Ambos os pensadores destacaram a importância da ética, que não produz conhecimento empírico, mas compreensão e transcendência. Rafael Narbona para El Cultural:
Cómo era la sombra de Sócrates? ¿Deforme y monstruosa, como aventuraría Nietzsche, según el cual el maestro de Platón
era un genio del resentimiento y tan poco agraciado que no podía ser
griego? Quizás no era una sombra particularmente armoniosa, como la de
Aquiles o Alcibíades, pero no ha cesado de crecer con los siglos,
convocando a todos los que no se resignan a transitar por el mundo sin
hacer preguntas, incluso cuando saben que no hay respuestas para disipar
ciertas perplejidades.
Sócrates
quizás fue el primero en buscar definiciones universales para la
virtud, el bien, la justicia, pero no llegó a conclusiones definitivas.
Solo apuntó que la virtud era conocimiento y que el mal brotaba de la
ignorancia. Los malvados no son criaturas maliciosas, sino hombres
equivocados, pues nadie que conozca el verdadero bien, puede obrar de
forma deliberadamente perversa. Enseguida surgieron las objeciones
contra este planteamiento. Aristóteles argumentó
que un borracho sabe que el vino le perjudica, pero sin embargo lo bebe
porque le proporciona placer. El mal no es un problema relacionado con
el saber, sino con la voluntad.
Aristóteles
no reparó en que la ebriedad puede llegar a ser considerada un bien
objetivo, una forma de experimentar sensaciones placenteras y evadirse
de los sinsabores. Es cierto que el alcohol puede dañar el hígado, pero
algunos opinan que ese estrago constituye un mal menor comparado con la
alegría, el júbilo y el frenesí derivados de una intoxicación etílica.
Algo similar podría decirse de conductas más lesivas, como la guerra. Para nuestra mentalidad representa una calamidad, pero para los griegos era una oportunidad de adquirir poder y gloria.
En
tiempos de Homero, la virtud se identificaba con la fuerza, la salud,
el poder, pero en la época de Sócrates el significado de los términos
morales había dejado de ser tan claro y consistente. Algunos especulaban
que la virtud no se correspondía con la fuerza, sino con el logos. Los
sofistas optaban por una perspectiva pragmática, asociando la virtud al
éxito y convirtiéndola, por tanto, en una técnica.
El
tábano de Atenas, el hombre más sabio porque –según la pitonisa del
tempo de Apolo en Delfos– era el único que sabía que no sabía nada,
utilizó la inducción y el silogismo para elaborar una definición del
bien, pero el razonamiento lógico, con todos sus recursos y ardides, no
le permitió alcanzar conclusiones firmes. Eso sí, afirmó que el sabio es
feliz incluso en la adversidad, pues la virtud es una recompensa en sí
misma. Fiel a esa idea, afrontó su injusta condena a muerte con gran
entereza y serenidad.
Humanamente,
Sócrates es una figura ejemplar, pero su incapacidad de definir el bien
deja a la ética suspendida en el vacío. Su teoría de que el mal nace de
la ignorancia solo subraya la urgencia de determinar en qué consiste la
virtud. Los grandes criminales de la historia, los artífices de las
carnicerías más espeluznantes, siempre opinaron que obraban movidos por
causas justas. Es el caso de Hitler y Stalin,
que recurrieron a las políticas de exterminio para implantar supuestos
paraísos. Los campos de extermino no son fruto del sadismo, sino de
aspiraciones utópicas.
Casi
dos mil quinientos años después, Ludwig Wittgenstein afrontó el mismo
problema que Sócrates había dejado sin resolver. Definir el bien
mediante una proposición con sentido le pareció una tarea imposible,
pues –como apuntó en su Diario filosófico (1914-1916)– "la ética no
trata del mundo". En todo caso, ha de ser "una condición del mundo, como
la lógica", pero lo cierto es que "no resulta expresable". La ética "es
trascendente". Está situada más allá de los hechos susceptibles de ser
descritos mediante proposiciones.
En
1930, Wittgenstein, que seguía especulando sobre la naturaleza de la
ética, impartió en inglés una breve conferencia sobre el tema en una
sociedad conocida como "The heretics". Nueve años antes, había publicado
el Tractatus Logico-Philosophicus, explicando a su editor que su obra
se dividía en dos partes, "la expuesta, más todo lo que no he escrito. Y
esa segunda parte, la no escrita, es realmente la importante". Al igual
que Kant cuando se preguntó en la Crítica de la Razón Pura (1781) qué
podemos saber, Wittgenstein se propuso en el Tractatus (1921) averiguar
"lo que puede ser dicho con sentido".
Ambos
filósofos coinciden en que la metafísica no es una ciencia. Después de
examinar los hechos, las imágenes y el lenguaje, Wittgenstein concluye
que las proposiciones filosóficas no revelan nada sobre el mundo, pues
la mayoría son absurdas y no se corresponden con ningún hecho. La
función principal de la filosofía es delimitar el ámbito de lo que puede
conocerse y expresarse. Eso no significa que lo que no puede decirse no
sea importante. De hecho, Wittgenstein investigará ese dominio que
escapa a la ciencia y el lenguaje, y en el que presumiblemente se halla
el sentido del mundo.
El
Tractatus finaliza con una frase tajante: "De lo que no se puede hablar
hay que callar". Para comprender esta frase hay que rescatar la
distinción kantiana entre conocer y pensar. Hay ciertas cosas que pueden
ser conocidas: las verdades matemáticas, los fenómenos físicos, los
hechos históricos. Otras solo podemos pensarlas: la existencia de Dios,
la libertad, el ser como totalidad, la inmortalidad. Así como Kant
pretende definir los límites del conocimiento para hacerle un sitio a la
fe racional, Wittgenstein intenta averiguar de qué se puede hablar para
de ese modo poder especular (pensar) sobre lo que no se puede explicar
mediante proposiciones, como la ética o la religión.
Los
positivistas lógicos celebraron las tesis del Tractatus,
interpretándolas como un argumento definitivo para organizar el sepelio
de la filosofía. Olvidaban que en la proposición 6.52 Wittgenstein
apuntaba: "Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones
científicas hayan recibido respuesta nuestros problemas vitales todavía
no se han rozado en lo más mínimo". Lo inexpresable no puede decirse,
pero sí mostrarse. "Es lo místico" (6.522). En su Diario filosófico,
Wittgenstein apunta que "considerado en sí mismo, el mundo no es bueno
ni malo". Las proposiciones de la ética valoran el mundo, pero lo cierto
es que en el mundo no hay valor alguno. El bien no es un hecho
contrastable.
En
la conferencia de 1930, Wittgenstein apuntaba que "ningún enunciado de
hecho puede nunca ser ni implicar un juicio de valor absoluto". Los
términos del lenguaje científico son recipientes que contienen y
transmiten "significado y sentido, significado y sentido natural […] La
ética, de ser algo, es sobrenatural". No porque venga de Dios, sino
porque no expresa hechos del mundo. Siempre apunta a un más allá
inverificable. Del mismo modo que una taza de té solo puede contener una
cantidad limitada de agua, el lenguaje no puede albergar lo que
trasciende lo empírico y contingente.
El
lenguaje hace referencia a lo que se puede comprobar universalmente.
Cualquiera puede apreciar que la línea es el trayecto más corto entre
dos puntos, pero jamás habrá un consenso universal sobre qué es el bien.
Pensar lo contrario es "una quimera". Las expresiones éticas y
religiosas se basan en símiles, no en significados precisos. Decimos que
algo es correcto, pero si prescindimos de ese calificativo y
describimos la situación a la que se refiere, no encontramos ningún
hecho. Los valores no son cosas del mundo. Ciertamente, "es una paradoja
que una experiencia, un hecho, parezca tener un valor sobrenatural".
Wittgenstein
concluye que la ética nunca podrá ser una ciencia, pues "no añade nada a
nuestro conocimiento". Eso no significa que deba ser menospreciada. "Es
un testimonio de una tendencia del espíritu humano que yo personalmente
no puedo sino respetar profundamente y que por nada del mundo
ridiculizaría". Sócrates y Wittgenstein coinciden en que es imposible
hallar una definición universal del bien. Por distintos motivos.
Sócrates porque no consigue afinar suficientemente el lenguaje,
disipando la ambigüedad que acompaña a los valores morales. Nadie desea
el mal en sí, pero ¿cómo establecer inequívocamente qué es el mal?
Wittgenstein excluye la posibilidad de una definición porque entiende
que el bien es un asunto ajeno al lenguaje. A pesar de su fracaso, los
dos destacan la importancia de la ética. La ética no aporta conocimiento
empírico, factual, pero sí comprensión y trascendencia. Aunque está
fuera del mundo, nos muestra el sentido del mundo.
¿Hay
alguna forma de definir el bien? Muchos pensadores lo han intentado.
Hume advirtió la impotencia de la razón y planteó que son los afectos y
no los argumentos los que nos hacen obrar éticamente. Kant objetó que
algunas personas no experimentan emociones que les impulsen hacia el
bien, pero eso no les excusa de hacer lo correcto. La ética debe basarse
en el deber, que obliga incondicionalmente, y no en la compasión,
inestable e imprevisible. El planteamiento de Kant se tambalea cuando
surge la necesidad de definir el deber.
Adolf
Eichmann, uno de los arquitectos de la Shoah, invocó el imperativo
categórico para justificar su obediencia a las órdenes recibidas de
exterminar a judíos, gitanos, homosexuales y otras minorías. Olvidó que
Kant había afirmado que el hombre siempre es un fin y nunca un medio, y
que un programa de exterminio no es susceptible de convertirse en una
ley universal, pero al margen de estas omisiones puso de manifiesto que
el deber es un concepto difuso y expuesto a interpretaciones
divergentes. ¿Hay alguna solución filosófica al problema del bien?
¿Podemos definirlo o no?
Creo
que Emmanuel Lévinas formuló una alternativa sumamente interesante. El
bien no es un objeto, sino algo que nos precede y "que viene a la idea"
cuando confrontamos nuestra mirada con la de un semejante y comprendemos
nuestra responsabilidad hacia él. Esa responsabilidad, que nos
convierte en "rehén del otro", no es algo aprendido, una convención,
sino la huella de algo indecible, sobrenatural e infinito. El bien, como
apunta Wittgenstein, se halla fuera del mundo, pero acude a nuestra
conciencia ante el espectáculo de un rostro herido. Se trata de un
enigma inexpresable. Sin embargo, es la experiencia más decisiva, la que
nos constituye como hombres, evidenciando nuestra excepcionalidad como
especie. Estamos en el mundo, pero lo que nos humaniza viene de fuera y
es un misterio que trasciende el lenguaje y la razón.
La
sombra de Sócrates quizás no era hermosa, pero sí fecunda. Wittgenstein
prolongó su esfuerzo por definir el bien y, en cierto sentido, preparó
respuestas como la de Lévinas, según el cual el sentido ético es un
signo de trascendencia. Se escapa a las definiciones, pero introduce en
el mundo la preocupación por el otro, el deseo de aplacar su hambre y
cubrir su desnudez, ese amor no concupiscente que se ofrece
gratuitamente, sin esperar reciprocidad y al que a veces llamamos
santidad.
BLOG ORLANDO TAMBOSI

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