democrático a
nivel interno puede contribuir al objetivo de crear un orden
internacional precisamente democrático, abierto, en el que las
instituciones funcionen como espacios de regulación y solución de
conflictos y controversias.
Esta
paradoja también vale en un sentido inverso: muchos regímenes
autoritarios pueden preguntarse por qué deberían adaptar sus sistemas de
creencias a los de un orden global que pondera la calidad de las
democracias según procedimientos y valores autopercibidos como
“mejores”. Este conflicto está en la base de lo que sucede hoy. Rusia no
esconde sus valores. La recuperación revisionista que Putin ha
fomentado respecto del vínculo entre la iglesia ortodoxa, la geopolítica
imperial y el control interno da cuenta de una batería de valores
abiertamente antiliberales. La guerra de Putin no es solamente militar,
tiene un afán civilizatorio: ante “la decadencia de Occidente”, la Rusia
de Putin buscaba mostrarse como el último bastión de una cultura
occidental esterilizada de cualquier revolución liberal. Es por esto que
la ideología del mandatario sedujo a numerosos movimientos
sociopolíticos del siglo XXI, de izquierda a derecha.
La
Rusia de Putin ha demostrado ser, entonces, el mayor desafiante del
sistema de normas y valores creado por Occidente a partir de 1945 y
relativamente consolidado desde 1991. Se podría argüir que China también
constituye un desafío de naturaleza similar, e incluso de mayor
envergadura, por su creciente y sigiloso copamiento de organismos
internacionales y su enorme maquinaria tecnológica, en el marco de un
proyecto que también tiene aspiraciones civilizatorias. Sin embargo, en
el plano militar y diplomático China ha permanecido alejada –por ahora–
de conflictos que dañen su reputación y afecten su poder de negociación
en los diversos organismos en los que ha ido creando una robusta red de
influencias, aunque ya aparezcan suspicacias en torno de sus intenciones
hacia Taiwán. Baste recordar que la actual directora del FMI,
Kristalina Goergieva, está siendo investigada por las acusaciones de
haber favorecido a China en el informe Doing Business cuando dirigía el
Banco Mundial. Este dato, por nombrar uno de cierta relevancia, da
cuenta del poder chino en las estructuras de la democracia liberal.
Este
es un tipo de poder que Rusia no logró construir. Vladimir Putin ha
creado en torno a su figura un halo oscuro, típico de ciertos liderazgos
del siglo XX. Acusado de estar detrás de envenenamientos y asesinatos
de periodistas (Anna Politkóvskaya, en 2006, por nombrar un caso
conocido), miembros de los servicios de inteligencia rusos (Aleksandr
Litvinenko, también en 2006 y en suelo británico), opositores internos
(Boris Nemstov, en 2015), así como externos (Viktor Yuschenko, ex
presidente de Ucrania, envenenado en 2004, quien finalmente no murió),
Putin forjó un liderazgo característico de los regímenes que la
democracia liberal se había propuesto no solo dejar atrás, sino
fundamentalmente desarraigar dentro de sus sociedades. Para ello se
buscó fortalecer los sistemas de partidos, que funcionan como filtros
ante el ascenso de estos liderazgos.
En
ese sentido, el sistema político interno de Rusia explica mucho sobre
el surgimiento de Putin. En efecto, el presidente ruso es heredero de un
engranaje de poder consolidado por Yelstin, quien lo eligió sucesor, a
pesar de las profundas diferencias que hoy puedan encontrarse entre los
modelos económico, político y militar de cada uno de ellos. Lo que los
unirá siempre, no obstante, es el intento de una transformación radical
de la sociedad “desde arriba”, un prototipo del bonapartismo o del
cesarismo plebiscitario, reforzado por las estructuras clásicas del
poder ruso: los servicios de inteligencia y de seguridad, en los que
encarna el modelo de hombre que Putin procura restaurar en la sociedad
rusa: los siloviki, los hombres fuertes, de los que Putin es un
representante. La segunda guerra de Chechenia fue la prueba de fuego,
literalmente, que Putin debió afrontar para consagrarse como la nueva
promesa de un viejo anhelo: el de la restauración de una potencia que se
consideraba humillada.
LA RUSIA DE PUTIN, LA RAISON D’ÉTAT Y LOS POPULISTAS
El
modo de gobernar de Putin se inscribe en una tradición que no es ajena a
Occidente, pero que la axiología liberal de alguna manera ha buscado
contrarrestar, aunque siempre se tope con conflictos y problemáticas que
traen de nuevo los dilemas propios de esta. La tradición consiste en
destacar que cierta oscuridad a veces es necesaria en el proceder del
poder y en el sostenimiento del Estado: lo que dio en llamarse razón de
Estado, ejemplificada en la teoría por Maquiavelo (aunque iniciada antes
de él) y en la práctica por la figura del cardenal Richelieu, que
entiende el Estado como una entidad cuyo funcionamiento escapa al
derecho y está provista de leyes propias, no en sentido jurídico, sino
más bien geográfico, demográfico y tecnológico. De allí que la tan
demonizada geopolítica guíe el accionar de muchas potencias, ya que
renunciar a esta variable tiene severos costos.
El
avance de la democracia y de los procesos de modernización han obligado
a los liderazgos –desde Mitterrand hasta Angela Merkel– a conciliar y
balancear la razón de Estado con el desarrollo democrático. Quienes solo
reivindican y practican la noción clásica de lo político están
constreñidos a realizar lo impensado, incluso lo irracional, con el fin
de hacer valer esa dimensión ahistórica de la razón de Estado que los
sistemas liberales, fundados en el deber ser y en el espíritu dialógico,
han buscado sopesar y equilibrar, en el marco de una tensión que ha
sido constante y que jamás desaparecerá.
En
los últimos veinte años han aparecido movimientos populistas, a
izquierda y derecha, que procuraron recuperar esta tradición clásica,
pero en clave totalista –a decir de Antonio Elorza–, con el fin de
anteponer la voluntad política, cuando no el voluntarismo, a la
dimensión dialógica e intersubjetiva, ponderando las “razones
necesarias” de una causa por sobre los procedimientos democráticos. Por
ello, para sus propósitos, pretenden deliberada y estratégicamente
subordinar la libertad individual a la voluntad de la causa, que en
ocasiones puede adquirir el sesgo de una “razón de Estado”, que para
desarrollarse plenamente necesita de un liderazgo “sólido” de estructura
moralmente reaccionaria –de allí la búsqueda de causas nobles con
“sustento histórico” mediante la manipulación de la historia–, y por lo
tanto inevitablemente autoritario. En la mayoría de los populismos
occidentales, esta búsqueda se ha topado con el mismo sistema de valores
institucionalizado que les ha permitido, precisamente, erigirse en
contra de la democracia liberal, razón por la cual hay un grado de
debilitamiento de sus capacidades, que sin embargo no debe ser
sobrestimado.
Roger
Scruton, al distinguir el mal de lo malvado en su ensayo Sobre la
naturaleza humana, señala que “el genial hallazgo de Kant fue haberse
percatado de que nos vemos obligados, por las propias exigencias de
comunicación, a tratarnos entre nosotros no como meros organismos o
cosas, sino como personas que actúan libremente, son responsables y que
deber ser considerados como fines en sí”. Este punto del pensamiento de
Kant, que sin duda es uno de los principios fundantes de la democracia
liberal, es justamente el que la razón de Estado tiende a negar y poner
en tela de juicio. Por ello, la tensión constitutiva, fundacional y
perenne del Estado moderno debería ser un incentivo en la búsqueda del
equilibrio entre democracia y razón de Estado, pues en ese equilibrio
suelen gestarse el talento y la virtud de un buen líder de gobierno.
Vladimir
Putin es un gran ejemplo de un liderazgo que solo parte de la razón de
Estado, como tantos otros surgidos en el siglo XXI. Pero el caso del
presidente ruso es paradigmático. Su historia personal cobra mayor
importancia a la hora de comprender su modo de gobernar, ya que se ha
formado consistentemente bajo este concepto de razón de Estado que
alcanzó su máximo esplendor durante el siglo XX. Putin cree hacer esta
guerra en nombre de Rusia, de una civilización que pretende restaurar, y
en ese contexto imagina o fantasea su legado.
Es
por esto que muchos movimientos occidentales –desde algunos sectores de
derecha en Europa, vinculados con Rusia, hasta el kirchnerismo en
Argentina, pasando por el independentismo catalán, el chavismo en
Venezuela, la dictadura castrista ahora bajo el mando de Díaz-Canel en
Cuba o el régimen dictatorial de Ortega en Nicaragua– han encontrado en
Putin un prototipo seductor. Su impronta de ex KGB, aunada a su rechazo
de algunos aspectos del comunismo –sobre todo en materia económica–,
seducen a no pocos políticos y militantes que anhelan la recuperación de
una suerte de “posición alternativa”: un intento, otro más, en la larga
deriva de los movimientos antiliberales de separarse tanto del
capitalismo “neoliberal” –concepto gastado por las izquierdas y las
derechas tradicionalistas– como del fracaso comunista en materia
económica.
El
modelo al que muchos populistas aspiran es precisamente ese: el de un
líder autoritario con una oposición casi extinguida o solamente
funcional que permita simular ciertos grados de competitividad
electoral, mientras mantiene “a raya” a un conjunto de oligarcas que
deben invertir según un dirigismo que esta vez sí prioriza la
rentabilidad y el sistema capitalista (de allí su faceta
oligárquico-estatal), bajo el dominio de una administración púbica
robusta en la que los funcionarios también forman parte de esa
oligarquía.
¿EL FIN DE LA RUSIA DE PUTIN?
La
invasión de Rusia a Ucrania termina de confirmar que este modelo
autoritario de tintes totalitarios, basado en el miedo, solo puede
perdurar mientras el pequeño grupo que lo regenta no caiga en lo que
suelen caer los cabecillas de estos estados: en el intento de
perpetuarse en el poder, que con frecuencia desencadena reacciones
internas (pensemos en la Rumania de Nicolae Ceaușescu), y en la búsqueda
de extender su territorio a costa de los estados fronterizos, elemento
que tiene mayor probabilidad de ocurrir cuando se trata de una potencia.
En
el caso de Rusia, el primer objetivo supo cumplirse: Putin tenía –y de
alguna manera, todavía tiene– posibilidades de continuar su mandato
hasta 2036, porque la Duma Estatal así lo ha querido, mientras en el
camino los opositores reales a su gobierno han sido encarcelados,
envenenados o asesinados. Sin embargo, el segundo objetivo, que se
perfilaba ya desde su operación en los territorios de Abjasia y Osetia
del Sur, en Georgia, y que se plasmó íntegramente en 2014 en Crimea, ha
ido demasiado lejos: o bien Putin desoyó los informes de la inteligencia
militar y del FSB respecto de que la población rusoparlante no
necesariamente apoyaría una invasión, o el entusiasmo fue compartido y
entonces todo ha fallado en esta operación de la Rusia de Putin.
Hoy
en día, existen hipótesis de distinta naturaleza acerca del curso que
podría tomar Rusia (ya no “la Rusia de Putin”). Una de ellas considera
que no es improbable un golpe de Estado, que podría tener raíces en
grupos del ejército apoyados por el estado anímico de una sociedad que
supo apoyar a Putin, pero que hoy parece comenzar a susurrar su
descontento, preocupada por los efectos que ya están teniendo las
sanciones de Occidente en la economía rusa. Una sublevación popular o el
simple apagamiento paulatino de Putin son otras posibilidades que hacen
pensar en un escenario muy distinto para la posguerra.
Aun
así, Vladimir Putin parece haber descuidado o subestimado que la
fortaleza de su figura tenía un vicio de origen: el discutido rol del
miedo y del autoritarismo en el siglo XXI, elementos puestos en tela de
juicio hoy por la dinámica de las sociedades contemporáneas, que, a
partir de la revolución tecnológica y comunicacional, parecieran romper
drásticamente con los estándares tradicionales del fenómeno del poder.
Podría decirse, citando un fragmento de Stefan Zweig en El mundo de
ayer, que “se han destruido todos los puentes entre nuestro Hoy, nuestro
Ayer y nuestro Anteayer”.
No
es seguro que la guerra de Putin dé como resultado una nueva Rusia, más
abierta, más democrática. De momento, solo puede advertirse que Putin
no está en condiciones de restaurar su mundo de ayer, un mundo de
Estados con pretensiones autocráticas, en el que solo primen las razones
del poder.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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