O suicídio de Sêneca |
Cayo Apuleyo Diocles fue el auriga más famoso y exitoso de la Antigua Roma.
Cuando se retiró del espectáculo de las carreras de carros, a los 42
años, hacia mediados del siglo I d.C., había ganado 1.462 pruebas y más
de 35 millones de sestercios. Todas las factiones o escuderías se lo
rifaron a lo largo de su brillante carrera. Pero a pesar de su
reputación, su historial deportivo no quedó consignado por ninguna de
las fuentes clásicas. Lo conocemos gracias a un hallazgo casual: una extensa inscripción honorífica encontrada cerca del Vaticano, donde se levantaba el circo de Calígula y Nerón.
Cuenta Suetonio que Higinio era un liberto de Augusto que Julio César
había hecho prisionero durante la toma de Alejandría (47 a.C.) y que lo
había llevado a Roma, convirtiéndose discípulo de un gramático griego. El primer princeps romano
lo nombró responsable de la Biblioteca del Pórtico de Octavia, en el
Campo de Marte, donde tuvo acceso a las obras de los grandes autores
antiguos como Ovidio, de quien fue un gran amigo.
El
bibliotecario se reveló en un prolífico escritor de biografías y
publicó una obra sobre astronomía, cuyos postulados, "poesía celeste"
—recopiló, por ejemplo, cuarenta y dos leyendas sobre cómo diversos
personajes mitológicos fueron convertidos en constelaciones y qué
posición ocupan en el cielo—, tuvieron gran aceptación en su época.
Incluso una grieta lineal de más de 200 kilómetros en la Luna lleva su
nombre: la ranura de Higinio.
De izquierda a derecha, Tedosio, Trajano, Marco Aurelio y Adriano
Mucho menos conocido es un soldado de nombre Materno, veterano de las legiones de Marco Aurelio,
que hacia el año 187, durante el reinado de Cómodo, instigó una
rebelión entre la tropa para denunciar el vergonzoso tratado de paz que
había firmado el emperador tras las durísimas campañas bélicas en
Germania. El exmilitar y su "ejército de malhechores", según el
historiador Herodiano, atacaron ciudades y liberaron presos al estilo
Espartaco. Su plan definitivo era el magnicidio durante unas fiestas en
honor a la diosa Cibeles en la que toda la Urbs iba disfrazada. Pero
Materno y sus secuaces, que bien podrían haber inspirado Gladiator,
fueron descubiertos, capturados y decapitados.
Lo que une a esos tres personajes a priori inconexos es su lugar de origen: Hispania,
tierra remota para las civilizaciones del Mediterráneo oriental y de la
que Estrabón dijo que "se asemeja a la piel extendida de un buey a lo
largo de oeste a este, con los miembros delanteros en dirección al este,
y a lo ancho de norte a sur".
Para el filósofo y escritor Carlos Goñi, Hispania es un conjunto de hombres y mujeres que vivieron en la Península Ibérica
mientras estuvo bajo el poder de Roma. "La podemos describir física y
geográficamente, pero su alma hay que buscarla en esas existencias que
le dieron vida", escribe en su nuevo libro, Hispanos (Arpa), una obra en
la que recoge breves semblanzas de los personajes más influyentes de la
historia de la provincia para tratar de responder a preguntas como si
este pueblo del que descendemos gozó de un excepcionalismo tanto a nivel
de heroísmo, creación cultural, gobierno o pensamiento.
Poesía y religión
Filósofos,
militares, escritores, políticos, viajeros o religiosos desfilan por la
páginas del ensayo para atisbar la verdadera dimensión del legado de
"lo hispano". Goñi utiliza además una prosa divertida y mordaz,
abundando en ingeniosos calificativos como los que dedica a los tres
emperadores nacidos en suelo peninsular: Trajano, "un preludio del Cid
Campeador"; Adriano, "un hombre culto y dicharachero que recorrió el
Imperio, como hacen ahora nuestros políticos en época electoral"; y
Teodosio el Grande, que "gobernó un Estado confesional y se vistió de
saco y de ceniza".
Aunque
no abundan las mujeres en esta suerte de diccionario cronológico de
hispanos ilustres —las que más espacio tienen son la escritora viajera
Egeria y Gala Placidia, hija de Teodosio aunque nacida a miles de
kilómetros de la Coca natal de su padre—, Goñi se muestra convencido de
que el primer poeta tuvo que ser una madre.
Y si España ha alumbrado a los Manrique, Garcilaso, Lope o Machado, la Hispania romana
también fue epicentro de la poesía antigua: Lucano, Marcial, Juvenco,
Merobaudes… Pero el primero del que se tiene constancia es un tal
Sixtilio Ena. Solo ha sobrevivido un verso suyo, conocido gracias a
Séneca el Viejo, "paisano y colega de Juan de Mairena", también
originario de Hispania como su hijo, el gran filósofo: "Hay que llorar a
Cicerón y el silencio de la lengua del Lacio", pronunció en un recital.
Su significado es hiperbólico: la muerte del célebre orador significó
el ocaso del latín.
Los
hispanos narran además la profunda revolución religiosa que sufrió el
Imperio con el cristianismo. Concilios, sínodos e iglesias tuvieron como
protagonistas a devotos como Dámaso I, el primer papa peninsular,
natural de la Gallaecia; u Osio, obispo de Córdoba en el siglo IV. Fue
este un gran azote del arrianismo e incluso desafió al emperador
Constancio por entrometerse en cuestiones divinas. Lo pagó con el exilio
en Sirmio, en la actual Serbia. Tras ser azotado y torturado, halló la
muerte. Tenía 101 años.
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