BLOG ORLANDO TAMBOSI
Devemos reconhecer que temos tido tão poucos adversários tão agudos como o homem que, após anos de silêncio, acaba de falecer. Antonio García Santesmases para The Objective:
Ante la muerte de Joseph Ratzinger
son muchos los temas que suscitan la reflexión del mundo filosófico y
del mundo político. Pocos pontífices – por no decir que ninguno – trató
con tanto ahínco de debatir con el mundo laico para argumentar las
convicciones del creyente y enjuiciar las razones de ateos y agnósticos.
Ahí están sus debates con Jurgen Habermas y con Paolo flores de Arcais
para mostrarlo. El motivo por el que Ratzinger prestó tanta relevancia al debate con el mundo de la filosofía tiene que ver con su peripecia biográfica y con su diagnóstico de las carencias de la modernidad ilustrada.
Ratzinger
pertenece a una generación atravesada por la experiencia de la segunda
guerra mundial. Como Habermas o G.Grass, como H. Schmidt o J.B.Metz
viven un mundo de violencia, de crueldad, de destrucción que les
marcará para siempre. Pero no les marcará de la misma manera. Hay una
imagen que refleja muy bien la vivencia del joven Ratzinger cuando
vuelve a casa y escucha las campanas de la iglesia cerca del hogar
paterno. Aquella música refleja que, a pesar de todo, lo fundamental
persiste y la vida sigue teniendo sentido, como explica en su texto
autobiográfico MI VIDA; de ahí su vocación teológica sustentada en la
apuesta por establecer un puente entre la fe y la razón.
La
vida en la Alemania posterior a la segunda guerra mundial pasa por
distintos momentos. Durante los largos años de la administración
presidida por Adenauer el crecimiento económico y la reconstrucción
material marcan un imperativo de avance sin mirar hacia atrás, sin
hacerse cargo del pasado. Se impone un nuevo proyecto europeo tras la
reconciliación entre Francia y Alemania. Son los momentos en que se
transita desde el existencialismo hasta el neopositivismo, desde las
reflexiones sobre el mal, la muerte, la culpa, el sentido y el absurdo a
las filosofías tendentes a precisar un mundo conformado por la
racionalidad científica y los criterios de eficacia y utilidad.
No
cabe duda que hay debates sobre la racionalidad de la creencia como los
desarrollados por Bertrand Russell y F.Copleston o acerca del humanismo
ateo a partir de las obras de Sartre. Pero todos estos debates de los
años cuarenta y cincuenta están lejos de la preocupación de Ratzinger
centrado es afianzar sus conocimientos sobre el mundo bíblico y sobre la
historia de la Iglesia.
Todo
cambia a partir de la muerte de PioXII y de la convocatoria del
Concilio vaticano II. En ese momento con Juan XXIII se abre un debate
acerca de la aceptación de los valores del mundo liberal y democrático
por parte del mundo católico. Se abren las grandes expectativas y
aparecen las grandes divergencias.
Para
una parte del mundo católico se trata de establecer una apertura al
mundo de la democracia representativa pero se trata también de ir más
allá y buscar alianzas con los que critican el mundo del capitalismo
avanzado. Alianzas que pongan en cuestión el mundo consumista del Norte
Rico y la exclusión y la pobreza del Sur pobre. Son los momentos en que
emerge la teología política de J.B.Metz y la teología de la liberación
de Gustavo Gutierrez. Son los momentos de apertura al diálogo entre
cristianismo y marxismo. Son los momentos en los que las nuevas
generaciones del movimiento estudiantil ponen en cuestión la guerra de
Vietnam en Estados Unidos y se producen las grandes movilizaciones en
París, en Mexico y en Praga. Todo el mundo de la guerra fría es puesto
en cuestión.
Ratzinger,
que había vivido con esperanza la renovación conciliar, es de los que
empieza a percibir con extraordinaria preocupación los cambios que se
están produciendo. Comienza a surgir una reacción contra lo que
consideran excesos de la contestación del 68. Para algunos esos excesos
hay que corregirlos con una drástica reducción de las demandas
socioeconómicas so pena de caer en la ingobernabilidad. Son los que van a
liderar la respuesta neoliberal en lo económico y neoimperial. Son los
que van a secundar la posición de Reagan y Thatcher. Con ellos va a
sintonizar Karol Wojtila. Por decirlo con una frase que va a hacer
fortuna son los que piensan que 1989 debe ser el reverso de 1968. Y
creen que ha llegado el momento de señalar el camino del futuro.
Unos
se vanaglorian el triunfo del mercado sobre el Estado, de lo privado
sobre lo público y de la empresa sobre el sindicato. Son los
neoliberales. Otros apuestan por un siglo americano que muestre que
estamos asistiendo al fin de la historia y a la victoria de la
democracia liberal sobre el régimen comunista de los países del este.
Son los neoimperiales.
Para
los neoconservadores el asunto es más complejo porque su adversario es
el propio proyecto ilustrado. Para ellos no ha fallado un régimen
político concreto; la caída de los países del este significa visualizar
el fracaso del socialismo como proyecto emancipatorio, ya que a su
juicio el socialismo es un «error antropológico».
Ese
error sólo puede ser superado rescatando las raíces cristianas de
Europa. Esas raíces que el Papa polaco reivindica como fuente de una
identidad que ha permitido a su país resistir a los terribles
experimentos del nazismo y del estalinismo. Todo este clima posterior a
1.989 nos resulta enormemente actual cuando pensamos en lo ocurrido en
la Rusia de Yeltsin y de Putin o en la Hungría y la Polonia posteriores a
la caída del Pacto e Varsovia. ¿Ha sido el cristianismo el que ha
llenado el vacío de la caída del comunismo?; ¿ No estamos asistiendo a
la vuelta de un nacionalismo de Estado donde la religión juega un papel
mucho menos relevante de lo que Wojtyla soñó?
Ratzinger
no suscribe el optimismo sobre el renacer de la religión tras la caída
del comunismo. En sus textos- por ejemplo en el prólogo que redacta a la
nueva edición de su libro INTRODUCCION AL CRISTIANISMO– argumentará
que ante el comunismo había una batalla entre dos mesianismos, entre dos
proyectos que suscribían sendas perspectivas escatológicas. El vacío,
tras la caída del comunismo, incrementará los elementos de disolución y
de anomía, que caracterizan a sociedades que no encuentran un asidero ni
un fundamento sólido dado su pluralismo valorativo y su politeísmo
axiológico.
Las
intervenciones y los debates en los que participa entre el 89 del
siglo pasado y el 2.004 del presente siglo son de extraordinario
interés. En ellos aparece su afán por buscar un lugar a la religión en
el mundo del nuevo paganismo, donde a semejanza del mundo helenístico,
sufrimos una crisis polívoca. Es la época donde son muchos los autores
que hablan de modernidad líquida como Bauman, o de modernidad pendiente
como Habermas.
Quizás
de todos aquellos encuentros y debates el que adquirió más resonancia
fue el que tuvieron Habermas y Ratzinger. El gran teórico de la acción
comunicativa y de la modernidad ilustrada con el teólogo que buscaba
establecer un mundo donde cupiera realizar un encuentro entre fe y
razón. La música de Ratzinger sonaba bien para todos los que recordaban
los límites de la modernidad; sonaba también bien para los que veían la
diferencia entre el debate razón-religión dentro del occidente ilustrado
y el debate fuera de ese mundo cuando nos adentrabamos en el mundo de
otras religiones como el islam. El Ratzinger teólogo siempre señaló esa
diferencia y no llamó la atención; cuando dijo lo mismo como Papa se
produjo un conflicto virulento, lleno de imprecaciones y amenazas.
Dentro
del mundo de la democracia liberal tampoco era sencillo afrontar el
problema aunque no hubiera esa virulencia. Ratzinger señalaba en sus
textos que él naturalmente aceptaba los valores y los procedimientos de
la democracia liberal representativa pero que había una serie de temas,
de problemas, de realidades, que anidaban en el campo de lo prepolítico;
realidades como el aborto o la eutanasia o las distintas formas de
familia, sobre las que el legislador debía ser sumamente prudente ya que
afectaban a la naturaleza humana. Ese ámbito debía marcar un coto
vedado a los propios parlamentos. Toda aquel que se guiara bajo los
criterios de la recta razón debía aceptar ese límite.
Al
pasar de la música a la letra los debates se intensificaron, máxime
cuando con gran agudeza Ratzinger señalaba que parecía que la humanidad
había decidido abandonar el camino de la verdad y desentenderse de
cualquier pregunta por el fundamento. Acuñó incluso una expresión que
hizo fortuna: hemos llegado a una situación en la cual el que no se
manifiesta relativista parece alejado de toda racionalidad; parece como
sí el relativismo se impusiera como una nueva forma de dictadura del
sentido común y de lo políticamente correcto.
Era
un ataque en toda regla desde presupuestos conservadores a muchas de
las reivindicaciones del feminismo y de todos aquellos que habían
manifestado que lo personal era político. Ratzinger contestaba: es mucho
más que político, es algo prepolítico que todo el que opere con la
recta razón debe aceptar. Volvía el iusnaturalismo remozado y volvían
los debates acerca de si hablábamos de Derecho o de Moral y acerca de si
el hombre tiene naturaleza o tiene historia. ¿Existía ese coto vedado
sólo asequible a los iusnaturalistas frente a los legisladores
parlmentarios?
Se
produjeron grandes debates que todo filósofo político antes o después
tenía que atender y que remiten a una discusión que vuelve a aparecer
cada vez que los parlamentos tienen que regular acerca de temas que
afectan a las convicciones intimas de los ciudadanos.
Para
terminar recomendaría al lector interesado que reflexionara sobre un
texto de Ratzinger y lo comparara con otro texto de Hans Kelsen. Dice el
primero: « … el cristianismo tuvo que aparecer como intolerable ante
la amplia tolerancia de los politeísmos; el cristianismo no admitía la
relatividad de las imágenes, ni que estas fueran intercambiables, y con
ello perturbaba principalmente la utilidad política de las religiones
y ponía en peligro los fundamentos del Estado, ya que pretendía no ser
una religión entre las religiones, sino la victoria de la inteligencia
que ha triunfado sobre el mundo de las religiones» FE VERDAD Y
TOLERANCIA, p 149.
Frente
a esta pretensión repasemos en lo que había escrito Hans Kelsen al
hablar de absolutismo y relativismo: «… el que cree poseer el secreto
del bien absoluto quiere tener el derecho de imponer su opinión y su
voluntad a los demás que están equivocados…si se reconoce que los
valores relativos son los únicos accesibles al conocimiento y la
voluntad humana, sólo cabe justificar el imponer un orden asocial a los
individuos reticentes si este orden está de acuerdo con el mayor numero
de individuos posibles, es decir con la voluntad de la mayoría. Es
posible que sea la correcta la opinión de la minoría y no de la mayoría.
Debido a esta posibilidad que que lo que hoy es correcto mañana sea
equivocado, posibilidad que solo el relativismo filosófico admite, la
minoría debe tener la posibilidad e expresar libremente su opinión y
llega a ser mayoría… este es el verdadero significado del sistema
político que llamamos democracia, el cual se opone al absolutismo
político solo por su relativismo político» (H. Kelsen «Qué e justicia», p
124)
El
lector que conozca la obra de Ratzinger sabe que el teólogo fallecido
dio vueltas una y mil veces a estos textos de Kelsen y a otros de
teóricos del derecho y del Estado, quiso encontrar una respuesta al
relativismo y animó a sus huestes a ser una minoría cognitiva en una era
neopagana. Los que estamos más de acuerdo con Kelsen que con Ratzinger,
los que nos consideramos defensores de un pensamiento laico, y
suscribimos una posición agnóstica debemos reconocer que hemos tenido
pocos adversarios tan agudos como el hombre que tras años de silencio
acaba de fallecer.
Postado há 1 hour ago por Orlando Tambosi
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