Na Rússia, avança o projeto imperial de Putin, uma mescla de autocracia czarista e política de terror stalinista, com uma boa dose de propaganda pós-moderna. O projeto de Gorbachev era o oposto. Isabel Turrent para Letras Libres:
Quienes, ahora que Mijaíl Gorbachov ha muerto,
deploran su “fracaso” y consideran una lamentable pérdida que los
países del “bloque socialista”, al igual que las repúblicas soviéticas
desde el Báltico hasta el Cáucaso, se hayan independizado cuando él
estaba en el poder, habitan todavía la geopolítica de las esferas de
influencia. No entienden la magnitud de los cambios que el líder
soviético emprendió, sus logros, ni la brevedad del tiempo que la
historia le dio para realizarlos.
Padecen
una aguda nostalgia imperialista –que supone que Gorbachov habría
triunfado si hubiera mantenido unida a sangre y fuego a la Unión
Soviética– bastante parecida a la que padece Putin, que pregona que la
desaparición de la URSS fue “la peor tragedia geopolítica del siglo XX”,
y pretende restaurarla erigiendo en su lugar un híbrido con una receta
política especialmente tóxica: una mezcla de autocracia imperial
zarista, de la política de terror y represión de Stalin, y una buena
dosis de propaganda posmoderna, amenazas nucleares incluidas. Estamos
viviendo el primer episodio del proyecto de Putin que busca la
desaparición de Ucrania como país, incluyendo a su cultura y a cuantos
ucranianos considere necesario eliminar.
El
de Mijaíl Gorbachov era la opuesto. Un gigantesco experimento que
buscaba –como anunció en 1987, dos años después de tomar el poder, a los
miembros del Partido Comunista (PCUS) que presidía– “convertir a
nuestro país en un modelo de nación altamente desarrollada, en una
sociedad que viva dentro de la más avanzada economía, la democracia más
amplia y la moralidad más profunda y humana”. Quería lo que muchos
reformadores habían buscado en Europa Central por decenios: un
socialismo con rostro humano.
Hasta
1985, los tibios intentos de reforma de los líderes de la Unión
Soviética post estalinista – como el famoso Deshielo de Nikita Jrushov
en los sesenta– se habían estrellado con el diseño ideológico de Stalin,
que había inventado un nuevo marxismo para la naciente Unión Soviética:
el “socialismo en un solo país”. Un socialismo burocrático,
centralizado y represivo, donde el PCUS controlaba todos los hilos del
poder y silenciaba cualquier voz disidente.
Un
sistema que había convertido a la URSS en un país de delatores,
amontonados en las ciudades en las famosas kommunalka que tan bien
describe Joseph Brodsky: grandes casonas y edificios donde se hacinaban
hasta tres generaciones en una sola habitación, con adultos que
trabajaban en empresas poco productivas y niños adoctrinados por el
Partido. Un territorio fértil para la delincuencia y los gángsters que
empezaron a dominar el bajo mundo de la periferia urbana.
O
bien, en las granjas agrícolas estatales, donde el Estado había apiñado
a los campesinos, que antes de los años treinta cultivaban sus propias
parcelas y cuidaban su propio ganado, y ahora, sin ser dueños de nada,
tenían que producir, con maquinaria y fertilizantes del Estado –que
llegaban algunas veces y otras no–, las cuotas de grano, y venderlas al
precio que los burócratas centrales decidían.
En
las urbes, los pocos atisbos de libertad se refugiaban en la lectura de
copias ilegales de obras literarias –zamisdat– y en los murmullos del
descontento en parques, cocinas y en los talleres de artistas que
reproducían en cuadros únicos y extraños los ecos distorsionados del
arte moderno que llegaba de Occidente. En el campo, la libertad resistía
en el cultivo ilegal de pequeñas parcelas privadas, mucho más
productivas que las tierras colectivizadas, que permitía a los
campesinos ganar lo suficiente para sobrevivir sin miseria y a los
habitantes de las ciudades comprar verduras y frutas que no encontraban
nunca en las tiendas estatales: el reino de la carestía.
Esa
economía distorsionada, plagada por la corrupción y el mercado negro,
que favorecía el desarrollo de la industria pesada y la militarización, y
sacrificaba al agro, la industria ligera y las necesidades cotidianas
de los consumidores, era útil para los líderes soviéticos, que insistían
en las bondades del socialismo real al interior, y financiaban al
exterior el despliegue de ayuda militar en países estratégicos, bajo la
ficción de que la URSS era una gran potencia a la altura de los Estados
Unidos.
Pero
entre la muerte de Stalin y el largo gobierno de Leonid Brézhnev en los
setenta, la modernidad había entrado a cuentagotas a la Unión
Soviética. Abrió una brecha entre los muchos apparatchiki eslavófilos
del PCUS, que auguraban un “futuro radiante” al socialismo estalinista, y
un grupo de líderes partidistas que sabían que sin reformas
modernizadoras el proyecto estalinista no tenía otro futuro que el
estancamiento económico y la represión política.
Tenía razón Vasili Grossman, autor de la gran novela
Vida y destino (que se publicó, por cierto, gracias a Gorbachov y su
glasnost): para Gorbachov y Putin, la vida se volvió destino.
Putin,
el líder de la cleptocracia rusa de hoy, eslavófilo doctrinario y tan
brutal como Stalin, creció en una kommunalka, persiguiendo ratas, y en
las filas de la KGB, la temible policía política estalinista. Mijaíl
Gorbachov nació en Stavropol, una rica provincia agrícola, arropado por
sus abuelos maternos ucranianos, trabajando el campo. Conocía de primera
mano los problemas agrícolas del país. Cuando su protector Yuri
Andropov –ex director de la KGB, pero reformista convencido– lo
incorporó a la cúpula del poder en Moscú, Gorbachov amplió el programa
de brigadistas en el campo que decidían cuándo, cómo y qué sembrar. Pero
esa reforma, como la vasta reconstrucción económica que Gorbachov
emprendería desde el poder en 1985, se estrelló con la centralización de
la toma de decisiones económicas a través de líneas verticales de
autoridad que no estaban coordinadas entre sí.
Gorbachov
hubiera necesitado decenios para quebrar la resistencia burocrática y
abrir por sectores la economía al mercado. O bien, hacerlo sin
liberalizar la cultura y la política, como le aconsejaron los chinos en
su visita a Beijing en 1989, pocos días antes de la masacre de
Tiananmen.
Pero
él había decidido emprender el gigantesco experimento reformista
completo. A la vuelta de la esquina lo estaban esperando los
eslavófilos: Boris Yeltsin, que al proclamar la independencia de la
república rusa formalizó la desaparición de la Unión Soviética y dejó a
Gorbachov sin país que gobernar, y el oscuro teniente de la KGB,
dedicado entonces a destruir archivos en el Este de Alemania, a quién
Yeltsin regalaría el poder diez años después.
Isabel Turrent estudió
Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia
Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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