Laureano Castro N, Miguel A. Toro e Miguel A. Castro N. resenham, para a Revista de Libros, o livro "Los peligros de la moralidad", do psiquiatra Pablo Malo Ocejo, lançado na Espanha no ao passado pela Deusto:
Hace
más de medio siglo, el filósofo José Luis López Aranguren se lamentaba
de la desmoralización que invadía la sociedad española como resultado de
la neutralización política de una ciudadanía, cómplice con el poder,
que sólo aspira al aumento de los ingresos y del bienestar1. En
conversación con Javier Muguerza2, Aranguren insistía: «En una época de
crisis como la nuestra, los contenidos de la moral pueden tornarse
cuestionables, pero lo que nada ni nadie nos puede arrebatar, si no
queremos dejárnosla arrebatar, es la actitud moral».
Una
afirmación de esta naturaleza, referida tanto al intelectual como al
ciudadano de a pie, puede parecer intemporal y plenamente justificada.
No son infrecuentes las llamadas a un rearme moral de la sociedad, ni
resulta extraña la apelación a la justicia y el bien como motivación
última de la acción política. ¿Qué otra cosa mejor podríamos pedir a la
ciudadanía y a la clase política que mantener vivo su compromiso moral?
¿No es, acaso, este compromiso un bien en sí mismo?
Sin
embargo, ciertos fenómenos políticos y sociales ocurridos estos últimos
años como consecuencia del avance de los populismos, las guerras
culturales, la caza de brujas, el terrorismo de motivación religiosa o
los nacionalismos agresivos han devuelto protagonismo a un viejo
problema filosófico: la compleja relación entre moralidad, legitimidad y
legalidad, o dicho de otro modo, al papel que las creencias morales
deben tener en el ámbito de la actividad política e institucional,
especialmente en las sociedades democráticas. Y es que hay buenas
razones para pensar que el desiderátum del viejo filósofo español puede
llegar a constituir un grave problema para las sociedades democráticas y
que lo más sensato sería alejar la moral de la vida política y la
convivencia social. ¿Por qué?
El
psiquiatra español Pablo Malo ha publicado recientemente (Deusto, 2021)
un ensayo que lleva por título Los peligros de la moralidad. En esta
obra, el doctor Malo, psiquiatra en ejercicio en el Servicio de Salud
del País Vasco-Osakidetza, analiza el carácter ambivalente y
problemático de nuestra mente moral y diagnostica una peligrosa
hipermoralización que exacerba los extremismos, polariza las diferencias
políticas y culturales y contamina las luchas identitarias con el tono
épico y agónico de la pugna entre el bien y el mal. El libro pone el
foco con valentía en un campo de análisis polémico de gran interés y
actualidad, sintetizando una abundante e interesante bibliografía sobre
el tema.
El
primer paso para manejar los efectos perversos de una visión moralista y
moralizante de la vida social y política pasa por adquirir una buena
comprensión de la moralidad. Y ello solo es posible, en opinión del
autor, situando la moral en el marco de una visión naturalista,
inspirada en la psicología evolucionista, lejos de las convenciones
filosóficas o religiosas y de todo dogmatismo. En particular, hay una
idea que debe ser abandonada urgentemente: no existen ni el bien ni el
mal puros y, en consecuencia, no existen personas ni actos puramente
buenos o malos. No hay mayor ni más urgente reto que explicar cómo
ciertas personas cuyos valores consideramos moralmente buenos pueden
llegar a cometer actos que nos parecen atroces, sin que ello sea
percibido como una contradicción moral, como ocurre en la intimidad
moral de la mente del terrorista o del votante radical de ciertas
ideologías extremas. El autor del libro conoce de primera mano los
paradójicos efectos que el terrorismo nacionalista de ETA causó en la
sociedad vasca y sus contradicciones morales.
Atentado de ETA en la T4, en 2006.
En
los primeros cuatro capítulos del libro, el autor define ese marco
conceptual evolucionista con el que intenta dar cuenta del significado
de la moralidad. Una vez desplegadas estas herramientas conceptuales,
Malo procede a hacer una interpretación de ciertos fenómenos políticos y
sociales que, como ya dijimos, resultan del mayor interés para la vida
democrática. Así, en el capítulo cinco, el autor trata sobre la
indignación moral y de un nuevo vehículo para expresarla, las redes
sociales, convertidas en unos particulares tribunales de justicia
popular. El capítulo seis aborda el fenómeno de la hipermoralización que
impregna de significación moral -con lo que ello comporta- muchos
fenómenos antaño carentes de ella. En el capítulo siete, el autor repasa
los problemas que la moralidad supone en dos aspectos fundamentales.
Por una parte, el peligro de llevarnos a la violencia moralista, la
violencia más frecuente, grave y masiva a lo largo de la historia. Por
otra, el peligro que la moralidad encierra para el buen funcionamiento
de dos instituciones básicas de nuestras sociedades: la democracia y la
ciencia. El libro se cierra con un capítulo final de conclusiones y
perspectivas de futuro.
No
podemos abordar todos y cada uno de los asuntos tratados en el texto,
por lo que comentaremos solo aquellos que nos parecen más relevantes, al
tiempo que emplazamos al lector a completar la lectura de una obra sin
duda muy recomendable.
Un marco naturalista para entender la mente moral
La
moralidad consiste, según el autor, en la capacidad singular de los
seres humanos de distinguir el bien del mal. La mente moral no se
encuentra comprometida a priori con un contenido moral concreto (tal
cosa es buena o mala), algo que depende de las condiciones culturales
que alimentan el aprendizaje individual y, en consecuencia, varía en el
espacio y en el tiempo. Sin embargo, sí existen ciertas disposiciones
morales que configuran la gramática profunda de nuestra mente moral y
son decisivas en su análisis. En opinión del doctor Malo, la psicología
evolucionista nos provee de un marco conceptual iluminador capaz de
esclarecer estas paradojas, aunque no las haga desaparecer. De acuerdo
con este marco conceptual, la moralidad se presenta antes que nada como
una adaptación biológica surgida en nuestra especie por selección
natural. Como toda adaptación, sirve al interés reproductivo del
individuo. No debemos olvidar su origen, si queremos evitar falsas
suposiciones acerca de sus contenidos o de su naturaleza. La moral es
contingente, como cualquier otro producto evolutivo. Nada hay necesario
en ella.
Siguiendo
las directrices elaboradas en las últimas décadas por biólogos y
psicólogos evolucionistas, Malo estima que la evolución de la mente
moral está ligada al desarrollo de ciertas presiones de selección en
favor del altruismo y la cooperación. Ese proceso evolutivo ha tenido
tres grandes hitos: la conducta altruista, explicada como resultado del
esfuerzo por salvaguardar el acervo genético compartido entre parientes
consanguíneos (selección de parientes); la cooperación directa para
beneficio mutuo, que permite la cooperación entre individuos en
contextos de interacciones repetidas en grupos pequeños, de manera que
el dilema entre cooperar o dejar de hacerlo se mantiene en equilibrio
gracias a que de cada individuo puede castigar al compañero egoísta
negándole la ayuda en la siguiente interacción; y la reciprocidad
indirecta, que es aquella en la que la recompensa o pago por un favor
que realiza un individuo le será devuelto por parte de una tercera
persona o de la sociedad en su conjunto. Esta última modalidad ha
permitido crear sociedades cohesionadas formadas por grandes grupos de
individuos que no solo no están emparentados genéticamente, sino que ni
siquiera se conocen.
El
éxito de la cooperación para beneficio mutuo y de la reciprocidad
indirecta se ha producido, como recuerda el autor, gracias a ciertos
mecanismos inscritos en lo más profundo de la mente moral de todo ser
humano. El prestigio y la reputación, de una parte, y el castigo y el
ostracismo, de otra, son las herramientas niveladoras que permiten
contener, dentro de un orden, la proliferación de conductas egoístas. La
pérdida de la reputación por haber cometido un acto inmoral o haber
denegado ayuda cuando existía un compromiso es algo muy grave que puede
llevar al suicidio o al homicidio. El rechazo y la condena social tienen
un terrible impacto psicológico en el ser humano; la condena al
ostracismo es una especie de muerte social y la ruptura del sentido de
conexión y pertenencia es uno de los factores de riesgo ampliamente
aceptados para el suicidio.
Protestas por la muerte de George Floyd, 2020.
Para
conseguir este difícil equilibrio evolutivo fue necesaria la
circulación abundante de información sobre la calidad y fiabilidad
morales de las personas mediante el cotilleo y la cháchara, que tanto
hacen disfrutar al ser humano. Esa información, que construye o destruye
la reputación y el prestigio del potencial cooperante, resultó y
resulta determinante en las interacciones sociales para el éxito o el
fracaso de los intereses y alianzas de los individuos. Pero nuestra
mente moral, además, se consolidó ligada a un sesgo fuertemente tribal
marcado por la decisiva oposición entre un «nosotros» y un «ellos».
Nuestra psicología tribal nos permite identificarnos y coordinarnos con
los miembros de nuestro grupo, facilitando la satisfacción de nuestras
necesidades. Tendemos a preferir y a favorecer a los miembros de nuestro
grupo frente a los miembros de otros grupos.
Los
miembros del mismo grupo poseen normas de conducta similares que
facilitan el éxito de la cooperación. Además, están sujetos a que su
comportamiento puede afectar a su reputación y ser objeto de castigo. La
cooperación, cuando no se posee información de primera mano sobre los
individuos con los que se interacciona, necesita la identificación de
los miembros en los que se puede confiar, es decir, los del endogrupo.
Esta identificación quedó en manos de un conjunto de signos o marcadores
de pertenencia muy variados: ropa, pintura, tatuajes, lengua, rasgos
físicos, costumbres alimenticias, prácticas rituales, etc.
Otros
marcadores menos evidentes, pero no menos importantes, en opinión de
ciertos psicólogos evolucionistas como John Tooby, son las creencias o
la ideología. Las ideas y creencias no son sólo una cuestión personal,
nos abren las puertas de la pertenencia al grupo y señalan también esa
identidad hacia el exterior. Malo se adhiere a esta interpretación, pues
permite dar sentido al asombroso, diverso y exuberante mundo de las
creencias y prácticas culturales, incluso a las más absurdas y
arbitrarias. La comunicación de verdades funcionales, de verdades
neutras, de hechos claros y comprobados puede no servir como señal
diferencial. Por el contrario, unas creencias exageradas, inusuales, por
ejemplo, creencias sobrenaturales o altamente improbables (alarmismos,
conspiraciones y muchas otras creencias que circulan para estupor de
muchos) no se mantendrían si no es como expresión de una identidad.
Sea
esta u otra la explicación correcta, el tribalismo característicamente
humano ha impuesto severos límites a la interacción con los otros y a su
evaluación moral. Por ejemplo, la división Ellos/Nosotros limita el
alcance de la tan traída empatía, que muestra grandes limitaciones para
atravesar las barreras de nuestro círculo social, exige lealtades
inquebrantables, impone el dominio de la lealtad por encima de la
honestidad y moviliza todo tipo de coaliciones que tienen la función de
ampliar el poder de los individuos ofreciéndoles más poder frente a los
otros. Este es un hecho de extraordinaria importancia: los límites de
nuestras normas morales llegan hasta los límites de nuestro grupo, es
decir, no aplicamos las mismas normas morales a los miembros de nuestro
grupo que a los individuos que no pertenecen a nuestro grupo.
La mente moral en el mundo moderno
Moralización
La
historia de occidente durante los dos últimos siglos puede
interpretarse, al menos parcialmente, como un proceso de secularización y
amoralización, legado de la Ilustración. La amoralización sería el
proceso por el que ciertos objetos o conductas salen del campo de la
moral. Por ejemplo, durante el último medio siglo hemos presenciado cómo
ciertas conductas como la masturbación, el sexo prematrimonial o las
relaciones homosexuales se liberaban de su significación moral negativa
-al menos parcialmente y no en todas partes por igual-. Este fenómeno ha
traído indudables avances para la convivencia en sociedades cada vez
más plurales, una tendencia que parece frenarse en los últimos tiempos.
La
moralización, por el contrario, es el proceso por el que una actividad
que previamente se consideraba fuera del campo moral entra dentro de él.
No se conocen bien los factores que desatan este proceso, pero así ha
ocurrido en las últimas décadas con el consumo de carne -criticado desde
posiciones conservacionistas-, con el consumo de tabaco -cuestionado
por su impacto sobre la salud individual y colectiva- o con el cuidado
de los animales -desde posiciones animalistas-. Y, más recientemente,
durante la pandemia, en el enfrentamiento con los denominados
antivacunas. En el ámbito político, por su parte, la pugna entre
partidos también ha rebasado los límites de los programas políticos y
las medidas económicas, para adentrarse en el ámbito de la moral, hasta
convertir a los grupos políticos en tribus morales enfrentadas que ven
al oponente como un Otro inferior y que incentivan relaciones de
exclusión que rompen amistades y familias.
En
todo caso, la cuestión de fondo es que, cuando algo entra en el campo
moral, se convierte en un debe y pone en alerta a los individuos frente a
la conducta de los otros. Si algo tiene carácter moral, se puede y se
debe recriminar, no basta solo con disentir, y reclama una regulación
social promoviendo un movimiento general de las instituciones y de los
medios de comunicación en esa dirección, para garantizar ese «deber
ser». La moralización desata entonces los resortes de la mente moral,
excitando las reacciones emocionales, los tribalismos y los dogmatismos
que dificultan cualquier negociación entre partes. Incluso la violencia
puede ser contemplada como medio legítimo.
Victimismo
Un
fenómeno análogo al anterior ha ocurrido con el desarrollo de una
hipersensibilidad ante los agravios, tal y como refiere Malo. Los
conceptos de trauma y víctima han sufrido una ampliación semántica. En
un principio, el concepto de trauma hacía referencia a heridas físicas
(trauma procede de la palabra griega para «herida»). Su causa era un
suceso externo y sus efectos eran orgánicos, aunque se podían manifestar
con síntomas psicológicos. Sin embargo, el suceso traumático ha
ampliado su extensión, ya no necesita ser una amenaza a la vida, ni
estar fuera del rango de la experiencia humana normal, no tiene por qué
crear malestar en casi cualquier persona. Sólo es necesario que la
persona lo viva como perjudicial. Bajo esta definición, el concepto no
solo se ha hecho mucho más amplio, sino más subjetivo, abierto a
múltiples sensibilidades nacidas de experiencias y conductas negativas,
por acción u omisión. Como consecuencia se identifican más tipos de
experiencias como perjudiciales y a más tipos de personas como
perjudicadas, como víctimas que necesitan cuidado y protección.
Este
nuevo marco, más sensible y receptivo, que amplía el espacio del
sufrimiento, desencadena, sin embargo, ciertos efectos perversos. Si
bien las víctimas se definen por su sufrimiento, vulnerabilidad e
inocencia, se disminuye su capacidad para salir de su situación por sus
propios medios, es decir, crea dependencia, al tiempo que aumenta el
encasillamiento de los villanos morales, los abusadores como únicos
agentes morales. Los ejemplos traídos por el autor proceden
mayoritariamente de las sociedades norteamericana y británica. Y su
contexto más inmediato es el de las universidades y la vida académica.
En este mundo sensible, intelectualizado y proactivo se ha instalado,
por ejemplo, el concepto de microagresión. Derald Wing Sue define las
microagresiones como «las breves y cotidianas indignidades verbales,
conductuales y ambientales, intencionadas o no intencionadas, que
comunican una actitud hostil, negativa o despectiva en temas raciales,
de género u orientación sexual, e insultos leves religiosos contra
individuos o grupos». Entre nosotros, este concepto ha adoptado
típicamente la forma de micromachismos, un tipo específico de
microagresión.
Bradley
Campbell y Jason Manning, cuya obra sirve de guía a Pablo Malo, han
desarrollado una teoría acerca del victimismo3. Distinguen estos autores
entre dos tipos de cultura convencionales: la cultura del honor y la
cultura de la dignidad. En la primera, es la reputación lo que hace que
alguien sea honorable o no, y uno debe responder agresivamente a los
insultos, las agresiones y los desafíos, porque si no lo hace pierde el
honor. En la segunda, se considera que, en vez de honor, las personas
tienen dignidad, que es inherente a ellas, por lo que no puede ser
alienada por otros, ni tiene que ser demostrada. La dignidad existe
independientemente de lo que otros piensen, por lo que la reputación
social es menos relevante.
Nuestra
cultura actual, según Campbell y Manning, está adquiriendo una forma
híbrida con elementos de ambas culturas. Por una parte, la creciente
sensibilidad ciudadana es más propia de la cultura del honor, muy
sensible a la ofensa, pero, por otra, los individuos no responden
personalmente, buscando directamente la reparación de su honor, sino
procurando el respaldo de terceras partes, como exige el recurso a las
instituciones que protegen los derechos dentro de la cultura de la
dignidad. Esto último sería impensable en una cultura del honor. Dos
aspectos distinguen esta nueva cultura híbrida del victimismo. Por una
parte, las ofensas que desencadenan protestas son, en muchos casos,
cuestiones menores que podrían interpretarse como asuntos relativos a
las buenas formas, imputables a la mala educación o la ignorancia,
asuntos reprobables en el plano puramente personal. Por otra, el
individuo o colectivo que se siente ofendido recurre a las redes
sociales para hacer público su problema y movilizar rápidamente la
opinión pública en su favor y contra el agresor -sin mediación
institucional-.
Cancelación y redes sociales
Otro
fenómeno ligado a la creciente indignación moral es la llamada «cultura
de la cancelación» o, dicho de otro modo, de la censura, silenciamiento
u ostracismo. Ya sabemos la importancia que la reputación tiene para la
vida social en nuestra especie y cómo nuestra mente ha evolucionado
para utilizarla como indicador de confiabilidad. Otro tanto ocurre con
la función del castigo y el ostracismo como penalización dirigida contra
individuos que rompen las reglas y convenciones sociales -malas
compañías para una mente cooperativa-. La expresión «cancelación» nació
para referirse a la suspensión de conferencias de ciertos académicos o
intelectuales en las universidades estadounidenses, porque un sector de
los estudiantes no los consideraba moralmente adecuados. La cancelación
se produce utilizando las redes sociales o también convocando
manifestaciones in situ con el objetivo de boicotear el acto. Numerosas
personas han sido objeto de cancelación en el ámbito intelectual,
académico, literario o político, aunque también han sufrido este castigo
personas anónimas que publican fotos, textos o reflexiones en cualquier
medio. Una vez más, las redes sociales se convierten en el medio
preferido para airear esta indignación moral.
Aunque
algunos defensores del fenómeno han argüido que la cancelación es solo
una forma de crítica, hay razones para pensar que detrás de ella hay
algo más. Malo, siguiendo a Jonathan Rauch, identifica algunas señales
inequívocas de que la cancelación desborda la crítica lícita para ir más
allá: la cancelación busca el castigo más que la corrección de un
error, pretende silenciar a su objetivo eliminando la disidencia; no
utiliza la persuasión, sino la fuerza y el miedo; no dialoga con el
individuo ni discute sus ideas, sino que estigmatiza a la persona con
argumentos ad hominem u otros recursos no veraces, al tiempo que
promueve el exhibicionismo moral de quienes realizan la crítica. Como
señala el autor, la cuestión de fondo, lo verdaderamente preocupante, es
que lo que estas cancelaciones buscan no es otra cosa que crear un
régimen de miedo en el que la gente tema dar su opinión y en el que
ciertas ideas no puedan ser cuestionadas.
Una nueva religión secular: la teoría de la Justicia Social Crítica
Es
indudable que las últimas décadas han visto crecer la polarización
política. Como resume el propio Malo, estamos en un momento histórico en
el que el liberalismo y la modernidad que se encuentra en el corazón de
la civilización occidental están amenazados. La amenaza procede de dos
tipos de fuerzas, una revolucionaria y otra reaccionaria. Por un lado,
están proliferando movimientos de extrema derecha que buscan dictadores
que defiendan los valores occidentales tradicionales. Por otro lado, en
la extrema izquierda, los cruzados progresistas sociales actúan como
paladines del progreso moral sin los cuales la democracia estaría vacía.
Pero
la atención del autor se dirige particularmente hacia una forma de
ideología social autoritaria alimentada intelectualmente por el
pensamiento posmoderno. Siguiendo la interpretación de Helen Pluckrose y
James Lindsay en su obra Cynical Theories, Malo identifica el origen de
la denominada teoría de la Justicia Social Crítica como un derivado de
las ideas posmodernas. La posmodernidad echó a andar hace cinco décadas
como crítica contra el legado ilustrado y positivista. Su discurso se
estructuró en dos vectores: como crítica epistemológica, defendiendo el
relativismo cultural, la disolución de la verdad y el escepticismo
gnoseológico, y como crítica política, desvelando las relaciones entre
conocimiento y poder. En los años noventa, el discurso posmoderno tomó
una orientación hacia el activismo político y social, algo menos etéreo y
abstracto. En esta época, el discurso posmoderno alumbró un conjunto de
teorías como la teoría queer, la teoría poscolonial, la teoría crítica
de la raza y la interseccionalidad, el feminismo y los estudios de
género, los estudios sobre discapacidades y obesidad y otros.
Estas
nuevas teorías, englobadas en la Justicia Social Crítica, mantienen una
doble filiación. Por una parte, beben del posmodernismo al rebasar el
marco reivindicativo de la lucha por los derechos civiles de las
minorías -formalmente alcanzados- característico de la democracia
liberal, un marco insuficiente por sus vínculos con el statu quo, es
decir, con un sistema político en el que los derechos tienen una
realidad más formal que sustantiva y en el que predominan los intereses
de la clase política típicamente heterosexual, patriarcal y blanca.
Pero, por otra parte, al estilo de la vieja Teoría Crítica
frankfurtiana, necesitan ir más allá del escepticismo posmoderno,
nihilista, para poner en marcha una verdadera transformación social y
moral del mundo. Dicho de otro modo, el nuevo marco teórico de la
Justicia Social Crítica rebasa el ámbito descriptivo para adentrarse en
lo normativo, en lo moral. El resultado final es un «posmodernismo
aplicado», como lo llaman Pluckrose y Lindsay, que abandona el
escepticismo para considerar que la opresión sobre ciertos grupos basada
en su identidad, aunque ésta sea una construcción social, es real y
tiene consecuencias objetivamente negativas que se deben combatir,
luchando contra el modelo dominante.
Malo
hace suya la interpretación de Pluckrose y Lindsay según la cual el
modelo liberal democrático ha sido puesto en jaque por esta nueva teoría
crítica. La defensa de los derechos de las minorías raciales o de la
mujer no dejan de ser ajustes menores dentro del propio sistema de
desigualdades que consagra el liberalismo, meros apaños, y es el propio
modelo el que se cuestiona. Este cambio se ha iniciado en el mundo
anglosajón (Estados Unidos, Canadá, Reino Unido y Australia) y todavía
no ha afectado en el mismo grado a España y a los países de lengua
hispana, aunque es sensato pensar que también llegará hasta nosotros.
Hasta cierto punto, algunas de las políticas de igualdad en España, los
conflictos internos del feminismo o ciertas reivindicaciones sociales de
la izquierda más radical reproducen los mensajes de la Justicia Social
Crítica -especialmente en cuestiones de género y en la defensa de las
minorías-.
La
Justicia Social Crítica también ha tomado la denominación «wokismo»,
del término inglés «woke», despertar, que hace referencia a la necesidad
de tomar conciencia de la injusticia que soportan determinados
colectivos. El wokismo tiene algunos rasgos comunes con una actitud
religiosa y Malo hace suya la interpretación del historiador Tom Holland
y otros intelectuales como James Lindsay, Mike Nayna, Jonathan Haidt,
Andrew Sullivan o John McWorther, al contemplar la Justicia Social
Crítica como una nueva religión secular de izquierdas. Jonathan Haidt,
por ejemplo, afirma que, en cada universidad, algunos verdaderos
creyentes han reorientado su vida alrededor de una lucha contra el mal y
Andrew Sullivan se pregunta si la interseccionalidad, que es el
concepto que une todas las ramas de la Justicia Social Crítica, es una
nueva religión.
Malo
sigue a Holland cuando interpreta el movimiento #MeToo, el
#BlackLivesMatters, y, más genéricamente, el wokismo, como
manifestaciones de la matriz de pensamiento y acción cristianas4. La
lectura de Holland, que Malo asume, ve en la Justicia Social Crítica la
reproducción de una vieja polémica, la que enfrentó a Pelagio con
Agustín de Hipona acerca del valor de las acciones personales en la
salvación. Mientras que Agustín despreciaba el valor de las acciones
individuales para salvar el alma, algo que depende finalmente de la
Gracia divina como consecuencia del pecado original, Pelagio consideraba
esencial la virtud personal y la transformación moral del mundo. En
opinión de Holland, la izquierda estaría en la posición de Pelagio, la
de exigir a los demás un cambio de actitud, en actitud punitiva y
reclamando para sí la pureza moral. La izquierda radical actúa como si
se encontrara en posesión de la verdad moral y ello confiere
superioridad a su discurso y justifica su actitud punitiva. La vida se
presenta como un enfrentamiento entre el bien y el mal, entre discursos
dominantes -el del hombre blanco heterosexual, chivo expiatorio y
culpable genérico de todos los males- y discursos e identidades
excluidas, un mundo de relaciones de poder cuyo balance debe ser
corregido. Aunque este marco de pensamiento sea compartido por una
minoría (Malo, citando a otros autores, estima que puede suponer un 10%
de la opinión pública norteamericana), su posicionamiento moralizante y
su agresividad disuade a la ciudadanía de un enfrentamiento directo pues
nadie desea ser identificado como miembro del bando opresor.
Pablo
Malo es pesimista y duro en su juicio sobre el alcance y la evolución
de este fenómeno. El papel realizado anteriormente por la religión ha
sido asumido ahora por la Justicia Social Crítica, que representa un
movimiento con los valores éticos y morales cristianos, pero sin Dios.
El resultado, como señala el autor, es la caza de brujas es implacable y
cruel, y no sirve de nada pedir perdón. El culpable debe ser
aniquilado, silenciado, excomulgado, condenado al ostracismo, sin
importar que, en muchos casos, estos linchamientos hayan acabado en
suicidios. No se puede descartar que también los tibios, los que no
sancionan, terminen siendo objeto de descalificación.
Perspectivas de futuro
Pablo
Malo deja para el final la respuesta a la pregunta que subyace a lo
largo del libro: ¿qué podemos hacer frente a estos desafíos? El autor
presenta un conjunto de medidas que «deben tomarse como lo que son, un
torbellino de ideas y no como algo consolidado y firme». En síntesis,
son las siguientes:
Un
primer paso fundamental es darse cuenta de que la moralidad constituye
un peligro, algo de lo que mucha gente no es consciente, pues solemos
fijarnos en sus aspectos positivos (por ejemplo, la búsqueda de
justicia) e ignorar su lado oscuro. Este peligro supone un problema
extremadamente difícil de solucionar, ya que nuestra mente moral es
parte de la naturaleza humana, evolucionada para facilitar la
cooperación dentro de grupo y la competencia con otros grupos. Así,
nuestro carácter tribal no es eliminable de la ecuación. Las soluciones,
pues, deben ir en la línea de diseñar instituciones (diques de
contención) que mantengan a raya los excesos de nuestra moralidad.
Malo
recoge también algunas sugerencias interesantes, pero difíciles de
articular. Por ejemplo, el denominado abolicionismo moral. Se trataría
de hacernos ateos de la moralidad del mismo modo que nos hicimos ateos
con respecto a la existencia de Dios. El objetivo sería reducir al
máximo la moralización. En realidad, no se trata de abolir la moralidad,
sino de domarla. Introducir racionalidad en los conflictos y extraer de
ellos sus resonancias morales. Olvidar los planteamientos en términos
de buenos o malos y buscar salidas negociadas. Al fin y al cabo, la
biología nos enseña que la moralidad es un medio para un fin, no un fin
en sí mismo. Lo esencial es la cooperación y podemos intentar
conseguirla sin pasar por la moralidad.
En
el ámbito político, «la idea esencial sería sacar la moralidad de la
vida pública todo lo que podamos, dejarla para el ámbito de lo privado».
Para ello es necesario crear instituciones que sujeten nuestros
instintos morales. Por ejemplo, cambiando el diseño de las redes
sociales, que actúan como potenciadores de lo peor de nosotros o
rediseñando nuestras instituciones políticas y la forma en que se
reparte el poder, para que se favorezca la cooperación y la colaboración
y no el enfrentamiento. Otro punto con respecto a la política es que
necesitamos despolitizar nuestras vidas y recuperar otras formas de
realización personal como las relaciones de amistad, la familia y los
seres queridos o la cultura, los espacios y la naturaleza. En el ámbito
social, repite la misma idea: sacar la ideología y los contenidos
morales de nuestra convivencia diaria. El adoctrinamiento debe quedar
fuera del ámbito público. Todo lo que comenta sobre el mundo laboral se
puede aplicar también a la escuela y al sistema educativo.
En
este mismo sentido, Malo defiende la necesidad de fomentar el
escepticismo en todos los niveles: «Hoy en día las narrativas se venden
en paquetes y sólo hay dos posiciones: comprar el paquete completo o
rechazarlo». Por el contrario, deberíamos aplicar una suerte de regla
como esta: «Nadie tiene la última palabra: tú puedes afirmar que una
declaración está establecida como conocimiento sólo si puede ser
refutada, en principio, y sólo en la medida en que aguanta los intentos
de refutarla».
Algunas reflexiones complementarias desde una perspectiva evolucionista
El
término moralidad abarca un amplio conjunto de fenómenos y rasgos de
comportamiento humano que influyen en las interacciones sociales.
Teniendo en cuenta esta complejidad resulta difícil elaborar una
explicación evolutiva que dé cuenta de la moralidad. Darwin fue el
primero en intentarlo y, desde él, ha habido otros muchos intentos. En
los últimos 40 años, ha ganado fuerza la tesis darwinista, que suscribe
Malo, de que la moralidad tiene un origen adaptativo, promoviendo la
evolución de un comportamiento cooperativo dentro de las sociedades
humanas. Esta visión de la moralidad como un medio (una adaptación),
para conseguir un fin (la cooperación), da cuenta de un rasgo decisivo
de la moralidad: el hecho de que los juicios morales implican una
intención expresiva y prescriptiva, una posición defendida
filosóficamente por figuras como Hume, Stevenson o Hare. Un juicio moral
no es nunca meramente descriptivo. Incluso las fórmulas más neutrales
comunican un fondo imperativo.
Esta
interpretación evolutiva deja sin explicar, en nuestra opinión, un
rasgo de la moralidad igual de relevante que el anterior, y que Malo,
siguiendo a Linda Skitka, también reconoce: la percepción de que, desde
una perspectiva folk, lo bueno y lo malo se presentan a la conciencia
individual como si estuvieran dotados de cierto tipo de objetividad y
universalidad. Los individuos interactúan y aprenden en un mundo
cultural convencional que incluye normas que les son presentadas con la
misma exterioridad que caracteriza a las propiedades materiales del
mundo físico, como si fuesen elementos del campo objetivo de los hechos.
Esta percepción de nuestras creencias y prácticas de una manera
compatible con una interpretación objetiva de la moralidad debe
incluirse en una explicación naturalista que intente abarcar el
comportamiento moral en sus aspectos esenciales.
Nosotros
hemos sugerido que para ello es necesario completar este escenario
evolutivo, considerando un aspecto importante de la arquitectura
cognitiva humana que procede de nuestra evolución como organismos
culturales. El secreto de nuestro éxito, por usar la expresión de Joseph
Henrich, está en nuestra capacidad evolucionada para la transmisión y
acumulación culturales, pues es la cultura, en su extraordinaria
complejidad, la que nos ha permitido colonizar con éxito adaptativo el
planeta entero. En esta visión coevolutiva de genes y cultura, que
difiere en algunos aspectos relevantes de la que proponen los psicólogos
evolucionistas, la transmisión cultural acumulativa necesitó sus
propios mecanismos evolutivos, anteriores incluso al desarrollo de la
cooperación genuinamente humana, y cuyos efectos sobre nuestra cognición
se hacen visibles en nuestra mente moral5. Entre esos mecanismos,
nosotros hemos destacado la capacidad de orientar el aprendizaje de los
hijos, utilizando formas elementales de enseñanza mediante la aprobación
o la desaprobación de su conducta. Esas formas básicas de enseñanza, a
las que hemos denominado enseñanza assessor, permitieron a los padres
transmitir a sus hijos la experiencia acumulada, tanto sobre los
comportamientos que deben imitar como sobre los que deben evitar6. Hemos
llamado psicología suadens (del latín suadeo: a valorar, aprobar o
aconsejar) al conjunto de características cognitivas que han hecho
posible la enseñanza assessor7.
La
enseñanza assessor da pie a percibir lo que aprendemos, nuestras
creencias adquiridas, de una manera que favorece una interpretación
objetiva de la información transmitida. Cuando los padres corrigen el
comportamiento de sus hijos, las orientaciones vienen provistas de un
valor de veracidad y corrección que no puede reducirse a un criterio
funcional. La selección natural nos ha hecho sensibles a las
indicaciones sobre cómo debemos comportarnos por parte de las personas
afectivamente más próximas -familia, amigos-, buscando su aprobación y
tratando de evitar su rechazo. Como resultado, el aprendiz assessor
percibe las emociones sociales de agrado o desagrado derivadas de la
práctica de un comportamiento, como si fueran señales objetivas del
valor intrínseco de los comportamientos: si se aprueba un
comportamiento, entonces es bueno, si se desaprueba, entonces es malo.
De
ahí, la inmediatez con la que el individuo percibe y experimenta sus
prácticas, creencias, usos y tradiciones. Esta orientación emocional
sobre qué aprender y cómo actuar es clave en la interiorización de
valores y normas y, al tiempo, es responsable de que se mantengan muchas
tradiciones, creencias y valores en las sociedades humanas, aunque
carezcan, en muchos casos, de una justificación racional o empírica que
avale su permanencia8.
El
apoyo emocional que hace posible y eficiente el aprendizaje assessor
ayuda a construir una imagen del mundo con una pretensión de objetividad
que, sin embargo, está en el extremo opuesto de cualquier actitud ética
que sea distanciada, reflexiva y crítica. En esa objetividad, la mente
de cada individuo confunde la representación compartida del mundo (su
mundo), con el mundo, y el conjunto empírico de preferencias y prácticas
(sus valores), con los valores. De una manera casi inevitable, los
individuos con una psicología suadens adoptan la disposición intelectual
y moral de un creyente. Ese ha sido el precio que hubo que pagar por el
desarrollo de nuestro sistema de aprendizaje cultural acumulativo. Esa
percepción folk de la verdad de nuestros valores como algo objetivo
dificulta enormemente el dialogo entre tradiciones culturales diferentes
y produce desconfianza y recelo ante valores y conductas que exhiben
los miembros de otros grupos.
Constatar
esta situación no implica que los autores de este comentario ni la
mayor parte de sus potenciales lectores, educados en una tradición
ilustrada, tengamos que renunciar a nuestros valores democráticos, o a
defender los principios de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos. Tampoco nos exige la búsqueda, siempre, de una solución
intermedia, pactada, para satisfacer parcialmente valores que
consideramos profundamente equivocados. Sin embargo, asumir que nuestras
convicciones son fruto de un aprendizaje emocional, que podría haber
sido otro, sí que nos obliga a no deshumanizar a nuestros oponentes por
pensar de manera distinta.
La
historia nos muestra que muchas personas inteligentes y honestas en sus
convicciones han vivido (y viven) con naturalidad en sociedades
xenófobas, machistas, homófobas y nada tolerantes con religiones
distintas de la mayoritaria. Podemos utilizar la racionalidad para
mostrar cuáles son los principios axiomáticos, las inconsistencias y los
inconvenientes que detectamos en las tradiciones ajenas, aceptando que
nuestros oponentes tienen derecho a hacer lo mismo con la nuestra. Por
desgracia, sólo una pequeña parte de las tradiciones que rigen una
sociedad tiene contenido empírico y pueden ser refutadas en un sentido
popperiano, como desea el autor. A nivel individual parecerá poca cosa,
pero lo honesto, sabiendo lo que sabemos, es tenerlo en cuenta cuando
interaccionamos con los demás.
A
nivel colectivo, como también sugiere Malo, habría que potenciar
instituciones que eviten la estigmatización del diferente y ordenen la
interacción social y política dentro de los cauces del respeto y la
racionalidad, caracterizando de manera explícita el marco axiomático
valorativo del que partimos. O para expresarlo en términos
psicobiológicos, el objetivo de nuestras políticas no es tanto la
naturaleza humana, algo que para nuestros cálculos podemos considerar
inalterable, cuanto la construcción de un ecosistema social robusto
capaz de sujetar su lado más conflictivo.
Notas
1.
Panea Márquez, J. M. (2015). «JL López Aranguren (1909-1996) y el
problema de nuestro tiempo». Revista internacional de pensamiento
político, 10, 273-289.
2. Citado por Panea Márquez (2015), pág. 281.
3.
Véase el libro de Bradley Campbell y Jason Manning The Rise of
Victimhood Culture, en el que elaboran la teoría acerca del victimismo
que sigue el autor.
4. Véase el libro de Tom Holland Dominion: The Making of the Western Mind.
5.
Castro, L., Castro-Nogueira, M. A., Villarroel, M., & Toro, M. A.
(2021). Assessor teaching and the evolution of human morality.
Biological Theory, 16, 5–15.
https://doi.org/10.1007/s13752-020-00362-7.
6.
Castro, L., & Toro, M. A. (2004). The evolution of culture: From
primate social learning to human culture. Proceedings of the National
Academy of Sciences, USA, 101, 10235–10240.
7.
Castro L., Castro-Nogueira L., Castro-Nogueira, M.A., & Toro, M.A.
(2010). Cultural transmission and social control of human behavior.
Biology and Philosophy 25, 347-360. Y también Castro, L.,
Castro-Nogueira, M. A., Villarroel, M., & Toro, M. A. (2019). The
role of assessor teaching in human culture. Biological Theory, 14,
112–121
8.
Para una versión detallada véase el libro de Laureano, Luis y Miguel
Castro-Nogueira. ¿Quién teme a la naturaleza humana?, Tecnos 2016 (2ª
edición).
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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