BLOG ORLANDO TAMBOSI
Eleições atrás de eleições, na paisagem política da América Latina só cresce o deserto da polarização e do populismo. Carlos Granés para The Objective:
Todo empezó con proclamas románticas, sueños emancipadores y una enorme paradoja. Tal vez ni Bolívar
ni San Martín ni los otros libertadores imaginaron que ocurriría, pero
inevitablemente ocurrió. El anhelo de independencia se mezcló con
pasiones nacionalistas e intereses particularistas que terminaron
fragmentando lo que antes estaba unido. Esa gran comunidad política, la
América española, que por sus dimensiones y rasgos comunes –lengua,
religión e instituciones- estaba llamada a ser una gran potencia, quedó
convertida en un rompecabezas de pequeñas naciones aisladas, recelosas e
insignificantes. Desde entonces la nostalgia de unidad ha aflorado una y
otra vez; ha inspirado palabras rimbombantes, instituciones y
organismos, proyectos y utopías, encuentros y cumbres, que se elevan
sobre el vaho de las nobles intenciones mientras la realidad se
fragmenta cada vez más.
En 1905, por ejemplo, Rubén Darío publicó esos versos fervorosos y entusiastas que llamaban a la unión continental:
«Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos:
formen todos un solo haz de energía ecuménica.
Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas
muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo».
Era
la respuesta al trauma causado por la guerra hispano-estadounidense que
alejó a España del Caribe y sembró el terror al imperialismo yanqui. La
gran obsesión de los intelectuales latinoamericanos fue entonces
encontrar una fuente espiritual común, compartida por todos los latinos,
que frenara la invasión política y cultural de los sajones.
Surgía
un nuevo intento de acoplar lo que estaba disgregado, que se sumaba a
las infructuosas tentativas decimonónicas. Lo descorazonador es que 120
años después, ya en el siglo XXI, persisten el odio al yanqui y la
demagogia antiespañola, pero nadie cree en la posibilidad de una unión
continental. El paradigma preponderante es el opuesto: tiende a la
fragmentación, a la ruptura de la ciudadanía, al aislamiento y a la
polarización. Un poco como en todo Occidente, pero con grados de
autoritarismo mayores. Basta con abrir la lente y observar las
tendencias políticas de la región para comprobarlo.
En un extremo tenemos la pureza y unanimidad que demandan los regímenes más despóticos del continente, el de Ortega, el de Díaz Canel y el de Maduro,
en los que cualquier desviación de la línea oficial de pensamiento
justifica la persecución y el destierro. O se acepta con sumisión el
patrioterismo destemplado de tiranos de caricatura, o se traspasan
fronteras que convierten al opositor en traidor y enemigo. El pluralismo
y la participación política han sido desterrados, porque todo intento
de disputarle el poder a los reyezuelos que lo ostentan se considera un
desafío antipatriótico. Ya ni siquiera esgrimen ese mantra populista,
«el pueblo soy yo», porque han dado un paso hacia adelante. Ahora la
patria son ellos, y criticarlos es apuñalar el corazón de Nicaragua,
Cuba o Venezuela.
En
el extremo opuesto encontramos una opción muy distinta. Mientras las
dictaduras de la región eliminan del proyecto nacional al disidente,
otros países, como Bolivia y Chile, han tratado de solucionar los
problemas de exclusión -especialmente los referidos a las comunidades
indígenas- mediante un nuevo modelo de Estado que han dado en llamar
plurinacional. Bajo este sistema cada comunidad étnica se convierte en
una «nación ancestral», y sus sistemas legales, lo que denominan
«justicia indígena-originaria», adquieren blindaje constitucional. Con
este modelo de Estado el indígena gana un lugar prioritario en la
sociedad y el gobierno, pero la comunidad política se rompe. La
ciudadanía deja de ser una abstracción de sujetos libres e iguales, y se
convierte en algo muy concreto: se es ciudadano en tanto miembro de una
etnia, y será la identidad mapuche, quechua o aymara la que determine
el acceso a cargos de poder y a derechos específicos. Queriendo
reformularlas en términos progresistas, las nuevas Constituciones han
vuelto a legitimar un sistema de linajes y etnias puras, protegidas de
cualquier influencia que altere su idiosincrasia, y de paso, también,
han alejado el sueño de integración continental. Sembrando nuevas
fronteras, ponen en evidencia la dificultad, incluso la renuencia, que
hay en América Latina para fraguar ciudadanías modernas.
Ese
es el paisaje político que ofrece el continente, dos extremos: el de la
pureza nacional y el de la separación plurinacional, en medio de los
cuales crece el desierto de la polarización. Basta con ver lo que ocurre
cada vez que se convocan unas elecciones presidenciales. El viejo
escenario de los noventa, en el que un representante democrático tenía
que frenar la llegada del outsider populista, se ha transformado en otro
en el que dos formas de populismo acaban enfrentándose: una
nacional-popular-vernácula y otra nacional-patriarcal-occidentalizada.
En Chile, por ejemplo, en las elecciones pasadas concurrieron a la segunda vuelta un Gabriel Boric aupado por las revueltas violentas de 2019 y un candidato ultra, José Antonio Kast,
nostálgico de la dictadura de Pinochet y promotor de propuestas
decididamente antimigratorias, como abrir una zanja en la frontera
norte. El primero hablaba de refundar el país para reivindicar al pueblo
mapuche, mientras el segundo ganaba votos prometiendo acabar con la
violencia y las insurrecciones en la Araucanía. Por un lado teníamos un
proyecto plurinacional apoyado en el componente vernáculo de la
identidad chilena, y por otro una apuesta de mano dura, orden y
continuidad con un modelo económico abierto al mundo, lo que comúnmente
se llamaría «neoliberal».
En Perú el escenario fue casi el mismo. En la segunda vuelta electoral se vieron las caras Keiko Fujimori, la heredera política del dictador de los noventa, y Pedro Castillo,
un representante del campesinado andino, cuya vestimenta y retórica
reivindicaban a la población vernácula que nunca había gobernado el
país. Nuevamente se enfrentaban dos modelos antitéticos: uno de
reminiscencias autoritarias, defensor del modelo de apertura económica
que triunfó en las últimas décadas, occidentalizado y centralista, y
otro nacional popular, con un claro sello andinista, reivindicativo y
provincial. Todo parece indicar que en Brasil el duelo será entre Jair Bolsonaro,
que también reivindicó la larga dictadura militar brasileña, y Lula, el
expresidente que, a pesar de no haber gobernado como populista, fue un
entusiasta promotor del bloque nacional popular autoritario liderado por
Cuba y Venezuela.
En México es el propio Andrés Manuel López Obrador
el que está demostrando ser, al estilo de Perón, una hidra con dos
cabezas, ambas populistas. Una, la popular, lo llevó al poder con una
retórica redentora y antiestablishment, y la otra, la patriarcal, lo ha
enfrentado con el movimiento feminista y ha entablado una peligrosa
complicidad con el Ejército. AMLO es un populista con retórica de
izquierda y tics de derecha, que con una mano da subsidios directos a
los pobres y con la otra le da concesiones públicas a los militares: un
extraño pacto que le garantiza la devoción del pueblo y la fidelidad de
las élites castrenses.
La
última sorpresa la ha dado Colombia durante su reciente primera vuelta
presidencial. Un país que parecía anclado a cierta ortodoxia económica e
institucional, y que a pesar de las muchas amenazas que rondaban al
Estado de derecho -el narco, la guerrilla, los paramilitares- podía
hacer alarde de un funcionamiento democrático más refinado que el del
promedio regional, se enfrenta ahora a un panorama inusitado: el dilema
entre un populismo de izquierda y un populismo de derecha. Los
resultados del pasado 29 de mayo sepultaron la excepcionalidad
colombiana. Ya no se enfrentará la democracia liberal contra la
democracia populista, sino el proyecto nacional popular de Gustavo Petro
y el nacional patriarcal de Rodolfo Hernández. Y aunque el resultado de
la segunda ronda aún parece incierto, lo que sí puede decirse es que el
populismo ya ganó las elecciones en Colombia.
De
Hernández lo que sorprende es su orfandad de ideas. Como AMLO, ganó
visibilidad con eslóganes simples y efectistas en contra de la
corrupción y a favor de la austeridad, pero, a diferencia del mexicano,
no le ha importado mostrarse soez y violento, impulsivo y frentero, ni
en promocionarse con vídeos banales de TikTok. El escándalo y la risa,
la personalidad atrabiliaria y la promesa antiestablishment, el
reggaetón y la bofetada: Hernández parece ofrecer poco más que eso, lo
cual, siendo poco y malo, le da una ventaja sobre Petro. El inesperado
candidato no es rígido ni depende de un electorado fanatizado. Es un
enigma en el que cualquiera puede proyectar sus sueños o sus pesadillas.
El
caso con Petro es muy distinto. El candidato nacional popular lleva
toda la vida en política y tres elecciones tratando de llegar a la
presidencia. En comparación con Hernández es un político curtido, que
conoce a la perfección el funcionamiento del Estado y el país. El
problema enorme que arrastra Petro son sus votos grandilocuentes, la fe
inquebrantable en su misión histórica, un mesianismo poco disimulado y
la promesa de reestructuración total con la que moviliza a sus
seguidores. Cambiar la Historia: eso es lo que se ha propuesto. Una
linda quimera sobre la que ya Sánchez Ferlosio dio razones para
desconfiar. «El fascismo» –dijo- «consiste sobre todo en no limitarse a
hacer política y pretender hacer historia». Si alguien fantasea con una
redención total de un país, si se cree llamado a cambiar el curso de los
acontecimientos y a enmendar injusticias centenarias, ¿cómo se va a
detener ante lo que diga una ley o un juez? La Historia pasa por encima
de cualquier obstáculo, igual que la voluntad schopenhaueriana o el
impulso vital nietzscheano. Por eso quien cree ser la encarnación de un
pueblo o el motor de la Historia desprende un repulsivo tufo
autoritario. El presidente Nayib Bukele lo demuestra cada vez que ataca
los contrapesos democráticos que cuestionan su sueño futurista, ese
dudoso capricho millennial de convertir a El Salvador en el paraíso de
la criptomoneda. Fuerzas de la naturaleza, redentores y visionarios, a
nuestros caudillos no les gustan los frenos democráticos.
De
manera que así estamos. Hasta Costa Rica ha entrado en un curso
político ajeno a su tradición institucional, algo que ensombrece aún más
el panorama. Entre las tiranías, los colectivismos y los populismos, la
democracia liberal no encuentra un nicho donde robustecerse ni una
estrategia con la cual defender sus ideas. Son tiempos salvajes, de
oposición radical y fragmentación social. La unidad se ha vuelto una
ilusión y los consensos, milagros. Ni Nuestroamericanismo, ni unidad, ni
qué demonios; cada quien se atrinchera en su tribu identitaria a
observar cómo el resto del mundo cruje entre las llamas. Si desde los
noventa, con el fin del ciclo guerrillero y la caída del muro de Berlín,
se había iniciado un ciclo democrático, hoy el continente va en picada.
Cada país es un polvorín roto y enemistado, y la unidad
latinoamericana, una vez más, una utopía destartalada.

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